24 de diciembre de 2021

MINILECTURA. "LA MÁSCARA ROBADA o EL MISTERIO DE LA CAJA DE CAUDALES", de WILLIAM WILKIE COLLINS (1824-1889)


(Una historia para contar al amor de la lumbre navideña)
.

1852


Introducción

Es posible que algunos lectores de este relato posean una «máscara» de escayola, o rostro o efigie de Shakespeare, que es una copia del célebre busto de Stratford. Esas copias se pusieron a la venta hace ya algún tiempo. Las circunstancias en que se hizo el molde original me las relató un amigo (que ya no se encuentra entre nosotros) al que estoy muy agradecido porque tuvo la amabilidad de acordarse de mí y regalarme el ejemplar de la máscara que ahora tengo:

Hace unos cuantos años, mientras un albañil de Stratford-upon-Avon estaba realizando unas reparaciones en la iglesia, se las apañó para hacer un molde del busto de Shakespeare creyendo que no levantaba ninguna sospecha. Sin embargo, se descubrió lo que había hecho y de inmediato las autoridades a cargo del busto lo amenazaron con las penas y castigos más severos de la ley, aunque sin especificar por qué delito en concreto. El pobre hombre se asustó tanto por esas amenazas, que recogió sus herramientas al instante y se marchó de Stratford llevándose el molde con él. Más tarde planteó el caso a personas capacitadas para aconsejarle que le dijeron que no debía temer sanción alguna, y que, si creía que tendrían salida, podía hacer cuantas copias quisiera y venderlas en cualquier parte. Él siguió la recomendación, fijó las máscaras con mucho cuidado en placas de mármol negro y vendió gran cantidad de ellas no solo en Inglaterra, sino también en Estados Unidos. Hemos de añadir que ese albañil siempre se había caracterizado por la gran veneración que sentía por Shakespeare, lo que lo llevó al extremo de asegurar al amigo del que obtuve esta información que, si en su condición de viudo alguna vez se volvía a casar, solo sería con una mujer que fuese descendiente en línea directa de William Shakespeare.

De la anécdota que acabo de relatar surgió la primera idea para las siguientes páginas. Ofrezco ahora este pequeño libro al público en el que he intentado contar una sencilla historia en tono tan natural como familiar; en otras palabras, como si la estuviera narrando a un grupo de amigos sentados alrededor de mi hogar.
WILKIE COLLINS.
HANOVER TERRACE, REGENT’S PARK



I.

Estaría insultando a la inteligencia de los lectores si creyera necesario describirles tan célebre ciudad como es Tidbury-on-the-Marsh. ¿Quién no conoce ese elegante lugar residencial de provincias? El espléndido nuevo hotel que se ha erigido al lado de la vieja posada; la extensa biblioteca a la que, no contentos con solo añadirle más libros, también están añadiendo ahora una nueva entrada; el proyecto de construir una calle en media luna de viviendas palaciegas de estilo griego en lo alto de la colina, que rivalice con la ya terminada de viviendas almenadas de estilo gótico al pie de esa colina; ¿no son hechos locales como estos de sobra conocidos por cualquier inglés inteligente? Pues claro que sí; la pregunta es superflua. Vayamos de inmediato, sin perder más tiempo, de Tidbury en general a la Calle Mayor en particular, y en concreto a nuestro destino allí: el establecimiento comercial de los señores Dunball y Dark.

Al fijarse únicamente en los líquidos de colores, la estatua en miniatura de un caballo, los emplastos para callos, las bolsas impermeables, los tarros de cosméticos y los platillos de cristal tallado llenos de pastillas del escaparate, uno podría pensar en un principio que Dunball y Dark solo eran farmacéuticos. Pero al observar detenidamente por la entrada una estancia interior, vería una inscripción, un receptáculo o caja de caoba grande y vertical con un agujero, unos barrotes de metal que protegían el agujero, una cortina verde para cubrir el agujero, y un hombre con una pala de cobre para dinero parcialmente visible tras el agujero; todo lo cual bastaría para informar a uno de que Dunball y Dark no solo eran farmacéuticos, sino también una «sucursal bancaria».

Es una mañana fría y borrascosa de finales de noviembre. El señor Dunball, en ausencia del señor Dark, que ha ido a dar un discurso en la junta de la parroquia, se ha metido en la caja de caoba para hacerse cargo de la sucursal bancaria. Es muy gordo, por lo que de un modo muy absurdo resulta demasiado grande para su campo de acción. Todavía no ha ido un solo cliente a sacar dinero; ni siquiera ha ido nadie a chismorrear con el banquero por los barrotes de metal de su prisión comercial. Ahí está sentado, contemplando tranquilamente la calle a través de la sección de farmacia de la tienda, con el oro en un cajón, los billetes en otro, los codos sobre los libros de contabilidad y la pala del dinero bajo el pulgar: la viva imagen de la soledad acaudalada; el ermitaño de las finanzas británicas.

En la tienda de fuera está el joven dependiente, dispuesto a drogar al público en un santiamén. Sin embargo, Tidbury-on-the-Marsh es un lugar sano y poco rentable y no hay público que aparezca. Una vez que el joven dependiente ha comprobado por el reloj de la tienda que son las diez y cuarto, y por la veleta de enfrente que el viento sopla del «sur-sur-oeste», ya ha agotado todas sus fuentes externas de entretenimiento, y no le queda más que dedicarse primero a afilar la navaja y luego a cortarse las uñas. Ha terminado la mano izquierda, y acaba de empezar con el pulgar de la derecha, cuando al fin un cliente oscurece la entrada de la tienda.

El señor Dunball da un respingo y agarra la pala de cobre; el joven dependiente cierra la navaja deprisa y saluda inclinándose. El cliente es una chica joven que quiere un tarro de bálsamo labial.

Viste con mucha pulcritud y discreción; parece contar dieciocho o diecinueve años, y tiene algo en el rostro que solo puedo describir con el epíteto de «adorable». Hay una belleza inocente y pura en su frente, cejas y ojos; una expresión relajada, amable y feliz cuando te mira, y un curioso sonido hogareño en su clara voz que, en conjunto, te llevan a imaginarte, aunque no la conoces de nada, que hace tiempo sí que debiste de conocerla y amarla, y por lo que fuera después fuiste tan ingrato de olvidarte de ella con el paso del tiempo. No obstante, mezclado con la dulzura e inocencia juveniles que componen su encanto más destacado, hay un aire de firmeza —perceptible especialmente en la expresión de sus labios— que proporciona cierto carácter y originalidad a su rostro. Su figura…

Me detengo al nombrar su figura. No es en absoluto por falta de frases para describirla, sino por la desalentadora convicción de que ninguna descripción de ella sería capaz de producir el efecto deseado en las mentes de los demás. Si se me pregunta en qué empeños literarios en particular se nota más la pobreza del material resultante, contestaré que en las descripciones de las heroínas. Todos las hemos leído a cientos, algunas tan minuciosas y precisas que no solo se nos informa de los ojos, cejas, nariz, mejillas, tez, boca, dientes, cuello, orejas, cabeza y cabello y peinado de la dama, sino que también conocemos el modo concreto en que los sentimientos de debajo hacían que el pecho de encima respirase agitado o se hinchiera, además de la posición exacta de la cabeza en que sus pestañas eran lo bastante largas para proyectar una sombra en sus mejillas. Hemos leído todo eso con la atención y admiración que se merece, y, sin embargo, nos hemos levantado de la lectura sin habernos hecho ni la más remota idea del tipo de mujer que en realidad es la heroína. Al comienzo de la descripción sabíamos vagamente que era hermosa, y al final sabemos exactamente lo mismo e igual de vagamente.

Imbuido de esta convicción, prefiero dejar que sea el lector (con la ayuda del retrato muy parecido a ella del frontispicio) quien se haga su propia idea del aspecto de la clienta de los señores Dunball y Dark. Dejando aparte a las espléndidas bellezas con que tengan relación, imagínense que era como cualquier chica guapa e inteligente que conocen: como cualquiera de esos ángeles agradables que, junto al hogar, nos encantan aunque lleven un vestido de mañana de lana merina y estén remendando un par de calcetines. Si es esta la clase de realidad femenina que se imaginan los lectores, ni el autor ni la heroína encontraremos motivo de queja.

Bien, pues nuestra señorita se acercó al mostrador y pidió bálsamo labial. El dependiente, conquistado de inmediato por el poderoso encanto de su presencia, le rindió el primer homenaje gentil que se le ocurrió pidiéndole permiso para enviarle el frasco a casa.

—Perdone, señorita —dijo—, pero creo que vive usted más abajo de la calle, en el número 12. Ayer pasaba por ahí y creo que la vi entrar en compañía de un anciano caballero y de otro más, ¿no es así?

—Sí, nos alojamos en el número 12 —contestó la joven—, pero me voy a llevar yo el bálsamo si no le importa. Sí que quisiera pedirle un favor antes de irme — prosiguió con mucho recato, pero sin el menor aire de azoramiento—; si tienen sitio en el escaparate para colgar esto, mi abuelo, el señor Wray, les quedará muy agradecido.

Y entonces, para gran sorpresa del joven dependiente, le entregó un pedazo de cartón, con una cuerda de la que colgarlo, en el que figuraba la siguiente inscripción escrita con muy buena letra:

El señor Reuben Wray, discípulo del finado y célebre John Kemble, informa respetuosamente a sus amigos y al público en general que da lecciones de elocuencia, oratoria y recitado a razón de ocho peniques por cada clase de una hora. Se preparan alumnos para el escenario, o para representaciones teatrales privadas, partiendo de la combinación de una interpretación inteligente del texto con los movimientos de brazos y piernas adoptados por el finado e ilustre Roscio de la escena inglesa, John Kemble, y estudiados detenidamente de este por el señor Reuben Wray. Se mejora la técnica de oradores y clérigos (en la más estricta confidencialidad) a nueve peniques la clase de una hora. Se combaten y eliminan los defectos y vacilaciones del habla. Se enseña a jóvenes damas a expresarse con elegancia y a jóvenes caballeros las normas de la dicción. Se hace descuento a colegios y clases numerosas. Tengan la amabilidad de dirigirse al señor Reuben Wray (antiguo miembro del Teatro Real de Drury Lane), en Calle Mayor, 12, Tidbury-on-the-Marsh.

No hay inscripción babilónica que jamás se haya cincelado, ni manuscrito de papiro que jamás se haya escrito, que pudieran desconcertar tanto al joven dependiente como ese peculiar anuncio. Lo leyó hasta el final estupefacto, tras lo que, dirigiendo una mirada de perplejidad a la joven del otro lado del mostrador, comentó:

—Está muy bien escrito, señorita, y muy bien redactado, ya lo creo que sí. Supongo…, bueno, estoy seguro de que el señor Dunball…

Entonces se oyó un crujido como si alguna sólida construcción de madera estuviese poco a poco partiéndose por la mitad. Era el propio señor Dunball que salía con dificultades del habitáculo de la sucursal bancaria para ir a examinar el anuncio.

Lo leyó con mucha atención siguiendo cada línea con el dedo índice, y luego con cautela y delicadeza dejó el cartón en el mostrador. Si afirmo que ni el señor Dunball ni su dependiente estaban muy seguros del significado de «Roscio de la escena inglesa», ni qué rama concreta de la sabiduría humana pretendía enseñar el señor Wray por medio de la «elocución», no estaré cometiendo ninguna injusticia con patrón y empleado.

—Así que quiere que colguemos esto en el escaparate, que…, en el escaparate, señorita —preguntó el señor Dunball, quien iba a decir «querida», pero algo en el aire y la actitud de la joven lo detuvo.

—Si no es ninguna molestia, señor.

—¿Le importa que le pregunte su nombre y de dónde es?

—Me llamo Annie Wray, y el último lugar en que residimos fue Stratford-upon-Avon.

—Ah, vaya… Y el señor Wray da clases de… elocución… por media corona, ¿no?

—Mi abuelo solo quiere que los habitantes de esta ciudad sepan que puede enseñar a quienes lo deseen a hablar o leer con buena expresión y la debida pronunciación.

El señor Dunball quedó bastante desconcertado por el modo franco y sereno en que la pequeña Annie Wray le contestó a él, director de sucursal bancaria, farmacéutico y autoridad municipal. Cogió de nuevo el anuncio y se fue a leerlo por segunda vez en el solemne aislamiento monetario del establecimiento de atrás. El joven dependiente lo siguió.

—Creo que son personas respetables, señor —le susurró—. Ayer pasaba yo por allí al tiempo que el anciano caballero entraba en el número 12. El viento le levantó la capa por un lado y vi que llevaba una gran caja de caudales debajo. Vamos que si lo vi, señor, y bien pesada que parecía.

—¿Una caja de caudales? —exclamó el señor Dunball—. ¿Y qué tiene que ver un hombre que tiene una caja de caudales con la elocución a ocho peniques a la hora? ¿Y si es un estafador?

—No lo creo, señor; ¡fíjese en la señorita! Además, los del número 12 me dijeron que llevaba referencias y pagó una semana de alquiler por adelantado.

—Conque eso hizo… ¿Y está usted seguro de que era una caja de caudales?

—Totalmente seguro, señor, y digo yo que dentro tendría dinero.

—¿De qué sirve una caja de caudales sin dinero? —repuso desdeñosamente el director de la sucursal bancaria—. De todas formas, todo esto es bastante extraño… ¡Espere, que a lo mejor es una apuesta! Sé de caballeros que han hecho cosas muy raras por una apuesta. O puede que esté chiflado… En fin, a ella se la ve buena chica, y no creo que vaya a pasar nada porque colguemos este anuncio. En cualquier caso, ya haré indagaciones sobre ellos.

Después de fruncir el ceño solemnemente al anunciar esa última medida de precaución, el señor Dunball volvió con paso lento a la farmacia. No obstante, no tenía tan mal carácter como se creía y, pese a toda su dignidad y sospechas, se deshizo en muchas más sonrisas de las que pretendía al dirigirse a la pequeña Annie Wray:

—No forma parte de nuestro trabajo, señorita, pero de todos modos lo vamos a poner para hacerle el favor. Supongo que, en el caso de necesitar referencias, nos las podrán suministrar… Sí, claro, por supuesto. Bueno, pues ya está puesto en el escaparate en un lugar bien visible (que puede ver al salir), entre la ristra de emplastos para callos y las cápsulas de adormidera. Le deseo al señor Wray todo lo mejor, aunque no creo que Tidbury sea el lugar más adecuado para venir a dar eso que llaman elocución, ¿verdad?

—Gracias, señor, y buenos días —dijo la pequeña Annie, que se marchó de la tienda tan tranquila como había entrado.

—¡Qué chica más impasible! —comentó el señor Dunball mientras la veía bajar por la calle hacia el número 12.

«¡Y qué guapa también!», pensó el dependiente, el cual también intentaba observarla por el escaparate como su jefe.

—Quiero saber quién es ese señor Wray —dijo el señor Dunball conforme se volvía tras desaparecer Annie—. Y daría lo que fuera por saber qué guarda en la caja de caudales —añadió el banquero farmacéutico mientras se metía pensativo en el receptáculo de caoba de la parte trasera.

Es usted un hombre sabio, señor Dunball, pero no va a resolver esos dos misterios sentado ahí a solas en la garita de su sucursal bancaria. ¿Hay alguien que los pueda resolver? Sí, yo.

¿Quién es el señor Wray? ¿Y qué guarda en la caja de caudales? ¡Acompáñenme al número 12 y véanlo!



II.

Antes de que irrumpamos en casa del señor Wray, tengo que contar algunas cosas de él a sus espaldas, aunque en absoluto con intenciones calumniosas. Voy a usar su anuncio, que ahora cuelga en el escaparate de los señores Dunball y Dark, como base para mi disertación.

El señor Reuben Wray se convirtió, tal y como él lo expresa, en «discípulo del finado y célebre John Kemble» de la siguiente manera. Empezó en la vida siendo tres años aprendiz de un escultor. No sé si sería porque la ocupación de hacer moldes y picar piedra resultó ser demasiado sedentaria para su temperamento, o porque un consejero maligno de su interior, de nombre vanidad, le susurró: «Busca la admiración pública y tendrás el aplauso de todos», pero el hecho es que, en cuanto terminó el periodo de aprendizaje, dejó a su patrón y su localidad natal para unirse a una troupe de cómicos de la legua, o, como él mismo manifestó de modo más grandilocuente, «se subió a los escenarios».

La naturaleza lo había dotado de buenos pulmones, ojos grandes y nariz aguileña, con lo que tenía garantizado el éxito ante el público rural. He de reconocer que sus esfuerzos profesionales apenas bastaban para alimentarlo y vestirlo, pero para consolarse él siempre tenía presente que a la larga terminaría triunfando en los escenarios londinenses. Mientras esperaba que llegase tan deseado acontecimiento, se permitió entre medias un pequeño lujo que suele ser un recurso muy provechoso para jóvenes que pasan dificultades extremas: se casó. Sí, se casó a los diecinueve años más o menos con la encantadora Colombina de la compañía.

Y consiguió una buena esposa. Sé que muchos se negarán a creérselo, pero es la verdad. El único triunfo que compensó el enorme fracaso social que su existencia parecía condenada a representar fue su matrimonio con una Colombina ambulante. Ella, la pobre, siguió después de casada trabajando con tanta dureza como alegría para ganarse el pan; recorría penosamente muchos agotadores kilómetros de ciudad en ciudad al lado de él sin quejarse jamás; alababa las dotes interpretativas de su marido y compartía sus esperanzas; le remendaba la ropa; le perdonaba su mal humor; adulaba al director por el bien de él y arreglaba las riñas en que se metía; en definitiva, y en el mejor y más elevado sentido de la palabra, lo amaba. Permítanme que añada que solo le dio un vástago, una niña, y, considerando el estado de sus recursos económicos, creo que está justificado que incluya esa circunstancia como una consistente prueba adicional de sus excelentes virtudes de mujer casada.

Después de mucha perseverancia y muchas decepciones, finalmente Reuben consiguió unirse a una compañía estable de provincias, la de Tate Wilkinson de York. Tuvo que bajarse mucho de su pedestal dramático original para conseguir convencer al director. De los papeles principales de la tragedia y el melodrama, en la compañía estable de provincias se hundió hasta convertirse en una «utilidad menor», que en la jerga teatral designa a un actor al que se pone a realizar los cometidos dramáticos más pequeños que las necesidades de la obra requieran. Aun así, pese a todo, él siguió esperando la oportunidad que nunca llegaba, y, aun así, la pobre Colombina siguió fielmente esperando con él hasta el final.

Pasó el tiempo, años, y esa oportunidad no llegaba, hasta que Colombina y él se encontraron un día en Londres desamparados y famélicos. Su vida de ese periodo daría de por sí para toda una novela romántica de disponer yo de tiempo y espacio para escribirla; pero he de avanzar todo lo deprisa que pueda a fechas posteriores, con lo que el lector tendrá meramente que conformarse con saber que en el último momento —el último de esperanza y casi el último de vida— Reuben consiguió empleo de actor de la categoría más ínfima en Drury Lane.

Véanlo pues entonces, todavía joven pero con sus ambiciones juveniles frustradas para siempre, recibiendo el sueldo teatral más bajo a cambio del trabajo teatral más bajo; apareciendo en escena de soldado, camarero, lacayo y demás; sin una sola línea de texto, sino tan solo exhibiendo su carcasa consumida por la pobreza, vestido con los atavíos más ajados del viejo vestuario de Drury Lane, uno o dos minutos cada vez a razón de alrededor de un chelín la noche; un hombre abatido en un mundo miserable: el mundo entre bastidores.

John Philip Kemble está actuando en el teatro, y su fama va llegando a su punto álgido. ¡Qué estruendo de aplausos le sigue prácticamente cada vez que sale de escena! ¡Con qué majestuosidad se retira al salón verde según aspira abstraído grandes pellizcos de rapé! ¡Cómo ansían sus pobres hermanos de la farándula, mientras desde los laterales lo miran con reverencia, que se fije en ellos, y cuán pocos lo lograrán! Hay, no obstante, uno de entre esa tribu de desdichados que no le ha pasado desapercibido, aunque todavía no le haya hablado. Ha observado que ese hombre, andrajoso y solitario, siempre está estudiando su forma de actuar desde cualquier posición ventajosa en que el pobre desgraciado se pueda situar en medio de todo el polvo, suciedad, corrientes y confusión de entre bastidores. El señor Kemble también se ha percatado de que, cada vez que representan una obra de Shakespeare, ese desconocido tiene un viejo libro desvencijado en las manos y parece seguir la actuación detenidamente a partir del texto, en lugar de acurrucarse en algún rincón calentito con una pinta de cerveza junto al resto de figurantes. Habiéndose fijado en esas cosas, el señor Kemble tiene intención una y otra vez de hablar con ese hombre, pero una y otra vez se le olvida por completo. Sin embargo, finalmente llega el día en que ese encuentro personal tanto tiempo postergado tiene lugar, y es de este modo.

Van a montar una nueva tragedia; una especialmente mala, por cierto, y eso en los tiempos en que se escribían tragedias especialmente malas. Está ambientada en Escocia, y el señor Kemble está decidido a interpretar su papel llevando el traje tradicional de las Highlands escocesas. La idea de actuar en un drama vistiendo las ropas apropiadas del periodo en que transcurre la obra se considera una innovación tan peligrosa que nadie más se atreve a seguir su ejemplo, por lo que de todos los personajes él es el único que va a llevar ropa de las Highlands en una obra sobre las Highlands. Eso no lo intimida en absoluto. Ha representado a Otelo una o dos noches antes vestido de general del ejército británico, y tiene tan claro que es un absurdo, que está decidido a perseverar y empezar a reformar el vestuario teatral, lo que más tarde llevaría profundamente a cabo.

Llega la noche y empieza la obra. Justo cuando el señor Kemble ha de salir a escena, descubre que no tiene puesto el monedero de piel de cabra, una de las peculiaridades más destacadas del traje tradicional de las Highlands. ¡No hay tiempo para buscarlo! ¡Todo está perdido en su reivindicación de la verosimilitud del vestuario! ¡Va a tener que salir al escenario a la vista de todos vestido solo a medias de hombre de las Highlands! ¡Pero no, no todo está perdido aún! Mientras todos corren frenéticamente de aquí para allá en vano, un hombre le ata a toda prisa algo en la cintura al señor Kemble justo a tiempo. ¡Es el monedero perdido! Y al final Roscio sale a escena hecho todo un hombre de las Highlands de la cabeza a los pies. En su primer mutis, el señor Kemble pregunta por el hombre que ha encontrado el monedero. Es ese figurante pobre en quien ya se había fijado. El gran actor llevaba el monedero en las manos antes de la representación, pero, en un momento de distracción, lo había dejado en una silla en un lugar a oscuras detrás de la concha del apuntador. A su humilde admirador, al que no se le escapaba nada de lo que hacía, tampoco se le escapó eso, y de ahí que fuera el único que encontró el monedero de piel de cabra a tiempo.

—Señor, le quedo infinitamente agradecido —le dice cortésmente el señor Kemble al hombre turbado y ruborizado que tiene delante—. Me ha salvado de aparecer incompleto, y por lo tanto ridículo, ante el público de Drury Lane. Ya me había fijado en usted antes, leyendo mientras espera a salir a escena a nuestro divino Shakespeare, el vínculo poético que nos une a todos por muy grande que sea nuestra distancia profesional. Acepte, señor, este pellizco que le ofrezco, este pellizco de rapé.

Cuando el interprete sin blanca llegó a casa esa noche, ¡qué maravillosa noticia tenía para su mujer! ¡Y qué orgullosa y feliz se puso la pobre Colombina cuando supo que el señor Kemble había ofrecido a Reuben Gray un pellizco de rapé de su propia cajita!

Sin embargo, la amabilidad del actor trágico no se limitó a decir unas palabras agradables y tener un gesto de condescendencia social. Reuben leía a Shakespeare cuando ninguno de sus compañeros ni se habría molestado en mirar el libro, y eso bastaba de por sí para que el señor Kemble se interesase por él. Además, era joven y podría tener dotes que solo había que estimular.

—Le ruego que recite para mí, señor —le pidió el gran John Kemble una noche, deseoso de comprobar lo que su humilde admirador verdaderamente sabía hacer. El resultado del recitado fue inequívoco: el pobre Wray no sabía hacer nada que cientos de sus hermanos no pudieran igualar. En él, el anhelo de convertirse en un gran actor no era más que ambición sin capacidad.

Aun así, algo salió ganando Reuben Wray gracias al monedero de piel de cabra. Unas oportunas palabras de su nuevo protector lo elevaron dos o tres puestos en la compañía, y su sueldo aumentó en proporción. Ahora le daban papeles con algunas líneas de diálogo y, con aún mayor condescendencia, el señor Kemble se las declamaba para que aprendiera en los ensayos, y con toda solemnidad le enseñaba (me temo que más a menudo de broma que en serio) cómo debieran moverse por escena un patriótico soldado romano o el fiel lacayo de un padre desconsolado.

El agradecido Wray siempre aceptaba esas indicaciones con absoluta buena fe, y fue precisamente en virtud de las clases que así recibió —un total de media docena más o menos, a razón de unos dos minutos cada una—, por lo que después se anunció como profesor de elocución y discípulo de John Kemble. Muchos grandes hombres han brillado a las mil maravillas ante el público como alumno de algún otro gran hombre habiendo recibido un suministro de combustible educativo igual de pequeño que el del señor Reuben Wray.

Después de establecer con imparcialidad la relación de nuestro amigo con el señor Kemble, puedo despachar el resto de su anuncio más brevemente. Supongo que lo único que ahora quieren que les explique es cómo llegó a enseñar elocución y cómo le fue.

Pues bien, Reuben se aferró con fuerza al teatro de Drury Lane pese a todas las rivalidades, peleas, desastres y fluctuaciones del gusto del público que acabaron con carreras más importantes que la suya. El teatro se reconstruyó, se quemó y se volvió a reconstruir, y todavía el viejo Wray (como empezaban a llamarlo) seguía formando parte de él, aunque otros se marcharan. Durante ese largo lapso de años monótonos, la muerte y la aflicción se cebaron cruelmente con el hogar del pobre actor. Primero su buena y paciente Colombina murió; luego, tras un considerable intervalo, la única hija de Colombina se casó joven y, ¡ay de mí!, lo hizo con un infame sinvergüenza que después de maltratarla la abandonó. Pronto siguió a su madre a la tumba, dejando una niña, la pequeña Annie de este relato, al cuidado de Reuben. Una de las primeras cosas que su abuelo enseñó a la niña fue a decir que se llamaba Annie Wray. No soportaba oír pronunciar a nadie el apellido del disoluto de su padre, y decidió que ella siempre llevase el suyo.

¡Ay, qué tiempos de congoja fueron para el pobre intérprete! Cuántas noches se sentó en el rincón más oscuro entre bastidores, con su desvencijado volumen de Shakespeare en las manos —la única posesión que jamás había empeñado—, mientras las lágrimas le caían por las mejillas hundidas y maquilladas de pensar en la querida y perdida Colombina y en su hija. Cuán a menudo esas lágrimas permanecían bien grandes en sus ojos conforme marchaba por el escenario a la cabeza de un supuesto ejército, o iba renqueando a entregar la sempiterna carta al sempiterno dandi de una alta comedia. ¿Comedia, digo? Si la gente de delante de las luces, que se reían a carcajadas de las ocurrencias del distinguido y vivo caballero de la obra, hubieran visto cómo se sentía por dentro el desdichado lacayo anciano que le llevaba el chocolate y los periódicos, ni todo el ingenio del mundo habría salvado a la comedia de ser llorada como la tragedia más conmovedora jamás escrita.

Pero tenía que llegar la hora —aunque fue mucho después de esto— en que cesara la relación de Reuben con el teatro. Como si el destino hubiese unido irónicamente la suerte escénica del gran actor y el pequeño, el año de la retirada del señor Kemble de las tablas fue el mismo del despido del señor Wray de ellas.

Hacía ya algún tiempo que estaba muy mayor para ser de utilidad, y, además, el mundo teatral en que se había criado estaba cambiando sin que él pudiese cambiar también. Un hombre de baja estatura y ardientes ojos negros, llamado Edmund Kean, había llegado de provincias y resplandecía como un cometa entre la espesa neblina convencional de la escena inglesa. A partir de ese momento, la nueva escuela empezó a subir y la vieja a hundirse; y Reuben también se hundió junto con otros átomos insignificantes por ese vórtice. Al final de la temporada, le informaron de que ya no precisaban de sus servicios.

Fue entonces, al encontrarse de nuevo triste y desamparado en el mundo, casi tanto como al llegar a Londres con la pobre Colombina, cuando se le ocurrió lo de probar con las clases de elocución. Disponía de una pequeña cantidad de dinero con la que empezar, que habían reunido para él sus compañeros más ricos al dejar el teatro. ¿Por qué no iba a poder ganarse la vida de profesor de elocución en provincias, del mismo modo que lo hacían algunos de sus colegas de mayor importancia en Londres? La necesidad le susurró que no lo dudara y lo intentase, y él, que tenía una nieta a la que mantener, lo intentó.

Su método de enseñanza era extremadamente sencillo. Tenía un remedio para corregir las deficiencias de toda clase que impartía: el remedio Kemble. Había observado al señor Kemble año tras año hasta conocerse cada centímetro de él y, por así decirlo, aprendérselo de memoria. ¿Que un alumno quería caminar por el escenario de la manera apropiada? A enseñarle el modo de andar del señor Kemble. ¿Que un político en alza quería convertirse en un excelente orador? A enseñarle las gesticulaciones de Kemble al interpretar a Bruto, y lo mismo con respecto a las necesidades estrictamente vocales. ¿Que el caballero número 1 quería aprender el arte de leer en voz alta? A enseñarle las cadencias de Kemble. ¿Que el caballero número 2 se sentía pobre de pronunciación? A enseñarle a pronunciar vocales, consonantes y sílabas difíciles de decir tal y como Kemble las pronunciaba en el escenario. ¿Y de qué libro aprendían? ¿Con qué manual iban a mejorar por igual los clérigos y oradores, los aspirantes a la fama dramática, las señoritas de expresión oral sin gracia y los jóvenes de dicción incorrecta? De Shakespeare; todos y cada uno de Shakespeare. Wray no conocía ningún otro; para él, la literatura era Shakespeare. Su mayor vanagloria era haberse aprendido a Shakespeare de memoria. Todo lo que sabía, cada recuerdo tierno y adorable, cada pequeño honor que había conseguido en su pobre y limitada esfera, del modo que fuese guardaban indefectiblemente alguna relación con William Shakespeare.

¿Y por qué no? ¿Qué es Shakespeare sino un gran sol que brilla sobre la humanidad, y sobre las cabezas grandes y pequeñas por igual? ¿No han penetrado los rayos de esa potente luz en muchos lugares pobres y humildes para bien? ¿Por qué sorprendernos entonces de que cayeran, agradables y estimulantes, incluso sobre Reuben Wray? Así que, hiciera bien o mal, con Shakespeare de libro de texto y el señor Kemble de modelo, nuestro amigo, ya a la vejez, invadió valientemente la Inglaterra de provincias como profesor de elocución y todas sus destrezas complementarias. Y, lo que es más increíble, aunque de vez en cuando hubieran de pasar algunas privaciones terribles, consiguió que su nieta y él pudiesen vivir de la elocución (o de lo que hacía pasar por tal ante sus discípulos).

No puedo decir que oradores ni clérigos le pidieran ansiosamente que en la más estricta confidencialidad les mejorase su técnica (véase el anuncio) a nueve peniques la hora; ni que jóvenes damas buscaran expresarse con elegancia o los jóvenes caballeros aprender las normas de la dicción (véase de nuevo el anuncio) a partir de su experimentada lengua. No obstante, le iba bien de otros modos. A veces lo contrataban para instruir a los muchachos de una escuela rural para el día de entrega de premios. A veces requerían sus servicios para que evitase que actores aficionados de provincias asesinaran los diálogos por completo y no se empujaran continuamente en el escenario. Esto último en ocasiones le proporcionaba buen empleo, sobre todo con sociedades estables de aficionados para quienes sus condiciones laborales eran bastante baratas y sus conocimientos de la disciplina teatral de una utilidad inestimable.

Sin embargo, oportunidades como esas no eran nada en comparación con las que obtenía cuando lo contrataban de vez en cuando para supervisar toda las complicaciones del montaje de una representación teatral privada en alguna casa solariega. Entonces se encontraba con una generosidad mucho mayor de lo que jamás se había atrevido a esperar; entonces era seguro que la carta del señor Kemble —el último legado de amabilidad hacia él del gran actor— en la que daba fe de su honradez y conocimientos generales del arte escénico tendría un efecto prodigioso. La pequeña Annie, otro miembro de la familia al que presentaré más tarde y él vivían meses de las ganancias de esas representaciones teatrales privadas; pues los jóvenes actores, en medio de toda la diversión, hallaban tiempo para compadecerse del pobre y anciano actor retirado y de admirar a su atractiva nieta, por lo que le pagaban por sus servicios con una generosidad que excedía al menos en cinco veces lo que él se habría aventurado a pedir.

Y así, yendo de ciudad en ciudad, en ocasiones abatido por el fracaso y otras más animado por gozar de cierta prosperidad, llegó de Stratford-upon-Avon, cuando el presente siglo era unos veinticinco años más joven que ahora, a Tidbury-on-the-Marsh a probar suerte con la elocución; a enseñar a los setenta años a expresarse con elegancia, cuando a él ya le faltaban la mitad de los dientes. ¿Triunfará? Por mi parte, espero que sí. Hay algo en el espectáculo de este pobre anciano que, aunque profundamente maltratado por el mundo, todavía sigue luchando para ganarse el pan y el de la nieta a la que quiere más que a su vida, y que, aunque él mismo sea un vestigio de tiempos pasados, se esfuerza por adaptarse a una nueva era para la que él ya está acabado y que apenas oye su débil voz de otros tiempos salvo para reírse; como digo, sin duda hay algo en todo eso que impide albergar cualquier idea de ridículo, sino que ha de instar a la compasión y la buena voluntad.

Pero ya está bien de hablar del señor Reuben Wray. Vayamos de inmediato a conocerlo —sin olvidarnos de su misteriosa caja de caudales— al número 12.



III.

Todo lo del desayuno está puesto en la salita del alojamiento de Reuben. Obsérvese que esta salita no la ha alquilado nuestro amigo; jamás ha tenido semejante lujo doméstico en la vida. Al estar desocupada, se la ha cedido su casera, enormemente impresionada por la sofisticación trágica del modo de expresarse de su nuevo inquilino. Todo lo del desayuno, repito, está puesto. Tres tazas, pan, media libra de mantequilla salada, un poco de azúcar húmeda en un platillo y una tetera negra de barro cocido con el pitorro roto: tales son los suntuosos preparativos que tientan al señor Wray y a su familia a bajar a las nueve de la mañana, y, sin embargo, ¡no aparece nadie!

¡Ah, escuchen! Se oye un crujido de botas que parece que bajan de alguna buhardilla de la casa por lo lejano que se siente al principio. Los pesados pasos se perciben cada vez más cerca hasta que se detienen en la puerta de la salita para anunciar la aparición de… ¿el señor Wray, claro está? Pues no; no vamos a tener esa suerte, y hasta empiezo a dudar que lleguemos a conocerlo en persona. El individuo en cuestión ni siquiera está emparentado con él y, sin embargo, forma parte de la familia; y, como ha sido el primero en bajar, ciertamente se merece que le dediquemos de inmediato nuestra atención.

Mide más de un metro ochenta, es proporcionalmente fuerte y robusto y parece tener unos treinta años. Su modo de andar no podría ser más extraño, sus rasgos son grandes y discordantes, tiene la cara picada de viruela y da la impresión de que el pelo que le queda en la cabeza —no mucho— le crece en todo tipo de direcciones opuestas a la vez. No sé nada de su persona que pueda ensalzar salvo su expresión, tan jovial, sincera e incluso inocente que compensa todo lo demás. Los ojos le brillan tanto de honradez y bondad, que lo deslumbran a uno y le impiden observar su tosca nariz y su boca y barbilla desiguales hasta el punto de apenas saber si es o no feo. En cierto sentido, algunos hombres son feos aunque tengan las facciones del Apolo de Belvedere, mientras que otros son apuestos aunque tengan rasgos que parezcan de caricatura. Nuestro nuevo conocido pertenece a estos últimos. Permítanme que les presente: aquí el estimado lector, aquí Julio César. Esperen, no se sorprendan del nombre clásico, que ya se lo explico todo.

La historia del señor Martin Blunt, alias Julio César, es en buena medida la del señor Reuben Wray. Al igual que él, Blunt empezó en la vida en una compañía itinerante, pero no de actor, sino de carpintero, apagavelas, portero y chico para todo. En una ocasión en que la compañía tenía el ambicioso empeño de llevar a cabo la terrible profanación de representar el Julio César de Shakespeare, el actor que iba a interpretar al emperador se puso enfermo. No había nadie para sustituirlo, pues todos los demás miembros de la compañía ya tenían papel en la obra, así que, desesperados, recurrieron a Martin Blunt. Era lo bastante grande para pasar por héroe romano, y con eso se apañaban.

Primero le cortaron todo el diálogo que les fue posible y luego le metieron el resto como pudieron en la renuente sesera; le sujetaron al pobre muchacho una sábana blanca alrededor del cuerpo a modo de toga, le pusieron una porra en la mano y una perilla en la barbilla y sin ninguna piedad lo lanzaron a escena. Su interpretación fue recibida con enormes carcajadas, pero él consiguió salir adelante y, tras ser asesinado como correspondía, al caer se dio un golpe que hizo que se sacudiera todo el escenario, lo que le granjeó una gran ovación solo para él.

Nunca lo olvidó. Fue su primera y última aparición teatral, y, en su inocencia, siempre alardeaba de ella como su momento de mayor distinción. Cuando al final fue a parar a Londres y, por ser verdaderamente muy buen carpintero, lo contrataron en Drury Lane, sus compañeros de trabajo se las arreglaron para sacarle enseguida la historia de su única representación, con lo que quedó marcado por ella de por vida. Se convirtió en el blanco de todas las bromas y le pusieron el mote de Julio César. Así lo llamaban todos, y yo me limito a seguir esa costumbre en estas páginas. Si a alguien no le gusta el apodo, que tenga la bondad de llamarlo como mejor le plazca; él es tan jovial que en modo alguno se ofenderá por eso. Veamos cómo conoció al viejo Wray.

Nuestro joven y robusto carpintero empezó a trabajar en Drury Lane justo cuando la carrera de Reuben tocaba allí a su fin. Una noche, alrededor de una semana antes del estreno de una nueva pantomima, parte de la pesada maquinaria empezó a tambalearse al tiempo que Wray pasaba junto a ella, y le habría caído encima de no ser por Julio César (¡no me acostumbro a decirle Blunt!), quien, a riesgo de herirse las extremidades, sujetó la masa que se desmoronaba y, con un tremendo esfuerzo, la detuvo hasta que el anciano se apartó renqueando y estuvo a salvo. Eso llevó al agradecimiento, la amistad y la intimidad. De algún modo Wray y su salvador parecían entenderse muy bien, pese a la diferencia de edad y carácter. Al final, cuando Reuben empezó a enseñar elocución en provincias, el carpintero lo siguió en calidad de protector, ayudante, sirviente o lo que ustedes quieran.

Julio César tenía un motivo en especial para participar de lo que deparara la suerte al viejo Wray, lo cual se verá en cuanto la pequeña Annie entre en la salita. Por torpe que pudiera ser, nunca suponía una molestia. Era de utilidad y provecho de muchos modos distintos. Repartía folletos solicitando clientela para el señor Wray; construía el escenario cuando a este le salía alguna representación privada; se metía a trabajar de oficial de carpintero cuando les fallaban todos los demás recursos y, de hecho, estaba dispuesto a hacer lo que fuera, desde exigir el pago de una deuda a limpiar zapatos. Ya podía su señor ponerse todo lo quejoso que quisiera a veces y tratarlo como a un niño en sus ocasionales arrebatos de ira, que él nunca le contestaba ni parecía malhumorado. Las únicas cosas que no había manera de que hiciese eran que se abstuviera de tirar sin darse cuenta todo lo que tuviese cerca, y que perfeccionase el movimiento de brazos y piernas de acuerdo con el método del finado señor Kemble.

Volvamos a la salita y el desayuno. Julio César, el de las botas que crujían, entró en la habitación con un pequeño costurero en una mano (que había estado haciendo en secreto algún tiempo) y un pañuelo de cuello de muselina nuevo en la otra. Era el cumpleaños de Annie. El costurero era un regalo; el pañuelo, lo que los franceses llamarían un homenaje a la celebración.

Lo primero que hizo fue que se le cayó el costurero y lo recogió corriendo; lo segundo, ir al espejo (no había ninguno en su cuarto de la buhardilla) e intentar ponerse el pañuelo nuevo. Solo había conseguido atárselo a medias, sin tener ni idea de hacerse el lazo, cuando se oyeron unos pasos ligeros en la estera de fuera y entró Annie.

—¡Julio César delante de un espejo! ¡Dios Santo, qué le pasará! —exclamó la joven riendo muy divertida.

Qué lozana, radiante y guapa se la veía cuando fue hasta él y, diciéndole que se estuviese quieto, en un instante le ató el pañuelo poniéndose de puntillas.

—Hale, ya está. ¿Y ahora qué tienes que decirme por mi cumpleaños?

—Tengo un costurero, y me alegro mucho de que sea tu cumpleaños —responde Julio César, tan confuso por lo repentino del anudado del pañuelo que no sabe muy bien de lo que habla.

—¡Qué maravilla de costurero! ¡Qué amable de tu parte! Lo voy a cuidar muchísimo. En fin, supongo que, después de esto, te tengo que decir que me des un beso.

Y, poniéndose de nuevo de puntillas, le ofreció la mejilla lozana y sonrosada para que se la besase, con una mezcla tan bonita de timidez, gratitud y pícara diversión, que lamento decir que Julio César sintió la tentación de arrodillarse allí mismo y adorarla.

Antes de que el recatado lector tenga tiempo de considerar que todo esto es muy indecoroso, tal vez sea mejor que explique que Annie Wray le había prometido a Martin Blunt (ahora sí que lo llamo por su verdadero nombre por lo serio del asunto) que algún día sería su esposa. Ella cumplía todas sus promesas, pero les puedo asegurar que estaba especialmente decidida a cumplir esta.

¡Imposible!, exclama mi estimada lectora. Con lo guapa que es, podría aspirar a mucho más que un pobre carpintero; además, ¿cómo se va a fijar en un sujeto grandullón, torpe y patoso, que, por mucho que diga usted de su expresión, es feo?

Podría contestarle, señora, que nuestra pequeña Annie había mirado bastante más allá de la superficie al elegir marido, y había encontrado ciertas cualidades de corazón y disposición en este pobre carpintero que la llevaban a quererlo —sí, a quererlo—, y a respetarlo y admirarlo también. Pero prefiero contestarle con una pregunta: ¿no ha conocido nunca a otras de su sexo, mujeres jóvenes, encantadoras, románticas y magníficas, que han dejado estupefacto a todo su círculo de familiares y amigos al casarse con hombres particularmente bajitos, achaparrados, prácticos y de mediana edad, y encima mostrando todos los síntomas de tenerles mucho afecto? Me figuro que habrá visto usted casos como estos que le nombro, y, cuando me los pueda explicar a mi entera satisfacción, yo estaré encantado de explicarle ese anómalo compromiso de la pequeña Annie a la suya.

Entretanto, no estará de más que cuente que este peculiar romance solo le había sido insinuado en una ocasión al señor Wray. De inmediato el anciano montó en cólera y amenazó con tomar medidas extremas y contundentes si seguían pensando en eso. Solo y desprovisto de cualquier otro lazo, sentía con respecto a su nieta esos celos de que otros pudieran quererla que, de todas las debilidades y en casos como el suyo, son los más perdonables y los más puros. Si un duque hubiera pedido a Annie en matrimonio, dudo mucho que el señor Wray hubiese aceptado, salvo con la condición de que viviesen todos juntos.

Dadas las circunstancias, nunca volvieron a mencionar el compromiso. Annie le dijo a su enamorado que debían esperar, ser pacientes y seguir como hermanos hasta que llegaran tiempos y oportunidades mejores. Y Julio César la escuchó y la obedeció a pies juntillas. Era como un gran perro fiel con su pequeña prometida; la amaba, la vigilaba, la protegía con todo su corazón y sus fuerzas, pidiendo solo a cambio que le concediese el privilegio de satisfacer hasta su más ínfimo deseo.

Bien, pues ese beso sobre el que he hecho tan largo inciso afortunadamente ya había terminado cuando fuera se oyeron otros pasos, la puerta se abrió y… ¡sí, al fin lo tenemos aquí en persona! ¡Entra el señor Reuben Wray!

La edad lo ha encorvado y, aunque trata de disimularlo, no lo consigue. Tiene las mejillas hundidas y el rostro surcado de arrugas, lo que no es solo obra del tiempo, sino también del sufrimiento. Aun así, el anciano sigue teniendo la cabeza ágil y mucho ánimo. Su mirada no ha perdido toda su vivacidad, ni su sonrisa su calor. ¡He aquí el verdadero modo de andar de Kemble y su verdadero porte! ¡He aquí la grandiosidad y corrección trágicos que el desafortunado Julio César contempla a diario, pero no consigue imitar ni por asomo! Observen de nuevo sus ropas. Raídas como están (y me temo que remendadas por algunas partes), no tienen ni una mota de polvo, y el poco pelo que le queda en la cabeza lo lleva tan bien peinado como si contara con los rizos del propio Absalón. No, por mucho que las desgracias, las decepciones, las penas y las penurias sin miramientos lo hayan atacado despiadadamente durante más de medio siglo, todavía no han acabado con el anciano. A los setenta años, continúa de pie en el cuadrilátero de la vida, muy castigado por todas partes (como dicen los pugilistas), pero decidido a ganar la pelea.

—Muchas felicidades, cariño mío —dice el viejo Reuben acercándose a Annie y dándole un beso—. Es el vigésimo cumpleaños tuyo que vivo para ver. Doy gracias a Dios.

—Mire qué regalo, abuelo —dice la joven enseñándole orgullosa el costurero—. ¿Se imagina quién lo ha hecho?

—¡Eres un buen hombre, Julio César! —exclama el señor Wray adivinándolo directamente—. Buenos días, dame la mano. —Y en voz más baja pregunta a Annie —: ¿Ha roto algo desde que se ha levantado?

—¡No!

—Me alegro. Julio César, permíteme que te ofrezca un pellizco de rapé.

Y se sacó la cajita al estilo de Kemble. Tenía su actitud propia y su actitud Kemble. La primera solo aparecía cuando algo le agradaba o afectaba mucho, mientras que la segunda era para las ocasiones corrientes en que tenía tiempo de recordar que era profesor de elocución y discípulo del Roscio inglés.

—Gracias, señor, mu amable —dijo el satisfecho carpintero alargando con cuidado dos grandes dedos hacia la cajita que el otro le ofrecía.

