30 de diciembre de 2021

¿Cómo se introdujo el soneto y el endecasílabo en España?: Carta Prohemio de Juan Boscán a la Duquesa de Soma.

Libro II de la edición princeps de las Obras de Boscán, de 1543.

Juan Boscán Almogáver (1487-1542)
He miedo de importunar a vuestra señoría con tantos libros. Pero ya que la importunidad no es escusa, pienso que avrá sido menos malo dalla repartida en partes, porque si la una acabare de cansar, será muy fácil remedio dexar las otras. Aunque tras esto me acuerdo agora que el cuarto libro ha de ser de las obras de Garcilaso, y éste no solamente espero yo que no cansará a nadie, mas aun dará muy gran alivio al cansancio de los otros.

En el primero avrá vuestra señoría visto esas coplas (quiero dezillo así) hechas a la castellana. Solía holgarse con ellas un hombre muy avisado y a quien vuestra señoría deve de conocer muy bien, que es don Diego de Mendoça. Mas paréceme que se holgava con ellas como con niños, y así las llamava las redondillas.

24 de diciembre de 2021

MINILECTURA. "LA MÁSCARA ROBADA o EL MISTERIO DE LA CAJA DE CAUDALES", de WILLIAM WILKIE COLLINS (1824-1889)


(Una historia para contar al amor de la lumbre navideña)
.

1852


Introducción

Es posible que algunos lectores de este relato posean una «máscara» de escayola, o rostro o efigie de Shakespeare, que es una copia del célebre busto de Stratford. Esas copias se pusieron a la venta hace ya algún tiempo. Las circunstancias en que se hizo el molde original me las relató un amigo (que ya no se encuentra entre nosotros) al que estoy muy agradecido porque tuvo la amabilidad de acordarse de mí y regalarme el ejemplar de la máscara que ahora tengo:

Hace unos cuantos años, mientras un albañil de Stratford-upon-Avon estaba realizando unas reparaciones en la iglesia, se las apañó para hacer un molde del busto de Shakespeare creyendo que no levantaba ninguna sospecha. Sin embargo, se descubrió lo que había hecho y de inmediato las autoridades a cargo del busto lo amenazaron con las penas y castigos más severos de la ley, aunque sin especificar por qué delito en concreto. El pobre hombre se asustó tanto por esas amenazas, que recogió sus herramientas al instante y se marchó de Stratford llevándose el molde con él. Más tarde planteó el caso a personas capacitadas para aconsejarle que le dijeron que no debía temer sanción alguna, y que, si creía que tendrían salida, podía hacer cuantas copias quisiera y venderlas en cualquier parte. Él siguió la recomendación, fijó las máscaras con mucho cuidado en placas de mármol negro y vendió gran cantidad de ellas no solo en Inglaterra, sino también en Estados Unidos. Hemos de añadir que ese albañil siempre se había caracterizado por la gran veneración que sentía por Shakespeare, lo que lo llevó al extremo de asegurar al amigo del que obtuve esta información que, si en su condición de viudo alguna vez se volvía a casar, solo sería con una mujer que fuese descendiente en línea directa de William Shakespeare.

De la anécdota que acabo de relatar surgió la primera idea para las siguientes páginas. Ofrezco ahora este pequeño libro al público en el que he intentado contar una sencilla historia en tono tan natural como familiar; en otras palabras, como si la estuviera narrando a un grupo de amigos sentados alrededor de mi hogar.
WILKIE COLLINS.
HANOVER TERRACE, REGENT’S PARK



I.

Estaría insultando a la inteligencia de los lectores si creyera necesario describirles tan célebre ciudad como es Tidbury-on-the-Marsh. ¿Quién no conoce ese elegante lugar residencial de provincias? El espléndido nuevo hotel que se ha erigido al lado de la vieja posada; la extensa biblioteca a la que, no contentos con solo añadirle más libros, también están añadiendo ahora una nueva entrada; el proyecto de construir una calle en media luna de viviendas palaciegas de estilo griego en lo alto de la colina, que rivalice con la ya terminada de viviendas almenadas de estilo gótico al pie de esa colina; ¿no son hechos locales como estos de sobra conocidos por cualquier inglés inteligente? Pues claro que sí; la pregunta es superflua. Vayamos de inmediato, sin perder más tiempo, de Tidbury en general a la Calle Mayor en particular, y en concreto a nuestro destino allí: el establecimiento comercial de los señores Dunball y Dark.