—¡Detente! —exclamó el viejo Wray retirándola de pronto. Siempre sermoneaba a Julio César sobre cuestiones de elocución cuando no tenía nadie más a quien enseñar para no perder práctica—. Detente, que así no puede ser. En primer lugar, eso de «gracias, señor, muy amable», aunque lo digas de buen talante, es poco elegante y grosero. «Le quedo muy agradecido, señor» es lo correcto, y, por supuesto, ¡nada de decir ese mu en vez de muy! ¡Y recuerda que lo que te estoy diciendo el señor Kemble se lo dijo una vez al Príncipe Regente! La siguiente indicación que te he de dar es que no cojas nunca el pellizco de rapé con la mano derecha, sino siempre con la izquierda. ¿Quieres saber por qué?

—Sí, por favor, señor —contestó su discípulo que tanto lo admiraba muy humildemente.

—«Sí, si tiene la amabilidad, señor» habría estado mejor, pero lo dejaremos pasar como un fallo menor. Y ahora te voy a explicar por qué por medio de una anécdota. Un día estaba Matthews imitando al señor Kemble en su cara en Penruddock, en la gran escena en que se detiene a tomar un pellizco de rapé. «Muy bien, Matthews, muy parecido a mí —le dice el señor Kemble con displicencia al terminar—, pero has cometido un gran error». ¿Qué error?, exclama Matthews con acritud. «Amigo mío, no me has representado tomando rapé como un caballero, que es lo que yo siempre hago. Al imitar mi Penruddock, has cogido el pellizco con la mano derecha, mientras que yo uso la izquierda, como invariablemente hace un caballero, porque así siempre tiene la derecha limpia de tabaco para dársela a un amigo». ¿Ves? Que no se te olvide, y ahora ya puedes coger el rapé.

A continuación, el señor Wray se volvió para hablar a Annie, pero al instante su voz quedó ahogada por una absoluta explosión de estornudos lanzados a gritos por el desdichado Julio César, al que el rapé había convulsionado los nervios nasales. Después de decidir mentalmente que nunca volvería a ofrecerle la cajita a su fiel seguidor, el viejo Reuben desistió de decir lo que pretendía hasta que estuvieran sentados tranquilamente a la mesa para desayunar, y entonces volvió a la carga con renovada determinación:

—Annie, querida mía, tú y yo hemos leído mucho juntos a nuestro divino Shakespeare, como el señor Kemble siempre lo llamaba. Como eres mi alumna permanente, a estas alturas tendrías que ser capaz de citar de memoria casi tanto como yo. Te voy a poner a prueba con algo nuevo: imagínate que te hubiese ofrecido a ti el pellizco de rapé (que desde luego el señor Julio César nunca volverá a tener otro, eso se lo puedo prometer); ¿qué versos de Shakespeare habrías dicho que fuesen aplicables a eso? Venga, piénsalo.

—Pero, abuelo, si el rapé no se había inventado en tiempos de Shakespeare, ¿no? —repuso Annie.

—Eso da igual —replicó el anciano—. Shakespeare es para todos los tiempos; se le podrá citar en relación con todo lo que suceda en el mundo mientras el mundo exista. ¿Que no puedes citar nada de él sobre el rapé? Yo sí. Escucha. Si me dices: «Te ofrezco un pellizco de rapé», yo te contesto de Cimbelino (acto IV, escena 2): «Pisiano, voy a probar tu droga». ¿Ves? ¿A que sirve? ¿Qué es el rapé sino una droga para la nariz? Encaja perfectamente, como todo lo del divino Shakespeare cuando uno se lo sabe de memoria como yo, ¿verdad, mi pequeña Annie? Y ahora pásame más azúcar; ojalá lo pudiéramos tener en terrones para ti, querida mía, pero me temo que solo nos lo podemos permitir húmedo. ¿Ha venido alguien esta mañana por el anuncio? ¿Tenemos algún alumno nuevo, eh?

No, no había alumnos; de momento ni un solo hombre, mujer o niño a los que enseñar elocución. Pero al señor Wray eso no lo abatió en absoluto; estaba convencido de que aparecería un alumno en el transcurso del día y con eso le bastaba. Su pequeño juego de palabras tomado de Shakespeare acerca del rapé lo había puesto de excelente humor. Siguió haciendo citas, hablando de elocución y comiendo tostadas con mantequilla con la misma rapidez y alegría que si todo Tidbury se hubiera juntado para formar una enorme clase para él con la intención de pagarle en efectivo al término de cada lección.

Sin embargo, después de que retiraran todo lo del desayuno, de pronto pareció que el anciano recordaba algo que le hizo cambiar de actitud por completo. En un primer momento estuvo azorado, luego callado y por último cogió el volumen de Shakespeare y empezó a leerlo con ostentosa aplicación como si quisiera dejar claro que nadie debía molestarlo.

Al mismo tiempo, un observador perspicaz podría haber advertido que el señor Julio César le hacía diversas señales y muecas toscas a Annie, que al parecer la joven entendió, pero a las que no sabía cómo contestar. Finalmente, haciendo un esfuerzo como si se armara de mucho valor, dijo:

—Abuelo, no se habrá olvidado de su promesa…

No hubo respuesta del señor Wray, probablemente tan absorto en su Shakespeare que no la había oído.

—Abuelo —repitió Annie en voz más alta—, nos prometió que el día de mi cumpleaños nos explicaría cierto misterio.

Esa vez al señor Wray no le quedó más remedio que oírla. Levantó la vista con expresión de gran perplejidad.

—Sí, querida, lo prometí, pero casi preferiría no haberlo hecho. Es peligroso explicar ese misterio, pequeña Annie, mira lo que te digo. ¿Y a qué viene tanta curiosidad?

—No creo que me pueda acusar de exceso de curiosidad, abuelo, ni tampoco a Julio César, porque queramos saberlo —alegó Annie—. Recuerde que solo llevábamos tres días en Stratford-upon-Avon cuando llegó usted con aspecto de estar muy asustado y dijo que nos teníamos que ir de inmediato. Nos mandó hacer el equipaje y nos marchamos a toda prisa como si fuéramos presos que escapaban en lugar de personas honradas.

—Sí, eso hicimos —gruñó apesadumbrado el viejo Reuben, que ya empezaba a adoptar cierto aire de culpabilidad.

—Y por mucho que se lo rogamos —prosiguió Annie—, no quiso decirnos ni una palabra de lo que pasaba. Y cuando después de irnos de Stratford le preguntamos por qué no soltaba nunca esa vieja caja de caudales, en la que yo guardaba antes mis chismes, tampoco nos lo quiso decir y nos ordenó que nunca se lo volviésemos a nombrar. Solo en uno de sus momentos de buen humor conseguí que nos prometiera que nos lo explicaría todo en mi siguiente cumpleaños; para celebrarlo, dijo. A nosotros se nos puede confiar cualquier secreto, y no creo que sea mucha curiosidad querer saber esto.

—Muy bien —dijo el señor Wray levantándose con una especie de calma desesperada—; lo prometí y, pase lo que pase, voy a cumplir mi promesa. Esperad, que vuelvo enseguida.

Y salió de la habitación a toda prisa. Volvió al momento con la caja de caudales. «Vaya cosa más abollada y estropeada para tanto misterio», pensó Annie mientras él dejaba la caja en la mesa y ponía con solemnidad las manos encima.

—Ahora bien —dijo el viejo Wray con su tono trágico más profundo y mirada muy grave—, dadme vuestra palabra de honor, los dos, de que nunca diréis bajo ningún concepto a nadie ni una palabra de lo que os voy a contar, y me da igual lo que pueda pasar: ¡bajo ningún concepto!

Annie y su enamorado se lo prometieron al instante y muy en serio. Empezaban a ponerse un poco nerviosos por esos preparativos tan minuciosos para la revelación que se avecinaba.

—¡Cerrad la puerta! —los conminó el señor Wray con un susurro teatral—. Y ahora sentaos cerca y escuchad. Voy a explicar el misterio.



IV.

-Supongo —dijo el viejo Reuben— que no habréis olvidado ninguno que, al segundo día de nuestra estancia en Stratford, fui a cenar a casa de un amigo íntimo al que conocía desde pequeño y que vivía a cierta distancia de la ciudad…

—¿Cómo nos vamos a olvidar de eso? —exclamó Annie—. Ni creo que jamás lo olvidemos, con el miedo que pasé por usted todo el tiempo que estuvo fuera.

—¿Miedo por qué, Annie? —preguntó el señor Wray con aspereza—. ¿Es que te pensabas que…?

—No sé lo que me pensaba, abuelo, pero me pareció que el que saliera solo y fuese a pasar la noche en casa de su amigo, como nos dijo que iba a hacer, era muy extraño. ¡Figúrese que era la primera vez que dormíamos bajo techos distintos!

—Me avergüenza reconocer, querida mía —contestó el señor Wray, quien de pronto pareció muy intranquilo de aspecto y habla—, que en esa ocasión fui un hipócrita e incluso algo peor. Te engañé. No fui a cenar con ningún amigo, ni pasé la noche en casa de nadie.

—¡Abuelo! —gritó alarmada Annie poniéndose en pie de un salto—. ¿Qué me está diciendo?

—Perdone, señor —intervino Julio César poniéndose muy rojo y cerrando lentamente sus enormes puños conforme hablaba—, perdóneme, pero, si esa noche alguien se metió con usted o se burló, dígame dónde los puedo encontrar.

—Nadie me trató mal —dijo el anciano en tono firme e incluso solemne—. Esa noche la pasé junto a la tumba de William Shakespeare en la iglesia de Stratfordupon-Avon.

Annie cayó en su asiento y perdió el resplandor de semblante en un momento. El encomiable carpintero dio tal respingo que rompió el travesaño de la silla. Fue una variación de sus habituales actos de ese tipo, que por lo general se limitaban a tazas, platillos y copas de vino.

El señor Wray no prestó atención al accidente, lo que de por sí indicaba que algo le preocupaba mucho. Tras un breve silencio, siguió hablando, olvidándose por completo de la actitud y elocuencia de Kemble:

—Os repito que pasé toda esa noche en la iglesia de Stratford, y vais a saber por qué. Por la mañana tú fuiste conmigo a la iglesia, Annie; era martes…, sí, martes por la mañana, a ver el busto de Shakespeare. Lo miraste, como tanta otra gente, como una mera curiosidad; yo lo miré como el mayor tesoro del mundo; ¡el único retrato auténtico de Shakespeare! Sé que se hizo a partir de una máscara que le pusieron en el rostro después de muerto, y me da igual lo que pueda decir la gente, que yo lo sé. Bien, pues, mientras volvíamos a casa, me sentía como si hubiera visto al propio Shakespeare resucitar de entre los muertos. La gente se reiría de mí si me oyese, pero es verdad: eso es lo que sentía. Y de pronto, rápidamente, como una repentina punzada de dolor, pensé que esa cabeza de Shakespeare tenía que ser mía; mi posesión, mi compañera, mi gran tesoro que no se podría pagar con dinero. ¡Y la tengo! ¡Aquí! ¡El único molde del busto de Stratford está guardado en esta caja de caudales!

Hizo una pausa. La estupefacción mantenía a sus oyentes en silencio.

—Como ambos sabéis —continuó—, fui aprendiz de un escultor. Entre otras cosas, me enseñó a hacer moldes; era parte del trabajo, la más fácil. Sabía que podía hacer un molde del busto de Stratford si tenía valor suficiente, y lo tuve; ese martes lo tuve. Fui a comprar yeso, jabón líquido y un cuenco de litro, que son los materiales que empleé, y los metí en una vieja bolsa de lona. Aparte de eso, solo me hacía falta agua, y por la mañana vi que en la sacristía había una jarra que supongo que estaría del domingo para uso del clérigo. Llevaba la bolsa bajo la capa sin problemas; lo único que me preocupaba era cómo entrar en la iglesia de nuevo sin levantar sospechas. Mientras lo pensaba, pasé por delante de la puerta de la posada. Había unas cuantas personas en los escalones hablando con otros de la calle; estaban quedando para ir todos juntos a ver el busto y la tumba de Shakespeare esa misma tarde. Eso me venía muy bien; decidí que entraría con ellos en la iglesia.

—¿Y que se quedaría allí toda la noche, abuelo?

—Sí, y que me quedaría allí toda la noche, Annie. Hacer un molde no lleva mucho, pero quería hacer el mío sin que nadie me viera, y a primera hora de la mañana, antes de que la gente se levantara, era el único momento seguro en la iglesia. Además, tenía que disponer de mucho tiempo, ya que no estaba seguro de que lo fuera a conseguir a la primera después de tantos años sin hacer moldes. Pero ahora os contaré cómo lo hice cuando llegue a eso. El caso es que me inventé la historia de que iba a cenar y dormir en casa de un amigo porque no sabía lo que podría ocurrir y porque… en definitiva, porque no quería contaros mis intenciones. Fui a escondidas hasta cerca de la iglesia y esperé a que apareciese el grupo de visitantes. Llegaron ya tarde y entonces entramos todos juntos, yo con la bolsa escondida debajo de la capa. Por suerte el hombre que nos había enseñado la iglesia por la mañana no estaba, ya que era una anciana la que se encargaba de su cometido por la tarde. Esperé a que los otros estuviesen todos congregados alrededor de la tumba de Shakespeare, dándole la lata a la pobre mujer con preguntas estúpidas sobre él. Era el momento: me metí con cautela en la sacristía, abrí el armario y me escondí entre los sobrepellices sin hacer ningún ruido. Al cabo de un rato, oí que uno de los del grupo de la iglesia (gente muy grosera y escandalosa) preguntaba a otro qué había sido del carca de la capa, y el otro contestó que debía de haber tenido la inteligencia de irse y que mejor que ellos también lo hicieran, porque en esa iglesia hacía mucho frío y era muy aburrida. Así que se marcharon, oí que cerraban las puertas y me quedé encerrado allí toda la noche.

—¡Toda la noche encerrado en una iglesia! ¡Ay, abuelo, qué miedo debió de pasar!

—Bueno, Annie, tenía un poco de miedo, pero más por lo que iba a hacer que por estar allí solo. Pero deja que os siga contando. Como era otoño, oscureció enseguida después de que esa gente se fuera; ya no podía dedicarme a lo mío entonces, así que me armé de valor para esperar hasta la mañana. Lo primero que hice fue ir con sigilo a observar el busto; decidí que podía sacar el molde en unas tres o cuatro piezas. Lo único que quería era lo que se llama una máscara: solo la frente y la cara, sin la cabeza. Es fácil sacar una máscara de un busto; sabía que podía hacerlo, pero, por lo que fuese, en ese momento no me sentía muy tranquilo. El busto empezó a sobrecogerme, estando allí a solas en la iglesia según oscurecía. Era casi como si estuviese viendo el fantasma de Shakespeare en ese lugar y en ese instante. De no haber estado cerrada con llave la puerta, creo que habría salido corriendo de la iglesia, pero no podía, así que me arrodillé y besé la lápida (en ese momento tuve la curiosa idea de que era como darle las buenas noches a Shakespeare), y después volví a tientas a la sacristía. Después de entrar y cerrar la puerta que se interponía entre la tumba y yo, os aseguro que recuperé parte del valor y pensé: «No estoy haciendo nada malo; no voy a dañar el busto; solo quiero lo que un inglés y viejo actor tiene derecho a codiciar: una copia del rostro de Shakespeare; no pasa nada porque cene aquí un poco, rece mis oraciones como siempre y me eche un sueñecito…». Y, justo cuando lo estaba pensando, sonó con estruendo el reloj dando la hora. Casi me caigo al suelo, pese a lo osado que me sentía un momento antes. Tuve que esperar hasta que todo volvió a quedar en silencio para calmarme y poder sacarme del bolsillo los pedazos de pan y queso que llevaba. Sin embargo, no podía comer de impaciente que estaba porque llegara la mañana, así que me senté en la butaca del párroco a ver si podía dormir.

—¿Y pudo, abuelo?

—No, tampoco podía, al menos al principio. Ya estaba muy oscuro, y empezaba a entrarme frío y a volverme la congoja. Lo único que se me ocurrió para animarme fue decir mis oraciones y después recitar a Shakespeare. Y a eso me dediqué, Annie, como un jabato: recité una obra tras otra excepto las tragedias, que me daban miedo estando solo de noche en una iglesia. En fin, creo que iba por la mitad del Sueño de una noche de verano, susurrando un diálogo tras otro, cuando me fui quedando adormilado hasta dormirme del todo, aunque muy inquieto, y entonces ¡vaya sueño tuve! Soñé que la iglesia estaba bañada de luz de luna, más brillante que la que jamás haya visto despierto. Salí de la sacristía y vi a las hadas del Sueño de una noche de verano, todas como chispas de luz plateada, bailando alrededor del busto de Shakespeare. En cuanto se percataron de mí, me llamaron con sus dulces voces de ruiseñor: «Ven, Reuben, taimado Reuben, que sabemos por qué estás aquí y no nos importa en absoluto. Tú amas a Shakespeare como nosotras; ¡baila, Reuben, y sé feliz! A Shakespeare le gustan los viejos actores; él también fue actor, y nadie nos ve. ¡Divirtámonos esta noche! ¡Venga, viejo Reuben, que no se diga, a bailar!». Y bailamos como locos, tanto en el aire como en el suelo, y todos alrededor del busto al menos quinientas mil veces sin parar hasta que… ¡otra vez sonó el reloj! Y me desperté en la oscuridad empapado en sudor frío.

—Lo mismo que me pasa a mí —dijo Julio César entrecortadamente mientras se secaba la frente con ganas con un pañuelo de algodón hecho jirones.

—Bueno, pues después de ese sueño volví a ponerme a recitar, y volví a amodorrarme y a tener otro sueño; este horrible, con fantasmas y brujas, pero no lo recuerdo tan bien. Me desperté de nuevo, con mucho frío y muy alarmado por si había seguido durmiendo cuando ya despuntaba la valiosa luz del día. No, todavía era de noche. Salí otra vez a la iglesia y me volví a meter en la sacristía, ya que no era capaz de estarme allí. Haría eso una docena de veces sin saber por qué. Finalmente, sin que me volviese a dormir en ningún momento, logré resistir toda la noche como pude, esa noche que no parecía que fuese a terminar nunca. Nada más amanecer, empecé a caminar arriba y abajo de la iglesia rápidamente para entrar en calor, lo cual estuve haciendo bastante rato. Luego, cuando vi por las ventanas que el sol ascendía, abrí al fin la bolsa y me preparé para el trabajo. Os aseguro que me temblaban las manos y se me nublaba la vista (creo que tenía lágrimas en los ojos, pero no sé por qué), mientras impregnaba toda la piedra de jabón para evitar que el yeso que iba a poner se le pegara. Entonces mezclé el yeso y el agua en el cuenco, con cuidado de que no se formaran grumos, y me di cuenta de que lo hacía con la misma naturalidad que si hubiese dejado el negocio del escultor el día anterior. Después…, pero no vale la pena que te explique lo que no entiendes, pequeña Annie. Será mejor que lo resuma en que hice el molde en cuatro partes como tenía pensado, dos para la parte superior de la cara y otras dos para la inferior. Luego puse la cobertura exterior de escayola para sujetarlo todo y tiré hasta sacar limpio el molde. Miré y comprobé que tenía una máscara de Shakespeare tomada del busto de Stratford.

—¡Ay, abuelo, cuánto se debió de alegrar!

—No, y eso es lo raro. En un primer momento me sentí como si hubiera robado un banco o las joyas de la Corona, o como si hubiese encendido un cebo de pólvora para volar todo Londres. ¡Era como si hubiera hecho algo así! ¡Algo tan terriblemente osado y desesperado! Sin embargo, un poco después me sobrevino una especie de dicha frenética; me daban ganas de ponerme a gritar y cantar a voz en cuello. A continuación, me entró una impaciencia febril por vaciar el molde enseguida y ver si la mascara salía sin mácula. Contener esa impaciencia mía fue lo que más me costó desde que estaba en la iglesia.

—Pero, señor, ¿cuándo salió de allí por fin? Cuéntenos eso, por favor —le pidió Julio César.

—No pude hasta después de que el reloj diera las doce, cuando ya me había comido todo el pan y el queso —contestó el señor Wray en tono bastante lastimero—. Cuánto me alegré al oír al fin desde la sacristía, en la que acababa de entrar un instante antes, que se abría la puerta de la iglesia. Era la misma mujer que había estado enseñando el busto de Shakespeare la tarde anterior. Aguardé el momento oportuno y salí a la iglesia, pero ella se giró de repente cuando estaba a mitad de camino y se me acercó. En la vida me había asustado por una anciana, pero vamos que si esa me asustó. «¡Ah, conque otra vez aquí! —dijo—. ¡Venga, que ya está bien! Ayer por la tarde se marchó de extranjis sin pagar nada, y ahora se cuela en cuanto abro la puerta. ¿Pero no le da vergüenza ser tan tacaño a su edad?». Nunca había pagado nada con verdadero gusto, Annie, hasta que le di un poco de dinero a esa anciana para que se callara. Y tampoco recuerdo que hubiese intentado correr desde que había dejado los escenarios (donde corríamos mucho sobre todo en las escenas de batallas), pero el caso es que eché a correr en cuanto estuve fuera de la iglesia y casi no paré en todo el camino a casa.

—Por eso se le veía tan cansado cuando llegó, abuelo —dijo Annie—, y entonces no supimos a qué atribuirlo.

—En fin —continuó el anciano—, tan pronto como pude separarme de vosotros tras mi regreso, me encerré en mi cuarto, saqué el molde a toda prisa de la bolsa y lo vacié enseguida. ¡Qué molde más hermoso, más perfecto! Nunca había hecho uno mejor cuando era aprendiz, Annie. Me senté en el borde de la cama a contemplar a Shakespeare, a mi Shakespeare, por el que tantos peligros había corrido y que había hecho con mis propias manos: tan blanco, puro y hermoso aun recién salido del molde. Pese a ser tan viejo, fue lo único que pude hacer para no ponerme a bailar de alegría.

—Y, sin embargo, abuelo —le reprochó Annie—, se guardó toda esa alegría para usted sin compartirla conmigo.

—Estuvo muy mal, cariño mío, que no te contase nada, y ahora me arrepiento. Pero, a fin de cuentas, esa alegría me duró muy poco: solo unas pocas horas de esa tarde. No sé si recordarás que fui a la carnicería a comprarme algo para cenar; algo que me apeteciera y que me hiciese sentirme a gusto antes de acostarme esa noche (y ni os podíais imaginar las ganas que tenía de meterme en la cama esa noche). Bien, pues cuando entré en la carnicería, había varias personas que ¿de qué creéis que estaban hablando? Es que hasta me entran temblores al recordarlo ahora. ¡Estaban hablando de que alguien había hecho un molde (de forma ilegal, figuraos) del busto de Stratford!

Al instante Annie volvió a palidecer al oír eso. En cuanto a Julio César, por más que no dijo nada, era evidente que estaba padeciendo un segundo ataque de ese sudor frío empático que ya había sufrido antes. Usaba el pañuelo de algodón más que nunca.

—El carnicero estaba hablando cuando entré —prosiguió el señor Wray—. «Pos quien haiga sido y se lo llevó —decía (y ay qué mal hablaba, Annie)—, eso no se sabe aún, pero mañana seguro que ya lo sabrá el ayuntamiento y lo cogerán». «Ah — intervino un hombrecillo sucio que iba de negro—, uséase que lo meterán en chirona por meterse en la iglesia a por un molde». Y se rieron; sí, se rieron de una broma tan infame. Entonces otro hombre preguntó cómo se había descubierto. «Unos dicen — contestó el carnicero— que alguno lo vio de chiripa por la ventana haciéndolo, y otros dicen que los únicos que saben quién es son los de la iglesia, pero que no quieren decir nada hasta que lo atrapen». «Bueno —dijo una mujer con un cesto que esperaba a que la despacharan—, ¿y cómo lo van a atrapar? (Póngame dos chuletas cuando pueda, por favor). Eh, ¿cómo lo van a atrapar?». «Calma, que le digo yo que lo van a atrapar —dijo el hombre de la broma zafia—. En primer lugar, han puesto volantes ofreciendo una recompensa por él; en segundo lugar, van a interrogar a la gente que enseña la iglesia; en tercer lugar…». «¡Ya está bien de tanto lugar — exclamó la mujer—, que yo lo que quiero son mis chuletas!». «Aquí las tiene, señora —dijo el carnicero cortándolas—, y mire lo que le digo, yo lo que opino de esto es que a quien haya sido lo deportarán en un santiamén». «No pueden —dijo el hombre sucio—; solo pueden meterlo en la cárcel». «Y de por vida, ¿no?», dijo la mujer según se marchaba con las chuletas. «Sea tan amable de ponerme un par de riñones, por favor», pedí yo, porque me temblaban las piernas y ya no lo soportaba más.

—Entonces ¿pensaba que sospechaban de usted, abuelo?

—Pensaba todo lo peor, Annie. Aun así, compré los riñones y me fui de allí sin que nadie me lo impidiera, mientras se quedaban hablando del asunto. De camino a casa vi el volante, ¡el mismísimo volante! Diez libras de recompensa por atrapar a quien había hecho el molde. Lo leí dos veces en una especie de trance aterrorizado. Me quitarían la máscara y me meterían en prisión, eso si no me deportaban: vaya panorama para que me entraran ganas de comerme los riñones. Solo podía hacer una cosa: marcharme de Stratford mientras aún pudiera. La diligencia nocturna salía esa misma noche con destino directo a este lugar, lo bastante lejos para estar a salvo. Nos quedaba algún dinero de aquella última representación privada en la que fueron tan generosos con nosotros. En resumen, que te dije que hicieras el equipaje, Annie, como has recordado antes, y cogimos a tiempo la diligencia sin que yo me atreviera a contaros mi secreto y sintiéndome fatal todo el viaje. Pero dejemos eso; aquí estamos, sanos y salvos, y aquí está mi rostro de Shakespeare, mi diamante de valor incalculable, sano y salvo también. Os lo voy a enseñar; los dos vais a contemplar la máscara, y luego espero que aceptéis que ya sabéis tanto como yo del misterio.

—Pero ¿y el molde? —preguntó Annie—. ¿Es que no tiene también el molde?

—¡Dios me ampare! —exclamó el señor Wray golpeando desesperado con ambas manos la tapa de la caja de caudales—. ¡Entre el miedo que tenía y las prisas por huir, se me olvidó! ¡Se quedó en Stratford!

—¡Se quedó en Stratford! —repitió Annie con una vaga sensación de consternación que no habría sabido explicar.

—Sí, dentro de la bolsa de lona, que metí detrás de los volúmenes del Registro anual del casero que había en el estante de arriba del armario de mi cuarto. Se me olvidó por completo de tanto pensar en que ni a la máscara ni a mí nos pasara nada. Pero no te asustes tanto, Annie. No creo que los de allí lo encuentren, y en el caso de que lo hicieran, no sabrían lo que era y lo tirarían. Tengo la máscara y eso es lo único que quiero; el molde ya no tiene ninguna importancia; ¡es la máscara la que tiene toda la importancia del mundo para mí!

—Aun así, no puedo remediar que me dé miedo, abuelo y, aunque no sabría explicar por qué, desearía que se hubiera traído usted el molde.

—Te da miedo que los de Stratford vengan aquí a por mí, Annie, eso es lo que te asusta. Pero con que Julio César y tú no le contáis el secreto a nadie, y sé que no lo vais a contar, no hay nada que temer. A mí no me van a volver a ver por Stratford, ni a vosotros tampoco; y aunque los propios encargados de la iglesia encontraran el molde, con eso no sabrían adónde me había ido yo, ¿verdad? Venga, pequeña Annie, tontita, levanta la vista. Levántala y contempla el gran espectáculo que te voy a mostrar, y que nadie más de Inglaterra puede: ¡la máscara, la máscara de Shakespeare!

Se le sonrojaron las mejillas mientras, con temblor de dedos, se sacaba una llave del bolsillo y la metía en la cerradura de la vieja caja de caudales. Julio César, sin aliento del asombro y suspense, se juntó las manos a la espalda para asegurarse de que no rompía nada esa vez. Hasta Annie se contagió de la emoción triunfal y el deleite del anciano y respiró más deprisa de lo acostumbrado cuando oyó que se abría la cerradura.

—¡Helo aquí! —exclamó el señor Wray levantando la tapa—. ¡He aquí el rostro de William Shakespeare! ¡He aquí el tesoro que los más grandes lores de este país no poseen, una copia del busto de Stratford! Mirad esta frente; ¿quién tiene una así hoy en día? Mirad sus ojos, mirad su nariz. ¡No solo fue el hombre más excelso que jamás haya existido, sino también el más apuesto! ¿Quién dice que su cara no era como esta, plasmada tal cual después de morir? ¿Quién se atreve a afirmarlo? Fijaos en la boca, que se le descuelga abierta: ahí tenéis una prueba. Fijaos en la mejilla de debajo del ojo derecho; ¿no le veis cierta parálisis del músculo, lo que no se aprecia en el otro lado?: otra prueba. ¡Ay, Annie, Annie, este es el mismísimo rostro que en su momento contempló, vivo y radiante, este pobre mundo nuestro! ¡He aquí el hombre que me ha consolado, que me ha formado, que ha hecho de mí lo que soy! ¡He aquí su imagen, la preciada reliquia terrenal de ese grandísimo espíritu que ahora se solaza con los ángeles celestiales y canta entre los más melodiosos de todos!

Le falló la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas. De pie, miraba la máscara con un arrobamiento y sensación de triunfo que no se podía expresar con palabras. En tales momentos, hasta a través de ese pobre y magro rostro resplandecía el espíritu inmortal de la belleza que nunca muere; hasta en ese viejo y débil cuerpo mortal se reivindicaba externamente el destino divino de toda la humanidad.

Seguían reunidos en silencio alrededor del vaciado de Shakespeare cuando llamaron con fuerza a la puerta de la sala. Al instante el anciano Reuben bajó la tapa de la caja de caudales y la cerró con llave, y, con la misma premura y sin esperar a que le dieran permiso, entró un desconocido.

Vestía un largo sobretodo, llevaba una bufanda roja al cuello y sujetaba en la mano una gorra muy vieja y fea de piel de gato. Tenía la cara muy sucia, los ojos muy inquisitivos, las patillas muy pobladas y la voz decididamente muy bronca, pese a sus esfuerzos por dulcificarla cuando habló.

—Señorita y caballeros, mil perdones —dijo el recién llegado—, ¿el señor Wray? Entretanto, recorría la habitación con la mirada fijándose en todo y en todos hasta que de pronto se percató de la caja de caudales

—Yo soy el señor Wray, señor —contestó nuestro anciano amigo, bastante asustado, pero recuperando la actitud y elocución de Kemble como por arte de magia.

Mu bien —dijo el desconocido—, entonces, mil perdones de nuevo y ¿sería tan amable de darme una tarjeta con sus condiciones? Es para un joven caballero que requiere sus servicios, señor Wray, sabe usted —añadió con un susurro conforme se acercaba al anciano y, como sin darse cuenta, apoyaba una mano en la caja de caudales.

—¡Quite la mano de ahí, señor! —bramó el señor Wray muy airado, pero con voz temblorosa. Al mismo tiempo, Julio César se adelantó un paso o dos cerrando los puños a medias. Probablemente el hombre de la gorra de piel de gato nunca hubiese estado tan a punto de que lo derribaran de un golpe. Tal vez se lo sospechara, porque rápidamente retiró la mano de la caja.

—Ha sido sin querer, señor —dijo a modo de explicación—, que no me dao cuenta y na más. Pero ¿será tan amable de darme la tarjeta? El joven caballero que la quiere sa enterao de su anuncio y, como resulta que no va mu bien de pronunciación y se le da fatal lo de leer en voz alta, pues le gustaría mejorar con eso que da usted con discreción a oradores y clérigos a nueve peniques la hora. Él se pondrá en contacto con usted en secreto, señor Wray, y bien que tendrá que trabajar con él para sacarle punta; pero hágame el favor de darme la tarjeta y el número de la casa, que le prometí que se los conseguiría hoy.

—Aquí tiene una tarjeta, señor, y ya me ocuparé yo de mejorar la capacidad de expresión de ese caballero por muy mala que sea —dijo el señor Wray muy aliviado al saber lo que llevaba a ese hombre allí.

—Buenos días, señorita y caballeros —se despidió este poniéndose la gorra de piel de gato—. Hoy sabrá usted del joven, y sobre todo no se olvide de guardar el secreto, señor.

Hizo un guiñó y se marchó.

—Y yo que creía que era un cazarrecompensas de Stratford —murmuró el señor Wray al cerrarse la puerta—, y resulta que solo venía en nombre de un nuevo alumno. ¡Veis, os dije que hoy tendríamos un nuevo alumno, os lo dije!

—Pero qué enviado más raro ha elegido el joven caballero, abuelo… —comentó Annie.

—El pobre es como es, querida, y a nosotros lo mismo nos da con tal de que nos reporte dinero. ¿Habéis visto ya bien la máscara, o queréis que abra otra vez la caja?

—Creo que por hoy está bien, abuelo. Pero, dígame, ¿por qué la guarda en esta vieja caja?

—Porque no tengo nada más donde quepa y que se pueda cerrar con llave. Lamento haber sacado tus «chismes», como los llamas, querida mía, pero no tenía ninguna otra cosa. ¡Espera, que se me ha ocurrido algo! Que Julio César me haga una caja para la máscara, y así te podré devolver esta.

—No la quiero, abuelo, y mejor que ninguno la tuviéramos. Al llevar encima una caja de caudales, habrá quien se crea que guardamos dinero dentro.

—¿Dinero? ¿Que la gente se va a creer que tengo dinero? ¡Ay, Annie, qué cosas dices, mi niña, qué chiste más bueno!

Y el anciano se echó a reír con ganas mientras se iba rápidamente a devolver la preciada máscara a su cuarto.

—Le vas a hacer la caja nueva, ¿verdad, Julio César? —preguntó Annie con mucho interés en cuanto su abuelo salió de la habitación.

—Hoy mismo consigo la madera —contestó el carpintero—, y mañana tendré una caja como… como…

Se le daban mal las comparaciones, así que se detuvo tras el segundo «como».

—Hazla deprisa, querido, muy deprisa —le pidió la joven muy preocupada—, y así podremos tirar esa caja vieja. Si desde el principio el abuelo nos hubiera dicho para qué la quería, no habría sido necesario que la usara, porque tú le podrías haber hecho una de antemano. En fin, ahora lo mismo da; tú hazla deprisa.

¡Oh, tú, Julio César, obedece fielmente a tu pequeña prometida en eso como en todas sus demás instrucciones, que no sabes si hará falta pronto esa caja nueva ni todo el daño que aún pueda evitar!




V.

Tal vez empiecen ustedes a cansarse de tres personajes tan sencillos y hogareños como el señor y la señorita Wray y el señor Julio César, el carpintero. Lo cierto es que tengo mis fuertes sospechas de que estén deseando recibir cierto estimulante literario en forma de villano. Pues se van a tomar el estimulante, y además con destilación doble, ya que en este capítulo tengo dos villanos para ustedes.

Ahora bien, créanme cuando les digo que, después de que conozcan a sus nuevos compañeros, estarán encantados de volver con el señor Wray y su familia.

A unos cinco kilómetros de Tidbury-on-the-Marsh hay una aldea llamada Little London, a veces conocida popularmente como «el pozo del infierno» en alusión a las gentes que lo frecuentan. Es un lugar sucio formado por una docena de casitas medio en ruinas y una taberna, y habitado por rufianes, depravadas y niños mugrientos. Se supone que tan agradable población obtiene principalmente el sustento de su implicación en la caza furtiva y los pequeños robos que tienen lugar en su tierra natal. En pocas palabras, Little London tiene mal aspecto, huele mal y es mal lugar; en toda Inglaterra no encontrarán una aldea más inmunda en medio de un paisaje más bonito.

Lo que nos interesa es la taberna. «Los Alegres Labradores» reza el cartel, y la dueña es Judith Grimes, viuda. Cuanto menos contemos de la señora Grimes, mejor; lo que pudiéramos decir de ella no sería propio del tenor de estas páginas. A la madre de la señora Grimes, que roza los ochenta años, también la podemos relegar a un clemente olvido; pues a la edad de su hija era, si es que eso es posible, la peor de las dos. Con su hijo, el señor Benjamin Grimes, no me inclino a ser tan compasivo por tratarse de un varón. Si afirmo que era en todos los sentidos un perfecto ejemplar de sinvergüenza de provincias, estaré siendo culpable, de acuerdo con una máxima profunda y razonable de nuestra ley, de decir una gran difamación, ya que estaré repitiendo una gran verdad.

Ustedes conocen bien a ese tipo de hombre. Han visto a menudo al sujeto grandote, de espesas cejas y tez cetrina que holgazanea en las esquinas de los pueblos con una paja en la boca y una porra en la mano. Tal vez le hayan preguntado por dónde ir a algún sitio y les haya contestado con un gruñido y una petición de dinero; o hayan oído hablar de él por su implicación en la cobarde agresión a su policía rural; o por una pelea mortífera con el guardabosques de un amigo de ustedes; o por un caso feo de delito común que le tocó a otro amigo suyo, el magistrado. Quienquiera que haya estado en el campo conoce a ese hombre, la mácula inextirpable de todo su vecindario, tan bien como yo.

Hacia las ocho de la tarde del mismo día en que el señor Wray hizo su revelación, la anciana señora Grimes —o como la solían llamar, Madre Grimes— estaba sentada en su butaca de la sala privada de «Los Alegres Labradores» decidiendo si irse a acostar. Sus pensamientos al respecto necesitaban de cierta aceleración que le proporcionó su diligente hijo, el señor Benjamin Grimes.

—Venga, vieja, ¿por qué no te vas arriba? —le preguntó el destacado pueblerino.

—Sí, ya voy, Ben… Con cuidado, Judy… Ya voy… —farfulló la anciana después de que entrara la señora Grimes, hija, para llevársela con muy pocos miramientos.

—Ojito que no entre nadie aquí esta noche —gritó Benjamin a su hermana cuando salían—, que va a venir Dick el Colega —añadió con un susurro cargado de misterio.

Una vez que se quedó solo a aguardar a Dick el Colega, la espera se le hizo bastante larga al señor Grimes. Primero miró por la ventana; se veían unas cuantas casitas y campos y más allá un bosque en pendiente; era un escenario muy corriente de por sí, pero la pureza celestial de la brillante luz de luna le otorgaba en ese momento una belleza inusual. Dicha belleza no pareció ser del gusto del señor Grimes, ya que enseguida se apartó de la ventana. Ensimismado, fijó sus ojos grises, hundidos y siniestros en la pared de enfrente, en la que solo encontró cuatro grabados coloreados en los que se representaba la historia del hijo pródigo. Los había visto cientos de veces con anterioridad, pero los volvió a observar por mera costumbre.

En el primero de la serie, el hijo pródigo vestía un traje de etiqueta de un rojo brillante y se estaba montando a caballo (por el lado equivocado), mientras su padre, también de traje de etiqueta rojo brillante, le ayudaba con una mano y con la otra señalaba desconsolado un camino de color queso que conducía directamente de las patas delanteras del caballo a una lejana ciudad del horizonte formada en su totalidad por torres. En la segunda lámina, el señorito pródigo estaba dándose un festín entre dos refinadas damas, todos con copas doradas de vino, al tiempo que a su lado un acompañante libertino aparecía despatarrado en el suelo en estado de borrachera cataléptica. En la tercera, el hijo pródigo estaba tumbado boca arriba con la levita roja rasgada, a través de la cual se le veía la piel amoratada; le faltaba una de las medias, una tormenta rugía sobre su cabeza y tenía una puerca blanca a cada lado, una de ellas al parecer comiéndole la pantorrilla. En la cuarta…

Justo cuando el señor Grimes llegó a la cuarta lámina, oyó que fuera silbaban una melodía y fue a la ventana. Era Dick el Colega, o, en otras palabras, el hombre de la gorra de piel de gato que había honrado al señor Wray visitándolo por la mañana.

El comportamiento de Dick el Colega al entrar en la sala tuvo el mérito de ser muy original como muestra de modales. Se fijó en el señor Grimes lo mismo que si no hubiera estado presente; acercó una silla a la chimenea; puso los pies sobre las placas; se sacó una tarjeta del bolsillo del sobretodo y luego se permitió un largo, continuado y empalagoso ataque de risa, cuidadosamente modulado en lo que los músicos llamarían tono menor.

—¿De qué te ríes de ese modo? —le preguntó Grimes.

—Tú primero trae ponche caliente (eh, y el mío con dos terrones de azúcar), y te lo cuento en un periquete, Benjamin —dijo Dick el Colega sin dejar de reírse conforme hablaba.

Mientras Benjamin va a por el ponche, tenemos tiempo para algunas explicaciones.

Posiblemente recuerden que el joven dependiente de los señores Dunball y Dark vio al señor Wray entrando con la caja de caudales en el número 12. La misma ráfaga de viento que, al apartar la capa del viejo Reuben, reveló lo que llevaba debajo al dependiente, mostró lo mismo y a la vez al señor Grimes, que dio la casualidad de que holgazaneaba por la Calle Mayor en ese momento. Como no sabía nada de la máscara ni del misterio relacionado con ella, cabía esperar que Benjamin considerase que la caja de caudales era para guardar dinero en metálico; como también era normal, tratándose de él, que ansiase ardientemente hacerse con ese dinero y se lo comunicara a Dick el Colega.

Y lo hizo por esta razón: pese a lo mucho que ambicionaba ser un granuja de primera, el señor Grimes no poseía la suficiente astucia ni habilidad, como tampoco había recibido de joven la educación londinense necesaria para ocupar tan elevado puesto. Robar aves de corral, por ejemplo, era lo que le iba a Benjamin, pero robar una caja de caudales de una casa con todo bien cerrado y atrancado en medio de una gran ciudad, era un logro que escapaba a su capacidad; un logro que solo un hombre de su círculo de conocidos podía conseguir, y ese era Dick el Colega, el gran desvalijador de casas de Londres. Ciertos episodios recientes de la vida de este ilustre personaje habían hecho que no fuese muy seguro para él residir en la capital y sus alrededores, por lo que se había retirado a una distancia prudente en provincias eligiendo Tidbury y la campiña adyacente como un campo de acción propicio, y de paso un lugar muy bonito en el que esconderse de la policía de la metrópoli.

—Muy bueno, Benjamin, y no tas pasao de dulce —comentó Dick el Colega al probar el ponche que le llevó Grimes. No era en modo alguno uno de esos despiadados ladrones de casas, salvo que lo provocaran mucho. Había más óleo que aguafuerte en la mezcla de su temperamento. Sus robos eran prodigios de habilidad, astucia y fría determinación. En pocas palabras, robaba vajillas de plata u oro o dinero de las viviendas del mismo modo en que los gatos roban nata de las mesas de desayuno: esperándose al momento oportuno y sin hacer ningún ruido.

—¿Has visto la caja de caudales? —le susurró Grimes con mucho interés.

—Mira esta mano, Benjamin —fue su serena y triunfal respuesta—. Ha estado encima de la caja. Tenías razón: el botín nos espera.

—¿El botín? ¿Y eso qué es?

—A ver, esto es botín —contestó Dick el Colega sacándose media corona del bolsillo y sosteniéndola solemnemente para que Benjamin la inspeccionara—. No llevo encima un billete de cinco libras ni una taza de bautizo, pero los billetes y la plata también son botín. Bien, Grimes, muchacho, ya sabes lo que es un botín, y pronto tendrás el tuyo si tienes los ojos bien abiertos. Si mañana no hace tan buena noche, si no hay tanta luz de luna de esta para regalar, nos haremos con la caja de caudales.

—¡Y la mitad es para mí! Ya lo sabes, Dick el Colega.

—Cierra ese pico y tendrás tu mitad. He ido a ver al viejo y me ha dado su tarjeta de visita con el número de la casa. ¡Ja, ja, ja! ¡El tío me ha dado a mí su tarjeta! ¡Eso es como invitarlo a uno a que le robe, ya lo creo que sí! —Y, con otro ataque de risa, Dick el Colega arrojó victorioso la tarjeta del señor Wray al fuego—. Pero vamos a lo importante, que eso no lo es —prosiguió cuando recobró el aliento—; lo importante es la caja de caudales.

Y, para ser justos con él, ciertamente se ciñó a lo importante, sin apartarse del tema ni un pelo durante media hora entera.

Lo principal de la larga arenga con que obsequió al señor Benjamin Grimes fue en resumen lo siguiente: después de leer el anuncio del anciano, se le ocurrió la forma de entrar en casa del señor Wray sin levantar sospechas; allí vio la caja de caudales con sus propios ojos y, a partir de ciertos indicios, quedó convencido de que había dinero dentro y de que su dueño era un avaro que escondía todas sus ganancias en esa caja, hasta los peniques y soberanos sueltos. A continuación, averiguó quiénes eran los demás inquilinos de la casa y descubrió que la única persona digna de temer del número 12 era nuestro amigo el carpintero. Luego examinó el edificio y vio que se podía acceder a él por la ventana de la sala trasera, que daba al tejado del lavadero. Finalmente, comprobó que los dos vigilantes encargados de custodiar la ciudad llevaban a cabo su cometido yéndose siempre a dormir a las once y dejando que la ciudad se custodiase por sí misma. Era todo muy sencillo; de hecho, demasiado sencillo para cualquiera salvo para un joven principiante.

—Y mira lo que te digo, Benjamin —añadió Dick el Colega para concluir—: nada de violencia. Coge el botín sin montar alharacas y tuyo será seguro. A veces la violencia es tan mala como despertar a toda una calle; la violencia es el último recurso del desvalijador despabilado cuando lo pillan con las manos en la masa. Lo primero de todo, tienes la máscara —dijo sacando una de dominó muy raída—, asinque nadie podrá acusarte de ser tú llevándola puesta. Luego tienes el cachorrillo —añadió sacando una pistola—, para que se estén quietos al verla, y, si con eso no basta, tienes la mordaza y la cuerda —dijo sacándolas también— para las bocas y manos. Nunca aprietes el gatillo a menos que veas a otro a punto de apretar el suyo. Si uno monta follón, que sea por algún motivo. Los más encopetados de nuestro oficio, y que no se te olvide esto, Grimes, muchacho, siempre se hacen con el botín sin problemas, y, cuando no les es posible, se lo toman con resignación. ¡Eso sí que es sabiduría, la sabiduría de la vida!

—Pero ¿es que te vas, tío? —preguntó sorprendido Benjamin cuando el filosófico ladrón se dirigió de pronto hacia la puerta.

—No nos deben ver juntos mañana —le susurró Dick el Colega—. Déjame en paz, que tengo que hacer esta noche; cosas mías. Mañana por la noche a las once estate en el cruce de lo alto del parque. Tú mira bien y me verás.

—Pero ¿y si sigue habiendo tanta luz? —repuso Grimes.

—Bien pensado, Benjamin —dijo el ladrón de casas tras un momento de reflexión—, nos arriesgaremos por mucho que brille la luna. La Calle Mayor de Tidbury no es Bow Street de Londres, asinque nos podemos arriesgar. Con luna o sin luna, Grimes, muchacho, mañana es nuestra noche.

Para entonces ya había salido de la casa, separándose del otro en la puerta. La radiante luz de luna caía de un modo encantador sobre todo, e incluso sobre ellos. ¡Qué pura era! Aún más pura por brillar sobre Benjamin Grimes y Dick el Colega y no mancharse con el contacto.



VI.

El resto del día de cumpleaños de Annie, el señor Wray lo pasó en casa esperando con ansia las prometidas noticias del misterioso nuevo alumno cuya elocución tanta ayuda necesitaba. Aunque no apareció ni escribió, el viejo Reuben siguió empeñado en que iba a ir, y con la misma paciencia todavía lo esperaba a la mañana siguiente.

Annie estaba en la sala con su abuelo haciendo encaje. Había aprendido la técnica para contribuir en la medida de lo posible al sustento de la casa, y a veces sus confecciones le permitían echar unos chelines en las arcas tan poco llenas de la familia. Sus encajes no eran del tipo que la gente distinguida se molestaría en mirar dos veces; solo eran sencillos y bonitos como ella misma, y únicamente se vendían (cuando lo hacían, lo cual, ay, no era muy frecuente) entre señoras de monederos casi tan poco provistos como el suyo propio.

Julio César estaba abajo en la cocina haciendo la importantísima caja (o, en palabras de la irritada casera, «ensuciando toda la casa»). Esta no sentía debilidad por el serrín y las virutas, y casi perdió los estribos cuando el bote de cola invadió el fuego de la cocina. Pero ¡tú sigue trabajando, honrado carpintero, tú a lo tuyo y no le hagas caso! Consigue que la máscara de Shakespeare salga de la vieja caja y pase a la nueva antes de que sea de noche y habrás completado el mejor día de trabajo de tu vida.

En la sala, Annie y su abuelo hablaron mucho del molde de Shakespeare. Si tuviera que dar cuenta de todos los arrobamientos y citas del viejo Reuben en ese tiempo, llenaría todo el espacio que me queda en este pequeño libro. Solo en una ocasión varió la conversación. Fue cuando, para cambiar un poco de tema, Annie preguntó cómo se sacaba el vaciado de escayola del molde, y al instante el señor Wray se fue por las ramas en medio de una nueva cita para explicárselo. Mientras seguía describiendo por segunda vez cómo se mezclaban la escayola y el agua, cómo se dejaba el resultado a «asentar» y cómo se retiraba el molde, la casera, con aire muy acalorado e importante, irrumpió en la habitación exclamando:

—¡Señor Wray, señor Wray, que está aquí el señor Colebatch, de Cropley Court, que sube a verlo! —Tras lo que añadió entre susurros—: Es muy irascible y raro, señor, pero no hay caballero mejor en el mundo…

—Bien, señora, gracias —la interrumpió una voz muy sonora desde fuera—. Me puedo presentar yo, porque me figuro que un viejo autor teatral y un viejo actor no necesitan mucha presentación. ¿Cómo está, señor Wray? Vengo a conocerlo. Encantado, señor.

Antes de que entrara el señor rural, la primera idea del señor Wray había sido que al fin llegaba el joven alumno, pero con la aparición del señor Colebatch descubrió que estaba equivocado. Era un anciano caballero de rostro muy sonrosado, brillantes ojos negros que le destellaban incesantemente y venerable pelo totalmente cano que le crecía por toda la cabeza de punta hasta formar un verdadero bosque. Además, su elocución no precisaba de mejoras, y su expresión proclamaba de inmediato que era la de un caballero; uno muy excéntrico, pero caballero al fin y al cabo.

—Bien, señor Wray —dijo sentándose y abriéndose el abrigo como si fuera un viejo amigo—, tengo costumbre de ir siempre al grano, ya que odio las ceremonias y aburrir a las personas. Me llamo Matthew Colebatch, vivo en Cropley Court, a las afueras de la ciudad, y he venido a verlo porque he discutido por la reputación de usted con el reverendo Daubeny Daker, el párroco de aquí.

El asombro privó al señor Wray de toda facultad de habla mientras oía esa alocución inicial.

—Le cuento lo que ha pasado —continuó el señor rural—. En primer lugar, Daubeny Daker es un fisgón hipócrita, que va a las casitas de los pobres a preguntar qué tienen para cenar y, cuando se lo dicen, levanta la tapa de la cacerola y huele para asegurarse de que le han dicho la verdad. Eso es lo que él llama cumplir con su deber para con los pobres, y lo que yo llamo ser un fisgón hipócrita. Bien, pues Daubeny Daker vio el anuncio de usted en el escaparate de Dunball. Debo decirle, por cierto, que él llama a los teatros casas del demonio y a los actores emisarios de Satanás. Se lo oí en un sermón y desde entonces no he vuelto a su iglesia. Bueno, el caso es que leyó su anuncio y, cuando llegó a la parte de mejorar la técnica de los clérigos a nueve peniques la hora (¡sería demasiado barato mejorar a Daubeny Daker por ese precio!), le entró uno de sus ataques de ira desagradables, despiadados y desdeñosos, entró en la tienda e insistió en que quitaran el cartel por ser un insulto por parte de un actor vagabundo hacia el clero. No se enfade, señor Wray, cálmese, por el amor de Dios, que ya le di yo bien su merecido, se lo aseguro. Bueno ¿y qué cree que hizo ese zopenco gordo de Dunball al oír al párroco? ¡Quitó el cartel del escaparate al instante, como si Daubeny Daker fuera el rey de Tidbury y desobedecerlo estuviese penado con la muerte!

—¡Mi reputación, señor mío! —lo interrumpió Wray.

—Espere, señor Wray, por favor, que le tengo que contar cómo le di su merecido. Media hora después de que hubiesen quitado el cartel, dio la casualidad de que me pasé por la tienda, y Dunball, sonriendo como un idiota, me lo contó todo. «¡Vuélvalo a poner ahora mismo! —le dije—. No pienso consentir que echen por tierra la reputación de ningún hombre quienes no lo conocen». Dunball puso mala cara y vaciló. Yo me saqué el reloj y le dije: «Le doy un minuto para que decida quién le interesa más de cliente, Daubeny Daker o yo». Resulta que soy lo que se llama un hombre rico, señor Wray, así que Dunball se decidió en dos segundos y volvió a poner el anuncio donde estaba antes.

—No tengo palabras para agradecerle su amabilidad, señor —dijo el pobre Reuben.

—Y ahora escuche cómo le di su merecido a Daubeny Daker, escuche. Coincidí con él en una cena esa misma noche. Estaba hablando de usted y de lo que había hecho tan orgulloso como un pavo real. «Lo cierto —dijo al concluir su relato— es que consideré que era mi obligación de clérigo hacer que quitaran el anuncio». «Y yo —intervine— consideré que era mi obligación de caballero hacer que lo volviesen a poner». Entonces empezamos a discutir (sé que me odia porque en su momento escribí una obra de teatro), pero no le voy a repetir lo que dijo para no afligirlo a usted. Todo terminó, después de que lleváramos alrededor de una hora discutiendo acaloradamente, cuando le espeté que su comportamiento al tacharlo a usted de persona de dudosa reputación, sin hacer la menor indagación sobre usted, demostraba una falta de espíritu cristiano, justicia y sentido común. «Puedo aguantar sus cambios de humor, señor Colebatch —me dijo a su modo desagradable y desdeñoso—, pero, permítame que le pregunte, usted que tanto defiende al señor Wray, ¿acaso sabe de él más que yo?». Se pensaba que con eso quedaba zanjada la cuestión, pero le repliqué como una centella: «No, señor, pero le voy a dar a usted ejemplo yendo mañana por la mañana a ver a ese señor para poder juzgar de primera mano». Entonces sí que quedó zanjada la cuestión, y aquí estoy esta mañana para cumplir lo que dije.

—Le demostraré, señor Colebatch, que soy digno del honor de que usted me defienda —dijo el señor Wray con una mezcla de dignidad sin malicia y gratitud viril que le sentaba muy bien—. Tengo una carta del finado señor Kemble…

—¿Qué, de mi viejo amigo John Philip? —exclamó el hacendado—. ¡Veámosla inmediatamente! Él, señor Wray, fue «el romano más noble de todos», como escribió Shakespeare.

¡Ciertamente era un amigo inestimable! ¡Había conocido al señor Kemble y citaba a Shakespeare! El viejo Reuben estuvo a punto de abrazarlo en ese momento, pero, conteniéndose, se limitó a enseñarle la magna carta de Kemble.

El señor Colebatch la leyó y al instante declaró que, como certificado de buenas referencias, superaba con creces a todos los jamás escritos en cualquier campo y establecía la reputación del señor Wray por encima de cualquier difamación.

—¡Esto hunde a Daubeny Daker por completo, señor mío! —Justo cuando lo decía, el anciano caballero se percató de la pequeña Annie, que llevaba todo el rato sentada discretamente en un rincón trabajando en sus encajes. Él apenas había tenido oportunidad de verla llevado por la vehemencia de su discurso de presentación, pero ahora compensó el tiempo perdido con su habitual celeridad—: ¿Y quién es esta joven tan guapa? —preguntó mientras sus brillantes ojos destellaban más que nunca.

—Mi nieta, Annie —contestó el señor Wray con orgullo.

—¡Qué encantadora! ¡Qué bonita se la ve ahí sentada tan tranquila con su encaje! —exclamó el señor Colebatch entusiasmado—. No, no se mueva, Annie, ni se marche. Me gusta mirarla. No le importará que la mire un viejo soltero raro como yo, ¿verdad que no? Siga con su encaje, querida, y el señor Wray y yo seguiremos con nuestra charla.

Esa «charla» completó lo que la carta de Kemble había iniciado. A instancias del otro, el viejo Reuben le contó con toda naturalidad la pequeña historia de su vida como se la contaría un amigo íntimo, y con todo el inigualable patetismo que otorgan la sencillez y la verdad. El tiempo que el señor Colebatch no estuvo contemplando a Annie —que no fue mucho—, lo dedicó a anatemizar a su implacable enemigo, Daubeny Daker, con una serie de violentos improperios; y a prever con inmensa dicha la derrota aplastante que ahora podría infligir a ese reverendo caballero la siguiente vez que se lo encontrara. Después de eso, al señor Wray solo le hacía falta dar un paso más para crecer en la estima del hacendado y que lo considerase el fénix de todos los profesores de oratoria del pasado, el presente y el futuro; y lo dio. Recordaba la producción de la obra del señor Colebatch —una tragedia grandilocuente y sangrienta— en el teatro de Drury Lane, y, lo que era más, él mismo había interpretado a uno de los personajes secundarios.

De inmediato el señor rural lo agarró de la mano. Esa obra, en virtud de la cual se consideraba autor dramático, era su punto débil. Había estado en cartel una única noche muy llena de interrupciones, y luego nunca se había vuelto a oír de ella. El señor Colebatch atribuía esa circunstancia por entero a la falta de verdadera apreciación del público, y ahora, a la vejez, alardeaba de su obra dondequiera que iba, sin hacer el menor caso a cómo había sido recibida. Se afirma a menudo que los padres de niños enfermizos son los padres que más quieren a sus hijos. Eso es a veces, y solo a veces, cierto. No obstante, apliquémoslo a los niños enfermizos de la literatura y directamente se convierte en una norma que nadie en todo el mundo puede refutar planteando ni una sola excepción.

—¡Mi querido señor! —exclamó el señor Colebatch—. ¡El que se acuerde usted de mi obra nos une aún más! Se titulaba (aunque usted lo recordará, por supuesto) La asesina misteriosa. Pardiez, señor, ¿no le vendrán por casualidad a la cabeza las últimas cuatro líneas de la escena de la muerte de la culpable Lindamira? Decían así, señor Wray:

»¡Muerte y granizo de medianoche! ¡Venid todos los horrores a mí!
¡La cordial oscuridad de mi alma os desafía!
Enferma de culpa estoy. ¿Qué me curará? ¡Esto!
(Se clava una daga).
¡Ja, ja! Me siento mucho mejor
(Sonríe débilmente). ¡Tan a gusto! (Muere).
»¡Si eso no es escribir con garra, señor, yo no me llamo Matthew Colebatch! Y, sin embargo, los atontados del público no supieron apreciarlo. ¡Santo cielo! —dijo sacándose el reloj—. ¡Si ya es la una! Tendría que estar en casa; me voy corriendo. Adiós, señor Wray. Me alegro tanto de haberlo conocido que casi me entran ganas de dar las gracias a Daubeny Daker por provocarme la enorme ira que me ha traído aquí. Me recuerda usted mis días de juventud, cuando me metía entre bastidores y cenaba con Kemble y Matthews. Adiós, pequeña Annie. ¡Soy un viejo perverso y tengo intención de besarla algún día! No, no dé un paso más, señor Wray; ni un paso, diantres, o no volveré nunca. Voy a hacer que la gente de Tidbury lo contrate a usted con todo el talento que tiene; son los idiotas más espantosos que hay bajo la bóveda celeste, pero lo van a contratar. Si no hay otra forma, lo pondré a usted a leer mi obra en el Instituto de Mecánica. Haremos que les den escalofríos y que se les ponga el pelo de punta cuando oigan una pequeña tragedia de la vieja escuela. Me despido hasta la próxima, y que Dios lo bendiga.

Y el parlanchín hacendado se marchó con la misma prisa con que había llegado.

—¡Abuelo, qué caballero más agradable! —dijo Annie levantando por primera vez la vista de la almohadilla del encaje.

—¡Qué amabilidad sin precedentes ha tenido conmigo! ¡Qué gusto más perfecto en todo! ¿Lo has oído citar a Shakespeare? —exclamó el viejo Reuben en pleno arrobamiento. Siguieron así alrededor de una hora, deshaciéndose alternativamente en elogios sobre el señor Colebatch. Al cabo de ese tiempo, Annie dejó la labor y fue a la ventana.

—Está lloviendo, y muy fuerte —comentó—. Vaya por Dios, hoy no vamos a poder salir a pasear.

—¡Escucha cómo gime el viento! —dijo el anciano—. Y también hace más frío. Esta noche vamos a tener tormenta, Annie.



¡Las cuatro y el carpintero sigue trabajando en la cocina! Date prisa, Julio César, date prisa, para que podamos sacar la máscara de Shakespeare de la caja de caudales del señor Wray y la metamos bien protegida y acomodada en tu compacto cofre de madera antes de que nadie se vaya a dormir esta noche. ¡Date prisa, hombre, date prisa!



VII.

Por alguna razón de intendencia doméstica que no vale la pena mencionar, en el número 12 comieron ese día mucho más tarde de lo habitual. Eran las cinco cuando se sentaron a la mesa. Su conversación giró por completo en torno al visitante de la mañana. Como el señor Wray no encontrase en su vocabulario propio términos lo bastante selectos para describir al excéntrico señor rural, se sirvió de los de Shakespeare aún más de lo que tenía por costumbre cada vez que hablaba del señor Colebatch. Se las arregló para encontrar algunos parecidos asombrosos con ese excelente caballero (ora en un particular, ora en otro) en cada personaje noble y venerable de todas las obras, sin olvidarse tampoco en una o dos ocasiones de hallar las correspondientes similitudes entre los personajes de peor fama y más taimados y ese vengativo enemigo de todas las obras, actores y teatros que era el reverendo Daubeny Daker. Jamás comentarista profeso alguno de Shakespeare (y es una afirmación muy osada) consiguió distorsionar el formidable significado del bardo con tanta destreza para que encajara con perfecta armonía con sus propias ideas microscópicas, como hizo el señor Wray para proveerse de elogios sobre la bondad y generosidad del señor Matthew Colebatch, de Cropley Court.

Entretanto, el tiempo iba empeorando según avanzaba la tarde. El viento soplaba más fuerte hasta casi convertirse en vendaval y de vez en cuando arrojaba la intensa lluvia contra la ventana con alarmante furia. Prometía ser una de las noches más procelosas, lluviosas y oscuras que tenían en Tidbury desde que comenzase el invierno.

Poco después de recoger la mesa, y tras haber terminado de hablar de momento del señor Colebatch, el viejo Reuben se quedó dormido en su butaca. Era un lujo poco habitual en él que probablemente se debiera a lo tarde que habían comido. Por lo general, el señor Wray comía a las dos y, a continuación, salía a dar su paseo sin hacer el menor caso a las solemne observancia de la digestión. Era pobre y, por lo tanto, no se podía permitir la opulenta distinción de ser dispéptico.

El comportamiento del señor Julio César, el carpintero, cuando apareció de la cocina para ocupar su asiento a la mesa, fue bastante desconcertante. Volcó un salero, se derramó salsa en la camisa y tiró una patata cuando intentaba pasarla en lo que era una distancia de unos diez centímetros de la fuente al plato de Annie. Eso, para empezar, estaba bastante por encima de su media de accidentes de mesa en una comida. Luego, terminada esta, anunció su intención de volverse a la cocina el resto de la tarde en un tono de misterio tan inusitado que a Annie le picó la curiosidad y empezó a interrogarle. ¿Es que no había hecho aún la caja nueva? ¿No? Pero ¡si seguro que podría hacer una caja así en una hora! Sí, claro que podría. Entonces ¿por qué no la había terminado?

—Espera un poco, Annie, y lo sabrás.

Dicho lo cual, se llevó de forma muy enigmática uno de sus grandes dedos sobre un lado de su gran nariz y se fue de la habitación de inmediato. Media hora después, volvió con aspecto muy avergonzado y turbado, y tratando sin éxito de ocultar un enorme emplasto —toda una hogaza de pan caliente con agua— que le decoraba la palma de la mano derecha. Esa vez, Annie insistió en que se explicase.

Resultó que se le había ocurrido la idea de decorar la tapa de la nueva caja con unas toscas tallas suyas en homenaje al señor Wray y la máscara de Shakespeare. Como no tuviera la menor práctica en la difícil artesanía que se proponía realizar, se había clavado una astilla, con lo que la caja estaba en la cocina esperando que le pusieran la cerradura y las bisagras, cuando lo más probable era que la única persona de la casa que podía hacerlo no estuviese en condiciones de volver a manejar un martillo en muchos días. ¡Ay, pobre Julio César! ¡Nunca una atención tan bien intencionada estuvo tan malísimamente encauzada como la tuya! De todos los variopintos accidentes de tu vida en esencia accidentada, esta herida en concreto, que impide que termines la caja nueva esta noche, es el más inoportuno e irreparable.

Cuando llevaron el té, el señor Wray se despertó; y como suele ocurrir con las personas que rara vez se permiten la inocente sensualidad de una siesta después de comer, pasó de inmediato de un estado de extrema somnolencia a otro de extrema vigilia. Para entonces la noche estaba más negra que nunca: la lluvia caía fuerte y espesa y el furioso viento recorría la oscuridad en todo su poderío y esplendor. La tormenta empezó a afectar un poco el ánimo de Annie, lo cual la joven dio a entender a su abuelo cuando este se despertó. El viejo Reuben, con su extraordinaria capacidad de reacción, de inmediato le propuso el remedio: leer una obra de Shakespeare, que era el modo más seguro de que no prestasen atención al mal tiempo; y, sin dejar ni un momento para que Annie pudiera considerar la propuesta, abrió su libro y empezó a leer Macbeth.

Como no solo deleitó a sus oyentes con cada una de las pausas de Kemble y cada infinitésima inflexión de su elocución a lo largo de toda la lectura, sino que también realizó una concienzuda parodia de los efectismos de la señora Siddons en la escena de sonambulismo de lady Macbeth, con la ayuda de un pañuelo de bolsillo blanco atado a la barbilla y una palmatoria esmaltada en la mano, y, como además de esos retrasos especiales y estrictamente dramáticos, demoró aún más el avance de la obra vigilando a Julio César y despertando sin piedad al desventurado carpintero en cuanto se dormía (lo cual, por cierto, ocurría cada diez minutos), a nadie sorprenderá que la lectura de Macbeth no terminase hasta las once. Estaba sonando la hora en la iglesia de Tidbury cuando el señor Wray declamó solemnemente las últimas frases de la tragedia y cerró el libro.

—Ya está —dijo el viejo Reuben—; con esto supongo que te habré quitado el mal tiempo de la cabeza, Annie. Tienes cara de sueño, querida; vete a dormir. Quería hacer unos comentarios sobre la forma correcta de leer la escena de la daga de Macbeth, pero los puedo dejar para mañana por la mañana. No te tengo más tiempo levantada. Buenas noches, cariño mío.

¿Es que el señor Wray no se iba a acostar también? No, nunca había estado tan despierto en la vida; se iba a quedar un rato «a gusto» junto al fuego. ¿Quería que Annie le hiciese compañía? Bajo ningún concepto; de ninguna de las maneras iba a tener levantada a la pobre. ¿Y Julio César? Por supuesto que no, porque seguro que se dormiría enseguida y oírlo roncar, afirmó el señor Wray, era aún peor que oírlo estornudar. Así que los dos jóvenes le dieron las buenas noches al anciano y lo dejaron allí para que se estuviera «a gusto» como quería. Este es el modo en que se preparó para vivir tan opulento rato.

Puso la butaca delante del fuego y luego una silla a cada lado, tras lo que abrió el aparador y sacó la caja de caudales que contenía la máscara de Shakespeare. La depositó sobre una de las sillas y, en la otra, su ejemplar de las obras y la vela. Finalmente se sentó en el centro, cómodo y recogido hasta lo inenarrable, y lentamente aspiró un abundante pellizco de rapé.

—¡Con la que está cayendo fuera —se dijo el viejo Reuben— y lo a gusto y calentito que estoy aquí!

Abrió la caja y, colocándosela sobre las rodillas, contempló la máscara del interior. Poco a poco, la expresión inicial de orgullo y satisfacción de sus ojos fue dando paso a otra fija y ensimismada. Cerró con cuidado la tapa y se reclinó en la butaca; sin embargo, no llegó a echar la llave de la caja de caudales.

Le venían a la cabeza muchos viejos recuerdos, que le había revivido su conversación de esa mañana con el señor Colebatch, y ahora también le evocaban muchas asociaciones personales sobre Shakespeare que siempre guardaban relación con su preciada e inestimable máscara. Tiernas remembranzas hablaban tan lastimera como solemnemente en su interior. La pobre Colombina —perdida, pero nunca olvidada— era de todas esas sombras de recuerdos quien se movía más encantadora y santa por el tenue mundo de sus visiones insomnes. ¡Qué poco consigue la tumba ocultar de nosotros! El amor que empezó antes perdura después. La luz que miraban nuestros ojos cuando brillaba en la tierra al pasar al cielo solo cambia para convertirse en la estrella que guía nuestros recuerdos.

Escuchen, que el reloj de la iglesia da los cuartos; cada campanada suena con la furia fantasmagórica de todos los tonos de carillones cuando se oyen en medio del fragor de una tormenta, pero ahora no sobresaltan al viejo Reuben. Está muy lejos, en otros escenarios, volviendo a vivir otros tiempos. Dan las doce y entonces, al sonar el largo repique de medianoche de la campana del reloj, él se despabila y lo oye.

El fuego se ha reducido a un pálido punto rojo; Reuben se siente helado e, incorporándose en la butaca mientras bosteza, intenta tomar la decisión de levantarse y subir a acostarse. Su expresión está empezando a volverse totalmente lánguida y cansada cuando de pronto cambia. Mira de nuevo con atención, cierra con fuerza la boca y las mejillas le palidecen, todo en un instante: está alerta. Le da la impresión de que, al sonar las ráfagas más fuertes de viento, o al chocar la lluvia con más fuerza contra la ventana, oye un sonido muy débil y curioso, que a veces parece un chirrido y otras unos golpecitos. Mas no sabe en qué parte de la casa pueda ser, y ni siquiera si es dentro o fuera. En los momentos más tranquilos de la tormenta, escucha con especial atención para averiguarlo, pero siempre es entonces cuando no oye nada.

Debe de tratarse de su imaginación, y, sin embargo, es una imaginación que parece tan real que se ha estremecido de la cabeza a los pies dos veces en el último minuto.

¡Pero sin duda acaba de oír otra vez ese ruido extraño! Entonces ¿por qué no se levanta, va a la ventana y presta atención para comprobar si los débiles golpecitos proceden por casualidad de fuera, de delante de la casa? Algo parece mantenerlo en la butaca totalmente inmóvil; algo que hace que le dé miedo volver la cabeza por si ve una escena espantosa junto a él…

Silencio, que vuelve a sonar cada vez con mayor claridad. Y ahora se transforma en un crujido —tan cercano— del postigo de la ventana de la sala de estar trasera.

¿Qué es eso que se desliza por la rendija de entre las hojas de la puerta y el suelo? ¡Una luz! ¡Una luz en esa habitación vacía que no usa nadie! ¡Y ahora susurros, pasos y la manivela de la puerta se mueve…!

—¡Ayuda, ayuda, por el amor de Dios! ¡Asesinos! ¡Ase…!

Justo cuando el anciano pidió auxilio, los dos ladrones, enmascarados y armados, aparecieron en el cuarto, y al instante siguiente Reuben ya tenía la mordaza de Dick el Colega bien apretada en la boca.

Sujetaba con fuerza la caja de caudales contra su pecho. Loco de terror, sus ojos miraban fijamente a todo como los de un muerto mientras forcejeaba entre los poderosos brazos que lo sujetaban.

Grimes, que no estaba acostumbrado a esas escenas, quedó tan petrificado de sorpresa al encontrar al anciano levantado y la habitación iluminada, que permaneció inmóvil con la pistola estirada mirando sin saber qué hacer por los agujeros de su antifaz. No fue el caso de su experimentado jefe. Los oídos y ojos de Dick el Colega eran tan rápidos como sus manos, y los primeros le informaron de que el grito de Reuben pidiendo ayuda (pese a la habilidad con que él lo había sofocado con la mordaza) había despertado a alguien de la casa, y los segundos detectaron de inmediato la caja de caudales que el señor Wray apretaba contra su pecho.

—¡Aparta esa pistola de juguete, so paleto! —susurró el ladrón con furia—. Espabila y quítale la caja. ¡Date prisa, maldita sea, que arriba san despertao!

No era fácil «darse prisa». Pese a su debilidad, Reuben se aferraba a su tesoro con la fuerza convulsiva de la desesperación haciendo frente al atlético rufián que intentaba arrebatársela. Furioso por esa resistencia, Grimes empleó toda su fuerza, y le arrancó la caja al anciano con tanta violencia que la máscara de Shakespeare salió volando por la tapa abierta hasta caer a cierta distancia y romperse en varios fragmentos en el suelo.

Grimes quedó atónito unos instantes al ver cuál era el verdadero contenido de la caja de caudales. Luego, llevado por la ira del descubrimiento, fue corriendo a los pedazos y, con un horrible reniego, los chafó con su pesada bota como si la escayola pudiese sentir su venganza.

—¡Yo lo mato aunque me cuelguen! —bramó el villano volviéndose a continuación hacia el señor Wray y levantando el cañón de la pistola por encima de la cabeza del anciano.

Pero, justo al mismo tiempo, tan valeroso como su heroico apodo, Julio César irrumpió en la habitación. Sin pensárselo dos veces, golpeó a Grimes con la mano herida. Aun propinándoselo con esa desventaja, el puñetazo fue tan fuerte que lanzó al otro por la sala hasta que cayó contra la pared de enfrente. Sin embargo, el triunfo del robusto carpintero fue breve. Apenas un segundo después de que su adversario cayera, él también se desmoronó sin sentido al recibir un culatazo de Dick el Colega.

Hasta a este desvalijador londinense le abandonó el valor al percatarse del increíble engaño del que su compañero y él habían sido víctimas. Solo recobró su característica frialdad y serenidad cuando el carpintero atacó a Grimes. Entonces, fiel a su método de no hacer nunca ruidos innecesarios ni malgastar pólvora, golpeó a Julio César justo detrás de la oreja con infalible destreza. El golpe, silencioso y en apariencia infligido por un mero giro de muñeca, fue sin embargo contundente y dejó al otro sin sentido.

Y ahora los desgarradores chillidos de la casera desde el piso de los dormitorios se vertían cada vez más rápidamente a la calle por la ventana abierta. Iban mezclados con los gritos más débiles de Annie, a la que la buena mujer impedía por la fuerza que corriese peligro yendo abajo. La sirvienta (la única otra habitante de la casa) rivalizaba con su señora a la hora de chillar frenética e incesantemente pidiendo ayuda desde la ventana de la buhardilla.

—¡Toda la calle estará en pie dentro de un momento! —exclamó Dick el Colega soltando un reniego a cada tres palabras que decía y ayudando a Grimes, ya medio recuperado, a incorporarse—. ¡Aquí no hay botín que valga, asinque rapidito, paleto, o al final nos pescan!

Empujó a Grimes a la sala trasera; le metió prisa para que saltara por el alféizar de la ventana al tejado del lavadero y que se apañase como mejor pudiera para llegar a tierra y, a continuación, lo siguió él con el reloj y el monedero del señor Wray, así como un broche de Annie que esta se había dejado en la repisa de la chimenea, todo lo cual se había guardado en el amplio bolsillo de su sobretodo en un momento. Como botín no valían mucho, pero la destreza con que Dick el Colega los cogió en un instante con una mano mientras con la otra sujetaba a Grimes, y la fuerza, sangre fría y habilidad de que hizo gala al organizar la retirada, fueron dignas de su reputación. Mucho antes de que los dos vigilantes de Tidbury empezaran a pensar en organizar una persecución, el ladrón de casas y su compañero ya se encontraban fuera de su alcance, lo cual habría ocurrido igual incluso si los propios policías de Londres hubieran estado allí para darles caza.



Cuánto tiempo lleva el anciano en esa misma posición, agachado en un rincón de la habitación sin mover un músculo ni decir palabra. Cayó de rodillas en ese lugar después de que se fueran los ladrones y ahí sigue desde entonces.

Cuando Annie consiguió zafarse de la casera y bajó corriendo, él no se movió. Cuando la joven lanzó un largo gemido de desesperación al ver al valiente que yacía inconsciente en el suelo y con aspecto de estar muerto, él no dijo nada. Cuando se abrió la puerta de la calle y una multitud de vecinos a medio vestir, aterrorizados por la noticia que habían oído, se precipitaron al interior gritando y montando mucho alboroto, él no se fijó en nadie en absoluto. Cuando mandaron llamar al médico y, en medio de un imponente silencio expectante, este procedió a devolver al carpintero a la consciencia, ni siquiera en tan apasionante momento él levantó la mirada. Solo cuando la sala volvió a quedar despejada y su nieta fue junto a él y, rodeándole el cuello con el brazo, juntó su fría mejilla con la suya, pareció estar vivo. Entonces suspiró profundamente, hundió la cabeza aún más en el pecho y empezó a tiritar de la cabeza a los pies como si alguna gélida influencia lo congelara.

Todo ese larguísimo tiempo no había dejado de mirar una única cosa: los fragmentos de la máscara de Shakespeare que yacían debajo de él. Y así continuó cuando de diversas maneras intentaron convencerlo para que se levantara: todavía agachado sobre ellos, en la misma posición y con la misma expresión fija y aterradora que le habían visto desde el principio.

Annie fue a por la caja de caudales y, temblorosa, se la puso delante. En cuanto la vio, los ojos le empezaron a destellar. Se abalanzó frenético sobre los trozos de máscara y los guardó en la caja con manos convulsas y respiración rápida y entrecortada. Recogió hasta la última esquirla de escayola que el ladrón había machacado con la bota y forzó la vista para buscar más cuando ya no quedaba ni el menor ápice. Finalmente, cerró la caja con llave y se la apretó contra el pecho, tras lo que permitió que lo levantaran y se lo llevasen con cuidado de allí.

No soltó la caja mientras lo acostaban. Annie, su enamorado y la casera se quedaron en su cuarto en vela y los tres, en distinto grado, tuvieron el mismo presentimiento espantoso con respecto a él, que no se atrevieron a compartir con los otros. De vez en cuando lo oían golpeteando la tapa de la caja de un modo extraño, pero él no llegó a decir nada en ningún momento y, hasta donde alcanzaron a saber, en ningún momento se durmió.

El médico había dicho que se pondría mejor al amanecer. ¿Sabría el médico lo que de verdad le pasaba, y tendría alguna sospecha de que algo muy valioso había resultado gravemente dañado esa noche además de la máscara de Shakespeare?



VIII.

A la mañana siguiente, la noticia del robo en la casa no solo se extendió por todo Tidbury, sino también por los pueblos colindantes. La primera persona que se pasó por el número 12 para ver cómo iban después del susto de la noche anterior fue el señor Colebatch. La voz del anciano caballero se oía más fuerte que nunca mientras subía por las escaleras con la casera. Afirmó que iba a hacer que despidieran a los dos vigilantes de Tidbury, ya que no estaban en absoluto capacitados para proteger la ciudad. Juró que, aunque le costase cien libras, llevaría policías de Londres y se encargaría de que cogieran, juzgaran, condenaran y colgaran a «esos dos ladrones del infierno» antes de Navidad. Con tanto invocar venganza y represalias de ese modo a cada escalón que subía, el señor rural tenía el mal genio muy «caliente» cuando entró en la sala. No obstante, se le «templó» al no encontrar a nadie allí, y le cayó aún varios grados más al ver el rostro de la pequeña Annie cuando esta bajó a verlo.

—Anímese, Annie —dijo el anciano caballero haciendo un débil esfuerzo por mostrarse jovial—, que ya ha pasado todo. ¿Qué, cómo está su abuelo? Me imagino que todavía muy asustado, ¿no?

—¡Ay, señor! ¿Asustado? ¡Yo me temo que ha perdido el juicio! —exclamó Annie, quien, incapaz de contenerse por más tiempo, se echó a llorar copiosamente.

—No llore, Annie, no llore, que no lo soporto, de verdad se lo digo —le pidió el hacendado en tono nada firme—. Ya me encargo yo de hablar con él y que recupere el juicio como que me llamo Matthew Colebatch; venga, deje de llorar —añadió sacándose el voluminoso pañuelo indio y dedicándose con mucho cuidado y dulzura a enjugarle las lágrimas como si fuera una niña pequeña o su propia hija—. Ya está, las hemos limpiado. ¡No, que queda una! Y ahora que también hemos quitado esa, hablemos un poco de este asunto, querida mía, a ver lo que hay que hacer. Lo primero de todo, ¿qué es eso que he oído de un vaciado de escayola que se ha roto?

Annie habría dado lo que fuera con tal de contarle al señor Colebatch todo lo de la máscara de Shakespeare, pero recordó su promesa y también pensó en las autoridades de Stratford, que de algún modo podrían llegar a enterarse del secreto si se le revelaba a alguien, y entonces perseguirían a su abuelo con toda la fuerza de la ley, pese a lo muy triste y destrozado que estaba, hasta su escondite de Tidbury-on-the-Marsh.

—Prometí que no contaría nada a nadie del vaciado de escayola, señor… — empezó a decir con aire muy avergonzado y desdichado.

—Y va a cumplir su promesa —la interrumpió el señor Colebatch—, como tiene que hacer una chica buena y honrada. Me cae aún mejor por eso, y no digamos nada más de la escayola. Pero ¿qué se llevaron esos sinvergüenzas del infierno?

—El viejo reloj de plata del abuelo, su monedero con veintiséis peniques dentro y mi broche, que es lo de menos.

—¿Lo de menos? ¿Que el broche de Annie es lo de menos? —exclamó el otro recuperando su habitual irritación—. Pero da igual, el caso es que estoy decidido a que atrapen y cuelguen a esos canallas, aunque solo sea por robar ese broche. Y mire lo que le digo, querida: si no quiere que me dé uno de mis arrebatos de ira, tome esto y no diga nada.

¿Que tomara qué? ¡Santo Dios! ¡Que tomara una fortuna! ¡Le había apretujado un billete de diez libras en la mano!

—¡Insisto, pequeña testaruda, en que no haga que me dé uno de mis arrebatos! — exclamó el anciano caballero cuando la pobre Annie hizo un leve gesto de sentir reparo por la dádiva—. ¡No quiera Dios que a mí se me ocurra herir sus sentimientos, querida, por una razón tan mísera como que yo tenga unas cuantas libras más en el bolsillo que usted! —continuó en tono tan serio y amable que a Annie empezaron a llenársele los ojos de lágrimas de nuevo—. Digamos, si lo prefiere, que ese billete es el pago por adelantado de un gran pedido de encajes que voy a hacerle. La vi ayer con sus encajes, y tengo la intención de que sea mi proveedora habitual de estos lo que me quede de vida. ¡Diantres —añadió adoptando su extraña actitud brusca—, es que ni sé la cantidad de encajes que voy a tener que adquirir! Está mi ama de llaves de toda la vida, la señora Buddle, a la que que me aspen si no visto de encajes de arriba abajo y por fuera y por dentro. Pero no se ponga usted a trabajar, Annie, hasta que yo se lo diga, que primero hay que esperar a que a la señora Buddle se le gasten todas las enaguas, ¿eh? Venga, venga, no empiece otra vez con los llantos… ¿Puedo ver al señor Wray? ¿No? Cierto, mejor será no molestarle tan pronto. Salúdelo de mi parte y dígale que me pasaré mañana. Venga, guárdese el billete y anímese; y no se ponga a hacer nada más, pequeña Annie, que ya sabe que tiene un amigo anciano y raro que vive en Cropley Court.

Mientras decía todo eso, el buen hacendado se marchó de la habitación sin dejar que Annie pudiese abrir la boca. Una vez en las escaleras, volvió a despotricar de los ladrones con la misma furia. Lo último que la casera le oyó decir al cerrar la puerta fue que se iba en ese momento a dar su merecido a los dos vigilantes de Tidbury por no impedir el robo; a darles su merecido como Dios mandaba y como que se llamaba Matthew Colebatch.

Después de guardar a buen recaudo el regalo del buen caballero (que llegaba después de que se hubieran quedado sin un penique), Annie volvió al cuarto de su abuelo. Este había experimentado algún cambio conforme avanzaba la mañana, y ahora se afanaba en una ocupación que hizo que a Annie se le partiera el corazón: intentaba restaurar la máscara de Shakespeare.

Las primeras palabras que dijese desde el robo se las dirigió a ella. Como no parecía saber que los ladrones habían conseguido escapar antes de que la joven bajara, le preguntó si le habían hecho algún daño. Una vez tranquilizado a ese respecto, hizo una seña al carpintero para que se le acercara y le rogó con un susurro lleno de ansia que le preparase cola de inmediato. Aunque en un principio no se imaginaron para qué la querría, le siguieron la corriente encantados.

Cuando le llevaron la cola, abrió la caja de caudales con un aire de leve y apagada esperanza que daba mucha pena ver y empezó a ordenar los fragmentos de la máscara sobre la cama. Estaban hechos añicos sin posibilidad de arreglo, pero, aun así, él no dejaba de moverlos de aquí para allá con manos temblorosas, mientras todo el rato murmuraba entristecido que sabía que era muy difícil, pero estaba convencido de que al final lo conseguiría. A veces se equivocaba al elegir los pedazos y, después de pegar dos o tres con la cola, tenía que separarlos. Hasta cuando no se equivocaba, no encontraba bastante que se pudiese juntar lo suficientemente bien para devolver solo un escaso cuarto de la máscara a su forma anterior. No obstante, siguió con la labor, examinando pieza tras pieza de la escayola rota hasta la más diminuta con paciencia y laboriosidad, con la misma falsa esperanza de éxito y con la misma vana perseverancia, que lo instaban a continuar durante horas y horas pese a la descorazonadora perspectiva de ir a fracasar. Había empezado a primera hora de la mañana y todavía no había terminado cuando Annie regresó de su entrevista con el señor Colebatch. Saber que sus esfuerzos estaban irremediablemente condenados al fracaso y, aun así, ver que se obstinaba en ellos con desesperación, era en verdad algo para desesperarse y echarse a temblar.

Finalmente, Annie le rogó que guardase los pedazos en la caja y descansara un rato. Él se negaba a escuchar a nadie más, pero a ella le hizo caso y obró según le pedía, alegando que no tenía la cabeza lo bastante despejada ese día para recomponer la máscara, pero estaba seguro de que lo conseguiría al siguiente. Después de cerrar la caja con llave y ponerla bajo la almohada, se tumbó y se quedó dormido al instante.

¡Tal era su estado! No tenía más idea que la de restaurar la máscara de Shakespeare. Si lo distraían de eso, o bien caía dormido o permanecía ausente y sin habla. No era un caso de pérdida de facultades, sino de suspensión de estas. La fibra de su mente se había relajado al romperse la preciada posesión a la que tan unida estaba. Esos rasgos de escayola rígidos y fríos formaban sus pensamientos de día y sus sueños de noche; en ellos su profunda y hermosa devoción por Shakespeare — hermosa por tratarse de una fe poética innata que había sobrevivido a todas las poéticas privaciones de la vida— había hallado su más querida manifestación externa. Alrededor de esa máscara él había ido inconscientemente poniendo nuevos exvotos de orgullo, satisfacción y humilde felicidad casi a cada nueva hora. Hacerse con ella había sido el único gran logro de su vida, y conservarla su única gran determinación. ¡Y ahora estaba rota! ¡El más querido dios doméstico, además de su nieta, al que el pobre actor adoraba, y había tenido que ver con sus propios ojos cómo se hacía añicos por el suelo!

Era eso, mucho más que el miedo en sí producido por el robo, lo que lo había alterado y mantenía así.

No había forma de animarlo. Todos lo intentaban y todos fracasaban. Seguía pacientemente, día tras día, con su lamentable e imposible tarea de juntar los fragmentos de escayola, y siempre tenía alguna excusa para justificar su fracaso, y siempre alguna razón para empezar de nuevo. A Annie le hacía caso en todo lo demás —pues su corazón, que pertenecía a su nieta por completo, había escapado al golpe que le aturdiese la mente—, pero toda injerencia de ella en cualquier cosa relacionada con la máscara era inútil.

El buen señor rural iba todos los días a ver qué podía hacer, y le bromeaba, rogaba, sermoneaba y aconsejaba a su modo tan campechano como excéntrico. Sin embargo, el anciano se limitaba a sonreír débilmente y a olvidarse de todo lo que el otro le decía en cuanto terminaba de hacerlo. Entonces el señor Colebatch, privado de sus demás recursos, dio con lo que consideró una estratagema excelente. Informó en privado a Annie de que iba a obligar a todo su servicio doméstico, con la señora Buddle, el ama de llaves, a la cabeza, a que diesen clases de elocución, de manera que el señor Wray se dedicara de nuevo a la tarea que estaba acostumbrado a desempeñar.

—Toda esta gente de Tidbury del demonio no quiere aprender nada —dijo el buen hacendado—, así que mis sirvientes van a ser su nueva clase, y la señora Buddle estará ahí la primera para encargarse de que todos se comporten. Hay que ponerlo a dar clase a su manera y, por la fuerza de la costumbre, terminará volviendo en sí.

Pero no lo hizo. Cuando le dijeron que tenía toda una clase de alumnos nuevos esperándole, solo contestó que se alegraba mucho y, al instante siguiente, se olvidó por completo del asunto.

El médico intentaba ayudarles. Probó con estimulantes y con sedantes; probó a tener a su paciente en cama y a tenerlo levantado; probó con sangrías y con ventosas, y luego desistió afirmando que sin duda al señor Wray le pasaba algo en la cabeza contra lo que la medicina y los tratamientos no podían hacer nada. No obstante, al médico aún le quedaba algo por decir que fuera de consuelo. De momento al anciano casi no le había fallado la fuerza física. Siempre estaba dispuesto a que lo levantaran y vistieran, y parecía alegrarse de que lo sentaran en su butaca. Eso era buena señal, pero no había forma de saber lo que podría durar.

Y duró una semana entera; una larga, melancólica e inane semana de invierno. Se aproximaba el día de Navidad, que por primera vez llegaría como día de luto para la pequeña familia que, pese a la pobreza y todos sus aniquiladores desastres, siempre la habían celebrado felices y unidos como la gran fiesta santa de todo el año. Ay, cuán apesadumbrada por partida doble se sintió la pobre Annie cuando una noche se retiró a su cuarto y recordó que faltaban justo quince días para Navidad. Ya se la empezaba a ver pálida y muy delgada. No es solo la dicha lo que se manifiesta más rápido y claro en los jóvenes; en esta vida la pena —y qué lastima que sea así— comparte el mismo privilegio, y Annie tenía todo el aspecto de la angustia que sentía. Ese día no se había producido ningún cambio; había dejado al anciano por esa noche sin que estuviese mejor. De nuevo se había pasado horas intentando recomponer la máscara; todavía mostraba instintivamente de vez en cuando cierto cariño y atención a su nieta, pero por lo demás seguía totalmente ajeno a cualquier otra influencia.

Annie se sentó con apatía en la única silla de su pequeño cuarto pensando (era en lo único en que pensaba) en alguna forma de despabilar a su abuelo a la mañana siguiente y lamentándose de que la máscara rota continuara siendo el único obstáculo fatídico para todos sus esfuerzos. Así permaneció unos minutos, lánguida y ensimismada, hasta que, de pronto, le sobrevino de dentro un cambio sorprendente y maravilloso. Se levantó de un salto de la silla blanca y rígida como si se hubiera vuelto de piedra. Al instante siguiente, el rostro se le puso muy rojo, juntó las manos con fuerza y respiró profundamente. Y luego le volvió la palidez mientras temblaba de la cabeza a los pies y, arrodillándose junto a la cama, se cubrió la cara con las manos.

Cuando se incorporó, las lágrimas le surcaban las mejillas. Echó un poco de agua y se las lavó. Una extraña expresión de firmeza —un resplandor de entusiasmo, hermoso en su brillo y pureza— se extendió por su rostro conforme cogía la vela y salía de la habitación.

Fue a lo alto de la casa, donde dormía el carpintero, y llamó a su puerta.

—¿Te has acostado ya, Martin? —susurró (la vieja broma de llamarlo Julio César ya había terminado).

Él abrió la puerta sorprendido y explicó que acababa de subir.

—Vente a la sala, Martin —le pidió Annie mirándolo con expresión muy viva, y, como pensó él, casi enloquecida—. Rápido, que tengo que hablar contigo.

La siguió abajo. Cuando entraron en la sala, Annie cerró la puerta con cuidado y dijo:

—He tenido una idea que he de contarte. Se me acaba de ocurrir mientras estaba a solas en mi cuarto, y creo que es Dios quien me la ha mandado.

Le hizo un gesto para que se sentara a su lado y empezó a susurrarle al oído muy deprisa e inquieta y sin hacer ninguna pausa.

Él también empezó a palidecer mientras la escuchaba. Luego se sonrojó y adoptó una expresión firme como la de ella, pero en grado mucho mayor. Cuando Annie terminó de hablar, solo dijo que era un riesgo muy grande en todos los sentidos, repitiendo «en todos los sentidos» con más énfasis, pero era lo que ella quería y, por lo tanto, lo haría.

Cuando se levantaron para separarse, Annie le dijo con tanto cariño como seriedad:

—Siempre has sido muy bueno conmigo, Martin. Sigue siéndolo y sé un hermano para mí ahora más que nunca, pues te estoy confiando todo lo que tengo para confiar. Años después, ya casados y con sus hijos creciendo a su alrededor, él siempre recordaría esa última mirada y esas últimas palabras de Annie al despedirse esa noche.



IX.

A la mañana siguiente, cuando el anciano estuvo listo para que lo levantaran y vistiesen, no fue el honrado carpintero quien apareció para ayudarle como siempre, sino un desconocido: el hermano de la casera. Ni se percató del cambio. Sus escasos pensamientos estaban todos concentrados en los mismo. La tarde anterior, llevada por el afectuoso deseo de seguirle la corriente en el capricho que se había convertido en la única idea que regía su vida, Annie le había comprado cemento. Y ahora el anciano no dejaba de murmurar para sí mientras lo vestían que seguro que al fin conseguiría unir los fragmentos de la máscara con la ayuda de ese cemento. Era por la cola por lo que había fracasado hasta ese momento; con el cemento estaba totalmente convencido de que lo lograría.

La casera y su hermano lo ayudaron a bajar a la sala. No había nadie, pero en la mesa, junto a todo lo del desayuno, habían dejado una nota. Miró inquisitivamente por todas partes cuando vio que la habitación estaba vacía. Luego, la única voz de su interior que no estaba silenciada, la de su corazón, le dijo que Annie tendría que haber estado allí para recibirle como siempre.

—¿Dónde está mi nieta? —preguntó preocupado.

—No me dejes sola con él, James —le susurró la casera a su hermano—, que tengo malas noticias que darle.

—¿Dónde está? —insistió el señor Wray, con expresión enloquecida al preguntarlo por segunda vez.

—Cálmese, señor, se lo ruego, y lea esta carta —le dijo la casera en tono tranquilizador—. La señorita Annie está bien y quiere que lea usted esto —añadió entregándole la nota.

La apartó de un manotazo, con tanta furia que la mujer se echó atrás asustada. Entonces gritó iracundo por tercera vez:

—¿Dónde está?

—Díselo —susurró el hermano de la casera—, díselo o se va a poner peor.

—Se ha ido, señor —explicó la mujer—, pero solo tres días. Lo último que me ha dicho ha sido: «Dígale a mi abuelo que volveré dentro de tres días, y entréguele esta carta con todo mi cariño». Ay, no se ponga así, señor, no se ponga así, que seguro que vuelve.

Él no dejaba de murmurar «se ha ido» con una espantosa expresión de enajenación en la mirada. De repente, hizo una señal para que le cogieran del suelo la carta que había tirado, rasgó el sobre en cuanto se la dieron e intentó leer su contenido.

La carta era corta y escrita con una letra llena de manchones y poco firme. Rezaba lo siguiente:

Queridísimo abuelo:

No le he dejado solo jamás en la vida, y si ahora me voy es para intentar servirle a usted por su bien. Dentro de tres días, o antes si Dios quiere, volveré con algo que le alegrará el corazón y hará que me quiera más que nunca. No me atrevo a decirle adónde voy ni a qué porque tal vez se asustaría usted tanto que enviaría a alguien a traerme de vuelta, pero créame cuando le digo que no hay ningún peligro. Querido abuelo, no dude de su pequeña Annie, y no dude que volveré como le digo con algo por lo que me perdonará que me vaya sin su permiso. Usted espere esos tres días y seremos muy felices de nuevo. Él (ya sabe a quién me refiero) viene conmigo para cuidarme. Piense, querido abuelo, en la bendita Navidad que nos reunirá a todos para que seamos más dichosos que nunca. No puedo escribir más, salvo para pedirle a Dios que lo cuide y le dé salud hasta que volvamos a estar juntos.

ANNIE WRAY

Solo había leído hasta la mitad de la carta cuando la soltó diciendo «se ha ido» con un chillido que hizo que los otros se estremecieran. Luego pareció como si una sombra, una sobrecogedora e indescriptible, se extendiera por su cara. Al tiempo que no dejaba de jugar con un pico del mantel que tenía al lado, empezó a hablar con un hilo de voz:

—Creo que me estoy volviendo loco. Creo que algo me ha dado un susto de muerte. Un momento, a ver si reconozco algo. ¡Sí, sí! Aquí está la mesa de desayuno, eso lo sé. Ahí está la taza y el platillo de Annie, y ahí los míos. Sí, y ese tercer servicio del otro lado, ¿de quién es…? ¿De quién, de quién, de quién? ¡Ay, Dios mío, Dios mío, me he vuelto loco! ¡Se me ha olvidado de quién es ese tercer servicio! — Se calló, temblando de arriba abajo y, al momento siguiente, gritó en voz alta: ¿Que se ha ido? ¿Quién dice que se ha ido? ¡Es mentira! ¡No, no, es una broma cruel que me están gastando! Annie, nada de bromas conmigo. ¡Baja aquí, Annie! Llámenla alguno de ustedes. Annie, la han hecho añicos y los pedazos de escayola no se pegan. ¡No me puedes dejar ahora que la han destrozado! ¡Annie, Annie, ven a repararla! ¡Annie, pequeña Annie!

La llamó esa última vez en un tono de súplica quejumbrosa hasta lo indecible, tras lo que se hundió gimiendo en una silla para después guardar silencio —un silencio obstinado— porque desconfiaba abiertamente de todos. Permaneció en esa actitud hasta que las fuerzas empezaron a fallarle y dejó que lo llevasen al sofá. En cuanto se tumbó, cayó en un sueño profundo y febril.

Ay, Annie, Annie, con lo mucho que lo cuidabas, qué poco sabías de su enfermedad. Nunca presagiaste que tu ausencia produjera un resultado como este, o, por muy valeroso y afectuoso que fuese tu propósito al dejarlo solo, te habrías abstenido de la fatídica necesidad de abandonar la cabecera de su cama tres días seguidos.

El señor Colebatch llegó al poco de que el anciano se hubiera quedado dormido. Lo acompañaba un nuevo médico: uno de gran renombre que había escamoteado un poco de tiempo a su consulta londinense, en parte para visitar a unos parientes que vivían en Tidbury y en parte para recobrar su propia salud, que se había resentido de tanto intentar arreglar la de otros. En cuanto el buen hacendado se enteró de que disponía de esa ayuda fortuita en la ciudad, se encargó sin demora de hacerse con los servicios del médico.

—¡Ay, señor —dijo la casera al bajar a recibirlos—, está como loco! Le aseguro que no sé qué hacer.

—Afortunadamente, hay alguien que lo sabe —la interrumpió el señor rural de mala manera.

—Pero es que usted no sabe que la señorita Annie se ha ido y sin decir adónde…

—Da la casualidad de que eso también lo sé —repuso el señor Colebatch—. Me ha escrito una carta pidiéndome que cuide de su abuelo mientras ella está fuera, y aquí estoy para cumplir con lo que me pide. Lo primero de todo, señora, es que nos pase usted a alguna habitación en que este caballero y yo podamos hablar cinco minutos en privado.

»Bien, señor —dijo el hacendado cuando el médico y él se quedaron a solas en la sala trasera—, en resumen, el caso es el siguiente: hace una semana, dos ladrones del infierno entraron en esta casa y se encontraron al anciano señor Wray todavía levantado sin otra compañía en la sala de estar. Como es natural, le dieron un susto de muerte y también se llevaron algunas menudencias, pero eso no es lo importante. Lo importante es que también rompieron un vaciado de escayola que le pertenecía. Hay un misterio en torno al vaciado que la familia no quiere explicar y que nadie consigue averiguar, pero todo apunta a que el anciano le tenía el mismo cariño a esa escayola que a un hijo, por muy raro que le pueda parecer, señor, pero le digo yo que es tan cierto como que me llamo Colebatch. Bien, pues desde entonces no le rige muy bien la cabeza; su único afán es reparar ese vaciado sin prestar atención a nada más. Así lleva seis o siete días, y hete aquí que entonces llega otro misterio: recibo una carta de su nieta, la niña más amable y encantadora que pueda haber, rogándome que lo cuide (y no habrá leído usted carta más bonita y bondadosa), mientras ella se marcha tres días para luego volver con una sorpresa para su abuelo que obrará milagros. No me dice qué sorpresa ni adónde va, pero promete que regresará a los tres días, y le aseguro yo a usted que así será. Me juego mi vida a que la pequeña Annie va a cumplir su palabra. En fin, la cuestión es: hasta que la veamos de nuevo y se aclare este maldito misterio, ¿qué podemos hacer por este pobre hombre, eh?

—Pues tal vez —dijo el médico con una sonrisa al concluir tan característica arenga—, lo mejor sea que yo vea al paciente antes de que hablemos nada más.

—¡Pero, diantres, qué idiota soy! —exclamó el señor Colebatch—. ¡Claro que sí, véalo ahora mismo; por aquí, doctor, por aquí!

Entraron en la sala. El enfermo seguía en el sofá, moviéndose y hablando en sueños. El médico hizo una seña al señor Colebatch para que guardara silencio, y ambos se sentaron a escuchar.

Los sueños del anciano parecían estar relacionados con algunos de los episodios recientes de su vida, que había transcurrido en ciudades de provincias enseñando a actores aficionados. En ese momento se estaba riendo.

—Pero bueno, jóvenes caballeros —le oyeron decir—, ¿a eso le llaman ustedes actuar? Ay, Dios mío, los profesionales no chocamos entre nosotros en el escenario de ese modo. ¡Suerte han tenido de requerir mis servicios antes de que vengan sus amigos a verlos! Deténgase, señor, que así no se hace; esa no es la forma de morirse; primero caiga sobre una rodilla, luego desplómese y luego… Ay, Señor, lo que cuesta que la gente pronuncie como es debido en lugar de bajar la voz al final de cada oración. Es que nunca… nunca…

Entonces calló en su delirio para cambiar a un estado de tristeza.

—Silencio, silencio —murmuró en tono ronco y asombrado—, silencio ahí detrás entre bastidores. ¿No oís que el señor Kemble está hablando? Escuchad y aprended de él como yo. Sí, sí, reíros, idiotas, que no sabéis ni actuar… ¡Dejadme en paz! ¿Y tú por qué me empujas? No te estoy haciendo nada. Solo estoy observando al señor Kemble… ¡No toques ese libro! Es mi Shakespeare…, sí, mío. Digo yo que puedo leer a Shakespeare si quiero, aunque solo sea un actor a chelín por noche…, a chelín por noche…, un salario de miseria…, ay, un salario de miseria…

De nuevo su triste son cambió a un tono aún más delirante y quejumbroso.

—¡Ay, no sea tan duro conmigo! —gimió—. ¡No, por el amor de Dios! Mi mujer, mi pobre y querida mujer, solo hace una semana que falleció. Tengo frío, hambre y frío en este lugar con tanta corriente. ¿Y cómo no voy a llorar, señor, con lo buena que era conmigo? Pero estaré pendiente y saldré a escena cuando me llamen; solo le pido que me deje ahora e impida que los demás se rían de mí. ¡Ay, Mary, Mary! ¿Por qué te ha llevado Dios de mi lado? Ay, por qué, por qué, por qué…

Entonces cesaron los murmullos para luego reanudarse de forma más confusa. A veces su errático discurso se concentraba todo en Annie; otras, se transformaba en lamentaciones por la máscara rota; otras, volvía a los viejos tiempos entre bastidores en Drury Lane.

—Ay, Annie, Annie —dijo el hacendado con los ojos llenos de lágrimas—, ¿por qué te has tenido que ir?

—Pues a lo mejor su partida sea al final para bien —comentó el médico—. Está claro que ha llevado a este hombre a un punto límite. El regreso de la joven será una conmoción para él, lo cual siempre implica un riesgo, pero una conmoción que puede que funcione como es debido. Cuando alguien lucha por recuperar sus facultades, como está haciendo él, es que no las ha perdido del todo. ¿Dice usted que la señorita regresará pasado mañana?

—Sí, sí —contestó el señor Colebatch—, y afirma que con una sorpresa. ¿Qué sorpresa será esa? ¡Dios santo, por qué no lo habrá dicho!

—Eso ahora es lo de menos —replicó el otro—. Cualquier sorpresa servirá con tal de que este hombre tenga fuerza física para soportarla. Lo vamos a tener tranquilo, durmiendo lo más posible, hasta que ella vuelva. He visto algunos casos muy curiosos de este tipo, señor Colebatch; casos que se han curado por el menor incidente de un modo inexplicable. Voy a ocuparme de este con mucho interés.

—¡Cúrelo, doctor, cúrelo, y le aseguro que…!

—Calle, que lo va a despertar. Será mejor que nos vayamos. Volveré dentro de una hora, y le voy a dejar dicho a la casera dónde me puede encontrar si ocurre algo antes.

Salieron con sigilo y lo dejaron como lo habían encontrado, farfullando y murmurando en sueños.



Al tercer día, ya avanzada la tarde, el señor Colebatch y el médico estaban de nuevo muy ocupados en la sala del número 12 intentando esclarecer el estado del pobre Reuben.

En esa ocasión él estaba totalmente despierto y caminaba inquieto y débil de un lado a otro de la habitación hablando para sí, ora lamentándose por la máscara rota, ora furioso por la ausencia de Annie. Nada le llamaba la atención en absoluto; no parecía ser consciente de que hubiese alguien con él.

—¿Por qué no lo mantiene tranquilo? —susurró el hacendado—. ¿Por qué no le da un opiáceo, o como se llame, igual que ayer?

—Su nieta regresa hoy —contestó el médico—. Hoy es la mayor galena de todos, la naturaleza, la que se tiene que hacer cargo de esta crisis, y yo no debo entrometerme, sino observar y aprender.

Siguieron esperando en silencio. Llevaron luces, ya que empezó a oscurecer mientras continuaban con su preocupada vigilancia. ¡Y Annie todavía sin llegar!

Dieron las cinco y, unos diez minutos después, llamaron a la puerta de la calle.

—¡Es ella! —exclamó el médico.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó el señor Colebatch muy intrigado.

—¡Mire! —respondió el médico señalando al señor Wray.

Este había estado moviéndose de un lado a otro cada vez con mayor inquietud, así como hablando con mayor vehemencia, justo antes de que tocaran. En cuanto se oyó que llamaban, se detuvo, y así seguía ahora, totalmente callado e inmóvil. No había expresión alguna en su rostro, y parecía haber dejado de respirar. ¿Qué influencias ocultas estaban actuando en su interior? ¿Qué imponente orden se había extendido sobre las negras aguas en las que se debatía su espíritu diciéndoles: «¡Callad! ¡Enmudeced!»? Eso no había hombre —ni siquiera el de ciencia— que lo supiera.

Cuando abrieron la puerta de la calle y sonó abajo la jubilosa exclamación de bienvenida de la casera, el médico se levantó de su asiento y se situó con discreción justo detrás del anciano.

Oyeron pasos que subían a toda prisa las escaleras; a continuación, la voz de Annie, sin aliento y llena de entusiasmo, ya antes de entrar:

—¡Abuelo, tengo el molde! ¡Abuelo, traigo un vaciado nuevo! ¡La máscara, gracias a Dios, la máscara de Shakespeare!

Corrió a sus brazos sin mirar a nadie más de la habitación. Cuando tuvo la cabeza en el pecho de Reuben, todo el ánimo de la valiente joven la abandonó por primera vez desde su ausencia y se echó a llorar histérica incapaz de decir nada más.

Él lanzó un gran grito en cuanto ella lo tocó: una voz inarticulada de reconocimiento por parte de su espíritu interior. Entonces la abrazó con fuerza; con tanta fuerza que el médico se les acercó un paso o dos con la primera mirada de alarma que había mostrado hasta entonces.

Sin embargo, en ese instante el anciano dejó caer inertes los brazos. ¿Qué está viendo ahora en la caja abierta que sostiene el carpintero? ¡La máscara! ¡Su máscara, entera como siempre! Blanca, suave y hermosa como cuando la sacó del molde en su cuarto de Stratford.

Daba miedo ver la lucha de sus principios vitales, la tensión y retorcimiento de todos sus nervios, cuando contempló la máscara. Los ojos, dilatados, se le pusieron en blanco en sus órbitas; le subió un torrente rojo oscuro de sangre que se le extendió por la cara; respiraba con profundas y roncas boqueadas de agonía. Eso duró un momento, un momento espantoso, y, a continuación, cayó hacia adelante en brazos del médico con todo el aspecto de haber muerto.

Lo llevaron a un sofá en medio del silencio que es propio de una incertidumbre tan terrible que hace imposible decir nada. El médico le puso un dedo en la muñeca, aguardó un instante y, levantando la mirada, asintió levemente con la cabeza. Ya le volvía a latir el pulso débilmente.

Largo y delicado fue el proceso de hacerlo volver en sí, como ayudar a desarrollarse la débil vida nueva de un recién nacido. Mas el médico era tan paciente como hábil, y al fin oyeron que el anciano respiraba con suavidad y normalidad.

Estaba tan débil que los ojos se le cerraron cuando hizo el primer esfuerzo de mirar a su alrededor. Al abrirlos de nuevo, tenían un extraño aspecto líquido y blando, casi como los ojos de una niña. Tal vez se debiera en parte a que, en cuanto pudo ver, a quien contempló fue a Annie.

Enseguida movió los labios, pero habló con tal hilo de voz que el médico tuvo que acercarse a su boca para poder oírlo. Dijo en tono trémulo que había tenido un sueño espantoso por el que se temía que se había puesto muy enfermo, pero ya había terminado y se encontraba mucho mejor, aunque no lo bastante fuerte para recibir a tantas visitas. Le volvieron a fallar las fuerzas y miró de nuevo a Annie en silencio. Al minuto siguiente, le susurró algo. Ella fue a la mesa, cogió la nueva máscara y, arrodillándose, la sostuvo delante de él para que la mirase. El médico hizo una seña al señor Colebatch, la casera y el carpintero para que lo acompañasen a la sala contigua.

—Bien —les dijo—, solo tengo una única instrucción muy importante que darles a todos ustedes, y que les pido que comuniquen a la señorita Wray cuando esté más calmada. Bajo ningún concepto debe imaginar el paciente que se equivoca al creer que todos sus males han estado ocasionados por un sueño. Ese será el punto débil de su intelecto el resto de su vida. Cuando se sienta más fuerte, es seguro que les interrogará a ustedes con curiosidad acerca de su sueño, pero deberán dejar que siga en el engaño si valoran su cordura como es debido. Les aseguro que ha recobrado la razón cuando ya estaba en las garras de la muerte, y necesita mucho tiempo para fortalecerse. Supongo que saben que una articulación que se disloca por un tirón se cura por medio de otro tirón. Consideren igualmente que a él se le ha dislocado la mente por una conmoción que ahora otra conmoción ha curado, y trátenla como tratarían una extremidad que acabase de volver a su sitio: con mucha delicadeza. Por cierto —añadió el médico tras un momento de reflexión—, si no consiguen hacerse con la llave de su caja de caudales sin levantar sospechas, fuercen la cerradura y tiren los fragmentos del antiguo vaciado, del que no dejaba de hablar en su delirio; destrúyanlos por completo. Si los volviese a ver alguna vez, podrían provocarle un grave perjuicio. Debe figurarse en todo momento lo que ahora: que el nuevo vaciado es el mismo que siempre ha poseído. Es un caso muy interesante, señor Colebatch, muy interesante, y de verdad que le estoy muy agradecido por haberme permitido estudiarlo. Cálmese, señor; veo que está usted un tanto alterado y asombrado por todo esto, pero el señor Wray ya no corre ningún peligro. Y fíjese en lo que le digo: ese hombre, salvo en un punto, no ha estado más cuerdo en toda su vida.

Todos miraban a la otra habitación mientras el médico hablaba. El señor Wray seguía en el sofá observando la máscara de Shakespeare, que Annie sostenía ante él arrodillada a su lado. El anciano rodeaba el cuello a su nieta con un brazo y, de vez en cuando, le susurraba algo con una leve sonrisa, pero muy feliz, a lo que ella contestaba también entre susurros. Aunque era una escena muy sencilla, la casera, pensando en todo lo que había sucedido, se echó a llorar al contemplarla. El honrado carpintero parecía muy dispuesto a seguir su ejemplo y, probablemente, el señor Colebatch hubiese compartido esa misma debilidad en ese momento de no encontrar la forma de no delatarse.

—¡Venga —exclamó muy ronco y con prisas—, vayámonos de aquí y dejémoslos solos, que aquí solo estorbamos!

—Tiene usted toda la razón, señor —observó el doctor—. Esa encantadora señorita es la única asistente médica que debe estar con él ahora. Detrás de usted, señor Colebatch.

—Joven —dijo este al carpintero conforme bajaban—, quisiera verlo a solas mañana por la mañana, que tengo mucho que preguntarle cuando se me haya pasado toda esta agitación de ahora. Igual que nuestro amigo está volviendo en sí, mi curiosidad también lo hace. Estese aquí mañana a las diez cuando yo vuelva. ¡Listo, doctor! No, detrás de usted, por favor. Ah, gracias a Dios que llegamos dolientes a esta casa y salimos de ella dichosos. ¡Al final vamos a tener una feliz Navidad y un próspero Año Nuevo, doctor!



X.

A las diez justas, volvió el señor Colebatch muy puntual y, en lugar de subir, llamó al carpintero con mucho secretismo a la sala trasera.

—Bien, en primer lugar, ¿cómo está el señor Wray? —inquirió el anciano caballero, tan preocupado como si la noche anterior no hubiese mandado a alguien tres veces, y dos veces más a primera hora de la mañana, a hacer esa misma averiguación.

—Dios lo bendiga, señor —contestó el carpintero con una gran sonrisa y frotándose las manos de manera muy expresiva—. Después de haber dormido muy bien anoche, vuelve a tener el ánimo de siempre. Aún sigue muy débil, sin duda, pero ya es el mismo. En la última media hora se ha metido conmigo dos veces por mi forma de expresarme; tiene a Annie leyéndole a Shakespeare y no deja de preguntar si van a llegar nuevos alumnos: todo igual que antes. Ay, señor, qué alegría volverlo a ver así… Si es tan amable de acompañarme arriba…

—Espérese hasta que hayamos terminado de hablar —lo conminó el hacendado —, y siéntese. Por cierto, ¿ha dicho algo de esa caja de caudales del infierno?

—Forcé la cerradura esta mañana como me dijo el caballero y enterré muy hondo hasta el último pedazo de escayola en el jardín de detrás. Luego él ha visto la caja y le ha entrado un escalofrío. «Llévatela —me ha dicho—, y no quiero volver a verla. Me recuerda ese sueño espantoso». Y entonces nos ha contado lo que pasó como si de verdad hubiera sido un sueño, y ha dicho que no se lo podía quitar de la cabeza porque todo era como si hubiera sucedido realmente. Después me ha dado las gracias por hacer la caja nueva para el vaciado; recordaba que yo se lo había prometido, y eso que fue justo antes de que empezaran todos los problemas.

—Y supongo que estarán ustedes siguiéndole la corriente en todo y dejando que piense que está en lo cierto, ¿no? —inquirió el hacendado—. Recuerden que no debe enterarse nunca de que no ha estado soñando.

Y nunca se enteró, como nunca llegó ni a sospechar lo mucho que le debía a Annie. Pero eso tampoco importaba mucho, ya que sería imposible que llegaran a quererse más de haberlo descubierto él todo.

—Bueno, maestro carpintero —prosiguió el señor rural—, hasta ahora me ha contestado muy bien a todo, y espero que me conteste igual de bien a la siguiente pregunta. ¿Qué misterio esconde ese vaciado de escayola? ¡Ah, no, nada de ponerse inquieto! He visto la máscara y sé que es un retrato de Shakespeare, y estoy decidido a averiguarlo todo. No me irá a decir usted que piensa que no soy un amigo en el que se pueda confiar, ¿eh?

—Cómo voy a pensar eso después de lo bien que se ha portado, señor. Pero, por favor, es que prometí que guardaría el secreto —dijo el carpintero con aspecto de estar aguardando la oportunidad de abrir la puerta y salir corriendo—. Se lo prometí, señor, de verdad que sí.

—¡Prometió unas narices! —bramó furioso el hacendado—. ¿De qué sirve guardar un secreto que ya se ha revelado en parte? Mire lo que le digo, señor… ¿Cuál es su nombre? Corre por ahí la broma de llamarlo Julio César, pero ¿cuál es su verdadero nombre, si es que tiene?

—Martin Blunt, señor, pero no me pida que le cuente el secreto, se lo ruego. No digo que vaya usted a charrarlo, pero si llegara a saberse algo y se enteraran en Stratford-upon-Avon…

De pronto se calló, con la sensación de que estaba empezando a ponerse en un compromiso.

—¡Ah, ya lo tengo! —exclamó el señor Colebatch—. ¡Que me aspen si no lo sé por fin todo!

—No me lo cuente, señor; por favor, no me lo cuente.

—Quédese en esa silla, señor Martin Blunt, y nada de intentar huir de mí. Qué tonto que fui de no imaginármelo todo en cuanto vi que era un retrato de Shakespeare. Conozco el busto de Stratford, señor Blunt. Y hay algo de Stratford que le da a usted miedo, ¿verdad? ¿Y por qué? Yo lo sé. Alguno de ustedes sacó esa máscara del busto de Stratford sin pedir permiso, porque son como dos gotas de agua. Bien, joven, mire lo que le digo: como no me lo confiese todo de inmediato, me voy a la redacción del Tidbury Mercury y les suelto mi versión del asunto a modo de interesante anécdota local. ¿Me lo cuenta o qué? Se lo estoy pidiendo por el bien del señor Wray; de lo contrario, antes preferiría morirme que pedírselo.

Confundido, amenazado, intimidado, gritado y derrotado, finalmente el desdichado carpintero cedió.

—Si hago mal contándolo, señor —dijo el buen hombre—, es culpa de usted.

Y pasó a relatarle, con muchos circunloquios y balbuceos, todo lo que le había revelado el viejo Reuben. De vez en cuando el hacendado soltaba alguna contundente interjección de asombro o de admiración, pero, por lo demás, escuchó la narración con sorprendente calma y atención.

—Pero ¿qué demonios son todas esas tonterías sobre las autoridades de Stratford y el castigo de la ley? —exclamó el señor Colebatch cuando el otro hubo terminado —. En fin, lo mismo da; ya nos ocuparemos de eso más tarde. Ahora hábleme de lo de volver allí a coger el molde del armario y sacar la nueva máscara. Sé quién lo hizo: fue esa chiquilla tan querida, encantadora y sin parangón. Pero cuéntemelo todo, ¡venga, deprisa! ¡No me tenga aquí esperando!

Julio César se manejó en ese segundo relato con mucha más labia. Le contó que, una noche en su cuarto, Annie recordó de pronto que el molde se había quedado en Stratford, y decidió ir a por él para intentar devolver a su abuelo la salud y sus facultades; que él la acompañó para protegerla; que fueron a Stratford en la diligencia en asientos exteriores, con el frío que hacía, para ahorrar; que Annie apeló a la misericordia de su anterior casero y, en lugar de inventarse alguna mentira para engañarlo, le contó toda la verdad; que el casero se compadeció de ellos y prometió guardar el secreto; que subieron al cuarto y encontraron el molde en la vieja bolsa de lona detrás de los volúmenes del Registro anual donde el señor Wray lo había dejado; que Annie compró escayola y siguió las instrucciones que le había dado su abuelo sobre cómo hacer un vaciado, fracasando en el primer intento, pero consiguiéndolo admirablemente al segundo; que se vieron obligados a esperar, sufriendo una tensión espantosa, a que saliera al tercer día la diligencia de vuelta; y que finalmente regresaron sanos y salvos, no solo con la nueva máscara, sino también con el molde. Todos estos particulares salieron de boca del carpintero con una sencilla elocuencia a la que ninguna ayuda elocutiva podría haber proporcionado ni un ápice de mayor efecto que le fuese de utilidad.

—Cuando nos marchamos, no teníamos ni idea —dijo Julio César para concluir — de que el pobre señor Wray estuviese tan mal. Irse fue una prueba muy dura para Annie, señor. Se arrodilló delante de la casera (que yo la vi, y como medio enloquecida que estaba), se arrodilló delante de la mujer y le rogó que fuese como una hija para el anciano hasta que ella regresara. Y, aun después de eso, seguía sin estar segura de si debía irse cuando ya amaneció. Pero no le quedaba más remedio, porque no se atrevía a dejarme ir solo, por miedo a que se me cayera el molde cuando lo cogiera (que me temo que habría sido lo más probable), o me metiera en un lío contando lo que no debiera donde no debiese, y me llevaran con molde y todo ante las autoridades de Stratford, que iban a meter al señor Wray en la cárcel de no ser porque nos vinimos corriendo a Tidbury y…

—¡Pero qué tontería! ¡Podrían meterlo en la cárcel por hacer el vaciado lo mismo que podría yo! —exclamó el señor rural—. ¡Espere, que se me ocurre algo! ¡Por fin se me ocurre algo que valga la pena! ¿Está el molde aquí? ¿Sí o no?

—Sí, señor, pero, por Dios bendito, ¿qué es lo que pasa?

—¡Corra! —dijo el señor Colebatch yendo de un lado a otro de la habitación como un poseso—. ¡Vaya al número 15 de esta calle, a Dabbs y Clutton, los abogados, y traiga a uno de ellos al instante! ¡Maldita sea, corra o me va a estallar una vena!

El carpintero fue corriendo al número 15, y el señor Dabbs, que dio la casualidad de que estaba en casa, acudió corriendo desde el número 15. El señor Colebatch lo recibió en la puerta de la calle, lo llevó a rastras a la sala trasera, lo sentó de un empujón en una silla y de inmediato le planteó el conflicto entre el señor Wray y las autoridades de Stratford, con las menos palabras posibles y el tono más acelerado que pudo.

—Bien —dijo el anciano caballero al final—, ¿pueden o no pueden perjudicarlo por lo que hizo?

—Es un caso muy sustancioso, señor —comentó el abogado—; muy sustancioso, ya lo creo que sí.

—¡Maldita sea, hombre —bramó el hacendado—, no me venga a mí con «casos sustanciosos» como si fueran algo rico de comer! ¿Pueden o no pueden perjudicarlo? ¡Contésteme en cuatro palabras!

—No, no pueden —contestó triunfalmente Dabbs en solo tres.

—¿Por qué? —preguntó el otro, ganándole con una réplica de solo dos.

—Por la siguiente razón —dijo Dabbs—. ¿Qué llevó el señor Wray a la iglesia? Su propia escayola en polvo. ¿Qué sacó de allí? La misma escayola con otra forma. ¿Tiene un busto de doscientos años algún tipo de derechos de reproducción? Imposible. ¿Dañó el señor Wray el busto? No, o de lo contrario habrían venido aquí a por él y lo habrían procesado de inmediato, porque saben dónde se encuentra. Precisamente ayer me estuvo hablando de eso un hombre de Stratford, que me dijo que sabían que el señor Wray estaba en Tidbury. Dadas todas esas circunstancias, ¿dónde hay ni sombra de caso contra el señor Wray? ¡En ninguna parte!

—¡Genial, Dabbs, genial! ¡Llegará usted a lord Canciller algún día! ¡No he oído mejor opinión en toda mi vida! Bien, señor Julio César Blunt, ¿se da cuenta de qué es lo que se me ha ocurrido? ¿No? Atiéndame: saque vaciados de ese molde hasta que le duelan los brazos; fíjelos en placas de mármol negro para que resalte el rostro blanco; véndaselos, a una guinea cada una, a los montones de personas que darían lo que fuese por tener un retrato de Shakespeare; y luego ábrase lo más deprisa que pueda los bolsillos de los pantalones para que le caiga todo el oro dentro. Dígale eso al señor Wray y le estará diciendo que es un hombre rico… o, no, no se lo diga, que está usted igual de poco preparado que yo para hacerlo como es debido. Vaya ahora mismo a repetirle a Annie hasta la última palabra de lo que le acabo de explicar, que ella sabrá cómo decírselo a su abuelo. ¡Venga, vaya!

—Pero entonces el señor Wray se enterará del modo en que el molde ha llegado hasta aquí, y no le podemos contar la verdad, señor.

—¡Cuéntenle una mentira, claro está! Díganle que el casero de Stratford lo encontró en el armario y lo envió aquí. Dabbs dará fe de que la gente de Stratford sabe que está en Tidbury y que no pueden hacerle nada; seguro que el señor Wray pensará que eso es buena prueba de que tenemos razón. Dígale que yo lo coaccioné a usted para que me contara el secreto cuando vi el molde; dígale lo que sea, pero vaya y arreglen esto ya. Yo me voy a dar mi paseo y a pasarme por el cantero para ocuparme de las placas de mármol. Estaré de vuelta dentro de una hora y entonces veré al señor Wray.

Al momento siguiente el impetuoso anciano había salido de la casa, y, antes de transcurriera toda la hora, ya había regresado aún más impetuoso que nunca.

Cuando entró en la sala, lo primero que presenció fue que el carpintero colgaba la caja que contenía la máscara, con la tapa quitada, sin miedo y a la vista de todos, encima de la chimenea.

—Me alegro de que la ponga ahí, señor —dijo dándole la mano al señor Wray—. Eso es señal de que Annie le ha contado mis buenas noticias, ¿no?

—Sí, señor —contestó el otro—, y son las mejores noticias que he oído en mucho tiempo. Ya puedo colgar ahí mi tesoro y contemplarlo cuando quiera de la mañana a la noche. Estuvo muy mal que esas gentes de Stratford me asustaran con amenazas que no podían cumplir. El mejor de ellos es quien fuese mi casero, un hombre honrado que ha tenido el detalle de enviarme mi vieja bolsa y el molde (que a él le parecería algo inservible), y que me dejé en mi cuarto, por el simple hecho de ser míos. Estoy muy orgulloso, señor, de haber hecho esa máscara. Nunca podré corresponder lo bastante a la amabilidad de usted al defender mi reputación y ocuparse de mí como ha hecho, pero si es tan amable de aceptar una copia de la máscara ahora que tenemos el molde, como dice Annie…

—Por supuesto que sí, y muy agradecido, y le encargaré cinco copias más para regalar a mis amigos cuando empiecen a venderlas al público.

—No estoy muy convencido de eso, señor —repuso el señor Wray bastante intranquilo—. Vender la máscara es como volver mi gran tesoro algo muy corriente, como entregar mi propiedad exclusiva a todo el mundo.

El señor Colebatch refutó esa objeción al instante. ¿Podía el señor Wray, preguntó, ser de verdad tan egoísta de negar a otros aficionados a Shakespeare el privilegio que tanto valoraba él de poseer el retrato del bardo, por no hablar de renunciar como si nada al mismo tiempo a ganar una buena cantidad de dinero? ¿Era tan egoísta y desconsiderado? No; después de meditarlo, el señor Wray reconoció que no lo era. Ahora veía el asunto desde una nueva perspectiva, y, rogando al señor Colebatch que le perdonase si le había parecido egoísta o desagradecido, dijo que seguiría sus consejos.

—Muy bien —se alegró el anciano caballero—. Con eso ya me quedo contento. Pronto tendrá fuerzas, mi buen amigo, para hacer los vaciados usted mismo.

—Así lo espero —contestó el señor Wray—. Es muy extraño que me sienta tan débil por un mero sueño. Supongo que le habrán contado el sueño tan horrible que tuve. Si no viera la máscara ahí colgada, entera como siempre, de verdad que creería que se había hecho añicos tal y como soñé. Está claro que tuvo que ser un sueño, porque también soñé que Annie se había marchado de casa y me había dejado y, cuando me desperté, aquí estaba ella. También parece que voy una semana o más con retraso en mi idea del día del mes en que estamos. En definitiva, señor, que casi me creería hechizado —añadió apretándose una mano temblorosa contra la frente— si no supiera que casi es Navidad y no creyese en lo que el querido Will Shakespeare dice en Hamlet (un pasaje, por cierto, que el señor Kemble siempre lamentaba que suprimieran de la obra).

Y empezó a declamar, débilmente pero con todas las cadencias de Kemble de siempre, los exquisitos versos a los que se refería, mientras el hacendado llevaba el ritmo de cada modulación con el dedo índice:

Dicen que cuando vuelve la estación
en que celebramos el nacimiento de nuestro Salvador
esta ave matutina canta la noche entera,
y dicen que entonces ningún espíritu a vagar se atreve;
son buenas noches en las que los planetas no ejercen maleficio
ni ningún hada o bruja puede dañar con sus encantamientos.
Tan santo y lleno de gracia es ese tiempo.
—¡Eso es poesía! —exclamó el señor Colebatch mirando la máscara—. Muy superior a mi tragedia de la Asesina misteriosa me temo, ¿verdad, señor? Y qué bien recita usted, qué espléndido. Maldita sea, si todavía no hemos hablado ni la mitad de Shakespeare y John Kemble. Una charla con un viejo intérprete como usted es vida nueva para mí, viviendo en un lugar tan bárbaro como este. Ay, señor Wray —y el hacendado bajó la voz y habló con una ternura que sonaba extraña en alguien tan brusco—, es usted muy afortunado por tener una nieta que le hace compañía siempre, pero sobre todo en Navidad. Yo soy un soltero viejo y solitario y me tengo que tomar la comida de Navidad sin mujer ni hija que me endulcen el sabor de los alimentos.

Al oír eso, la pequeña Annie se puso en pie y se acercó con discreción al lado del señor Colebatch. Tenía el pálido rostro muy ruborizado (aún no había recuperado todo su bonito color natural) y, tras observar con dulzura un momento al anciano, agachó la mirada y le dijo:

—No diga que está solo, señor. Si quiere, yo estaré encantada de ser como una nieta para usted. Yo… siempre preparo el budín de pasas el día de Navidad para el abuelo, y si él lo permite… y si usted…, si usted…

—¡Si esta encantadora niña no está intentando armarse de valor para invitarme a que pruebe su budín, es que yo soy el Papa de Roma! —exclamó el señor rural cogiendo a Annie en brazos y besándola—. Sin ninguna ceremonia, señor Wray, me invito a la comida de Navidad. La celebraríamos en Cropley Court, pero usted no está aún fuerte para salir estas noches frías. De todos modos, lo hará todo mi cocinera, a excepción del budín de Annie; la señora Buddle, el ama de llaves, vendrá a ayudar, y tendremos un festín, Dios mediante, como jamás se ha servido a un rey. Nada de disculpas de uno u otro, mi buen amigo; ¡estoy decidido a pasar el día de Navidad más feliz de mi vida, y usted también!

Y el buen hacendado cumplió su palabra. Por supuesto, corrió la voz por toda la ciudad de que el señor Matthew Colebatch, el hacendado de Tidbury-on-the-Marsh, iba a comer el día de Navidad con un viejo actor en una pensión. La gente distinguida de la ciudad se escandalizó e indignó. Dijeron que el señor rural ya había mostrado a menudo esa tendencia a rebajarse, como, por ejemplo, cuando se le vio bromeando en la Calle Mayor con un hojalatero ambulante al que había pedido a plena luz del día que le pusiera una contera nueva en el bastón; también lo habían descubierto comiendo tan tranquilo beicon y verdura en la casita de uno de sus arrendatarios, y lo habían oído cantando una balada tradicional con voz cascada de tenor para entretener al hijo de otro de ellos. Todo eso ya era vergonzoso de por sí, pero ir públicamente a comer con un oscuro actor teatral era la gota que colmaba el vaso. El reverendo Daubeny Daker afirmó que, después de eso, la esfera en que debería moverse el señor Colebatch era el manicomio, y los amigos del reverendo Daubeny Daker se hicieron eco de esa opinión.

Sin hacer el menor caso a ese parecer generalizado de la gente distinguida del lugar, el señor Colebatch fue a comer el día de Navidad al número 12; y, lo que es más, llevando pantalones negros y medias de seda como si asistiese a una gran fiesta. La comida llegó antes que él, y la oronda señora Buddle, que lucía un vestido de seda de color lavanda con un delantal de batista encima para no mancharse, apareció de forma muy auspiciosa con el banquete. Nunca había sentido tanto la pequeña Annie la responsabilidad de hacer un budín de pasas como cuando vio el delicioso festín que había encargado el señor Colebatch para acompañar a su pequeña obra de repostería.

Se sentaron a comer con el hacendado presidiendo (el señor Wray insistió en eso) y la señora Buddle en el otro extremo (en lo que también insistió); el viejo Reuben y Annie en un lado de la mesa y Julio César solo al otro (como conocían sus costumbres, quisieron dejarle sitio). Todo transcurrió de forma bastante refinada y tranquila hasta que sirvieron el budín de Annie. Al verlo, el señor Colebatch se puso a dar vítores como si fuese detrás de una jauría de perros de caza. El carpintero perdió el equilibrio por el ruido y la emoción y tiró una cuchara, una copa de vino y un pimentero en tan rápida sucesión que la señora Buddle pensó que debía de estar loco; y, por primera vez desde que empezaran los problemas, la pobre Annie se echó a reír de nuevo y con todo el encanto de siempre. Hemos de añadir que el señor Colebatch hizo abundante honor al budín. Dos veces viajó su plato hasta la fuente, y lo habría hecho una tercera de no ser porque la fiel ama de llaves alzó su voz de aviso para recordar al anciano caballero que tenía estómago.

Cuando recogieron la mesa y llenaron las copas con el espléndido oporto añejo del hacendado, este excelente hombre se levantó lenta y solemnemente de la silla para anunciar que tenía que hacer tres brindis y dar un discurso. Añadió que este último estaba supeditado a que tuviese bien la voz después de las dos raciones de budín que se había tomado; aunque pensaba que no era muy probable, principalmente porque Annie se había excedido con la cantidad de pella al mezclar los ingredientes.

—El primer brindis —dijo el anciano caballero— es a la salud del señor Reuben Wray, y que Dios lo bendiga.

Cunado hubieron bebido con inmenso fervor, el señor Colebatch pasó de inmediato al segundo sin hacer una pausa y sentarse; una costumbre que otros oradores de sobremesa harían bien en imitar.

—El segundo brindis —dijo cogiéndole la mano al señor Wray y mirando a la máscara, que colgaba enfrente muy bien decorada con acebo—, el segundo brindis es para que la máscara de Shakespeare tenga muy buenas ventas y una calurosa acogida por toda Inglaterra.

Hicieron los honores a ese deseo como correspondía y, de inmediato, el señor Colebatch pasó como un rayo al tercero.

—El tercer brindis —dijo— es el del discurso. —Entonces intentó sin éxito aclararse la voz de los efectos del budín—. Como les digo, damas y caballeros, procedo al brindis del discurso. —Se calló de nuevo y pidió al carpintero que le sirviera una copita de coñac, y después de tomársela de un trago pudo seguir hablando con fluidez—. Señor Wray, me dirijo a usted en particular porque a usted particularmente concierne lo que voy a decir. Hace tres días tuve una pequeña charla en privado con estos dos jóvenes. Los jóvenes, señor, nunca están del todo libres de cometer ciertas imprudencias, y enamorarse es una de ellas. —En ese momento, Annie se escondió detrás de su abuelo, mientras que el carpintero, como no tenía nadie tras quien esconderse, se tranquilizó tirando sin querer una naranja—. Bien, señor —continuó el hacendado—, de esa pequeña charla en privado de la que hablaba infiero que estos dos jóvenes quieren casarse. Según tengo entendido, usted se opuso en un principio a su compromiso y, como hijos buenos y obedientes, ellos respetaron su objeción. Creo que es hora de recompensarlos por eso. Deje que se casen si quieren, señor, mientras usted siga felizmente con vida para verlo. No voy a decir nada de nuestra querida pequeña salvo esto: que para ella y para todas las chicas lo fundamental no es que se casen con un hombre de buena posición, sino que se casen con un buen hombre. Y he de reconocer que no me parece que ella haya elegido muy mal… —El señor Colebatch vaciló un instante, pues tenía en mente lo que no se atrevía a decir: que el carpintero le había salvado la vida a Reuben cuando los ladrones estaban en la casa, y que había demostrado ser digno de la confianza de Annie al pedirle ella que la acompañara a Stratford a recuperar el molde—. En definitiva, señor —prosiguió—, y para abreviar tanto discurso, no creo que deba usted oponerse a que se casen, siempre que dispongan de medios para vivir, y digo yo que eso lo tienen asegurado. En primer lugar, están los beneficios que seguro que obtendrán de la máscara, y que sé que usted compartirá con ellos. —Esa profecía sobre los beneficios se cumplió: para el nuevo año ya les habían encargado cincuenta copias, y después se vendieron aún mejor—. Con eso bastará para empezar, señor Wray. En segundo lugar, tengo la intención de conseguirle a aquí nuestro amigo un buen puesto de maestro carpintero en la nueva calle en media luna que van a construir en mis tierras de lo alto de la colina, y le aseguro que eso no es mala cosa. Por último, quiero que se vayan todos ustedes de Tidbury a vivir en una casita mía que está deshabitada y viniéndose abajo por falta de inquilinos. Ojo, que le voy a cobrar el alquiler, señor Wray, e iré a por él cada trimestre con la puntualidad de un recaudador de impuestos. Yo no insulto a un hombre que se gana la vida por sí mismo ofreciéndole asilo, no lo quiera Dios, pero, hasta que le vayan las cosas mejor, quiero que me tengan la casita bien acogedora. No puedo prescindir de ir a ver a mi nueva nieta a veces, ni tampoco de hablar con un viejo actor sobre el teatro británico y el gran John Kemble. En resumen, señor mío, con semejantes perspectivas, ¿se va a oponer usted a que brinde por los que serán los señores de Martin Blunt?

Conquistado por las amables miradas y palabras del hacendado, tanto como por sus razonamientos, el viejo Reuben murmuró que aprobaba el brindis, y dijo con ternura mientras se giraba hacia Annie:

—¡Siempre que me prometa que podré vivir con ella!

—Venga, venga —dijo el señor Colebatch—, no se ponga a besar así a su abuelo delante de todos, pequeña descarada, para que todos le tengamos envidia el día de Navidad. Miren lo que les digo: brindo por los que serán los señores de Martin Blunt… ¡cuando se casen dentro de una semana! —añadió imperiosamente.

—¡Santo cielo, señor! —repuso la señora Buddle—. ¡La señorita no va a poder hacerse los vestidos en tan poco tiempo!

—Ya lo creo que podrá, señora, si todas las modistas de Tidbury se dejan los dedos cosiendo, y con esto termina mi discurso. —Dicho lo cual, el hacendado se dejó caer en la silla jadeando satisfecho—. ¡Ahora ya somos todos felices! —exclamó llenándose la copa—. Y ahora ya podemos disfrutar de este oporto a gusto, ¿verdad, amigo mío?

—Sí, somos todos felices —repitió el viejo Reuben, dando unas palmaditas a Annie en la mano, que tenía sobre la suya—, pero creo que yo lo sería aún más si consiguiera olvidarme de ese sueño espantoso.

—¿Olvidarse? —se extrañó el señor Colebatch—. Pero si siempre lo vamos a recordar todos juntos de aquí en adelante, y además encantados.

—¿Cómo es eso? —preguntó el señor Wray muy interesado.

—¡Mi buen amigo —contestó el hacendado dándole a él unas fuertes palmaditas en el hombro—, lo recordaremos alegremente como nada más que una historia para contar al amor de la lumbre navideña!







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