Al fijarse únicamente en los líquidos de colores, la estatua en miniatura de un caballo, los emplastos para callos, las bolsas impermeables, los tarros de cosméticos y los platillos de cristal tallado llenos de pastillas del escaparate, uno podría pensar en un principio que Dunball y Dark solo eran farmacéuticos. Pero al observar detenidamente por la entrada una estancia interior, vería una inscripción, un receptáculo o caja de caoba grande y vertical con un agujero, unos barrotes de metal que protegían el agujero, una cortina verde para cubrir el agujero, y un hombre con una pala de cobre para dinero parcialmente visible tras el agujero; todo lo cual bastaría para informar a uno de que Dunball y Dark no solo eran farmacéuticos, sino también una «sucursal bancaria».

Es una mañana fría y borrascosa de finales de noviembre. El señor Dunball, en ausencia del señor Dark, que ha ido a dar un discurso en la junta de la parroquia, se ha metido en la caja de caoba para hacerse cargo de la sucursal bancaria. Es muy gordo, por lo que de un modo muy absurdo resulta demasiado grande para su campo de acción. Todavía no ha ido un solo cliente a sacar dinero; ni siquiera ha ido nadie a chismorrear con el banquero por los barrotes de metal de su prisión comercial. Ahí está sentado, contemplando tranquilamente la calle a través de la sección de farmacia de la tienda, con el oro en un cajón, los billetes en otro, los codos sobre los libros de contabilidad y la pala del dinero bajo el pulgar: la viva imagen de la soledad acaudalada; el ermitaño de las finanzas británicas.

En la tienda de fuera está el joven dependiente, dispuesto a drogar al público en un santiamén. Sin embargo, Tidbury-on-the-Marsh es un lugar sano y poco rentable y no hay público que aparezca. Una vez que el joven dependiente ha comprobado por el reloj de la tienda que son las diez y cuarto, y por la veleta de enfrente que el viento sopla del «sur-sur-oeste», ya ha agotado todas sus fuentes externas de entretenimiento, y no le queda más que dedicarse primero a afilar la navaja y luego a cortarse las uñas. Ha terminado la mano izquierda, y acaba de empezar con el pulgar de la derecha, cuando al fin un cliente oscurece la entrada de la tienda.

12 de diciembre de 2021

USO DE LOS SIGNOS DE PUNTUACIÓN. II. LA COMA.


La coma ( , ) es un signo de puntuación que delimita unidades lingüísticas inferiores al enunciado.

Se escribe pegada a la palabra o signo que la precede y separada por un espacio de la palabra o el signo que la sigue.

01. Úsase la coma cuando se quiere hacer algún tipo de aclaración, comentario o precisión. Se conoce como COMA ACLARATIVA.

En este caso es fundamental que dicha información adicional se encierre con una coma delante y otra detrás, excepto si se encuentra al inicio o al final de la oración.

Es muy probable que para este uso se emplee, a veces, paréntesis o rayas.

Alberto, el hermano de Ana, vive en Madrid.
Cualquier muchacho, incluso tú, puede hacer esto.

02. Se pone también la coma para separar una enumeración de elementos. Se conoce como COMA ENUMERATIVA.

Ayer compré frutas, verduras, queso, galletas y carne.

Fíjese en que el primero de los elementos de la enumeración no lleva coma delante y en que el último de los elementos tampoco.

En una enumeración, solo se admite el uso de coma delante de y cuando esta ha sido separada por punto y coma.

En la mesa deja todos tus libros; en la mochila, tus cuadernos; en el estuche, tus bolígrafos, y en el bolsillo, el móvil.

Dese cuenta de que, además, se ha ido empleando una coma elíptica (que le explicamos más abajo).

La coma enumerativa no solo se da en la enumeración de palabras, sino también de sintagmas y oraciones.

5 de diciembre de 2021

MINILECTURA. "EL PECHO DESNUDO" de ITALO CALVINO (1923-1985)


Capítulo perteneciente a "Palomar" (1983).

Puede escucharlo aquí:

El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza.

Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular- yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; esta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada.

De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo de rozar con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. Sí -reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza.

¿Pero será justo proceder así? -sigue reflexionando-. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecida con los años en insolencia rutinaria?

Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada. Creo que así mi posición resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado…