25 de septiembre de 2022

MINILECTURA: "RODRIGO O LA TORRE ENCANTADA" (1800), de Donatien Alphonse Francois de Sade (Marqués de Sade)


Relato integrado dentro de "Los crímenes del amor", recopilación de relatos publicada por el Marqués de Sade en 1800.


Rodrigo, rey de España, el más sabio entre los príncipes en el arte de encontrar nuevos placeres, el menos escrupuloso en la forma de procurárselos, considerando al trono como uno de los medios más seguros para obtener la impunidad, a todo se atrevió para lograrlo, y no necesitando hacer caer, para obtenerlo, más que la cabeza de un niño, dictó sin remordimientos su sentencia; mas Anagilda, madre del desdichado Sancho, que tal era su nombre, y del cual Rodrigo, tío y tutor, quería ser también verdugo, logró descubrir la conjura proyectada contra su hijo y tuvo la suficiente habilidad como para prevenirla; se va al África, ofrece a los Moros el trono legítimo de España, les cuenta el propósito criminal que la ha impulsado a actuar, implora su protección y, cuando estaba a punto de obtenerla, muere con el desgraciado niño.

Rodrigo, totalmente ajeno a lo que pueda turbar su felicidad, Rodrigo rey, sólo se preocupa por sus placeres; para multiplicar las causas que puedan aumentarlos discurre atraer a su corte a las hijas de todos sus vasallos. Pretexta necesitar rehenes para estar seguros de ellos, velando así sus funestos designios. ¿Se resisten? ¿Reclaman a sus hijas? Culpable pronto de crímenes de Estado, hace pagar con la vida tal rebelión, y bajo su cruel reinado no es dado encontrar un justo medio entre la cobardía y la perfidia.

Entre las jóvenes que embellecían, gracias a tal recurso, la corte corrompida del soberano, Florinda, de unos dieciséis años, se distinguía de sus compañeras como la rosa de las flores. Era hija del Conde Juliano, a quien Rodrigo acababa de enviar al África para oponerse a las negociaciones de Anagilda; pero como la suerte de Don Sancho y de su madre hacían ya inútiles las tratativas, el conde podría haber vuelto, y lo hubiera hecho, a no ser por la belleza de Florinda. En cuanto Rodrigo vio por primera vez a esta encantadora criatura, comprendió que el regreso del conde obstaculizaría sus deseos; le escribió ordenándole quedarse en África, y con prisa por gozar de un bien que esta ausencia parecía asegurarle, indiferente a los medios para procurárselo, hizo un día conducir a Florinda a las habitaciones de su palacio y allí, más presuroso en obtener favores que en merecerlos, sólo se preocupó por despojarla aún más.

Si bien ocurre que quien ultraja olvida prontamente sus injurias, aquel que las recibe goza al menos del derecho de recordarlas.

Florinda, desesperada, no sabiendo cómo advertir a su padre de lo que acaba de ocurrirle, se sirve de una ingeniosa alegoría transmitida a nosotros por los historiadores, y escribe a su padre: que el anillo cuyo cuidado tanto le encomendara, acababa de ser roto por el mismo rey; que habiéndose precipitado sobre ella armado de un puñal, el soberano había destrozado esa joya cuya pérdida llora y por venganza clama; pero muere de dolor antes de recibir respuesta.

No obstante el conde había comprendido el mensaje de su hija; vuelto a España había pedido ayuda a sus vasallos. Prometieron servirle y, de regreso en África, interesa a los Moros en la venganza; les dice que un rey capaz de tal infamia es, ciertamente, fácil de vencer; les prueba la debilidad de España, pinta su despoblación, el odio de los súbditos por su señor; en fin, pone en juego todo aquello que su desgarrado corazón le sugiere y nadie duda en ayudarle.

El emperador Muza, que reinaba por entonces en esas regiones del África, hizo pasar primero, en silencio, una pequeña avanzada de sus tropas para verificar lo que el conde les decía. Estas tropas se unen a los irritados vasallos de Juliano, reciben ayuda de éstos e inmediatamente son reforzadas por nuevas tropas que Muza envía para asegurar el éxito de las operaciones. Insensiblemente España se llena de africanos, mientras Rodrigo se cree aún seguro. Además, ¿qué podría hacer? Carece de soldados, de fortalezas; las que hay, fueron desguarnecidas para privar a los españoles de ayuda contra los vejámenes del soberano; y para colmo de desdichas no hay ni un céntimo en las arcas.

Sin embargo el peligro aumenta, el desgraciado monarca está a punto de ser arrojado de su trono; recuerda entonces la existencia de un antiguo monumento, en los alrededores de Toledo, al que llaman la Torre Encantada; las gentes decían que allí había tesoros, el soberano acude presuroso a apoderarse de ellos; pero no se puede entrar al tenebroso reducto; una puerta de hierro, provista de mil cerrojos, guarda tan bien la entrada que ningún mortal ha podido nunca penetrar en él; en lo alto de esta sombría puerta se lee en caracteres griegos: No te acerques si temes a la muerte. Rodrigo no se espanta; estos son sus Estados; cualquier otra esperanza de procurarse fondos le es negada; hace romper las puertas y entra.

Al segundo escalón, se presenta ante él un espantoso gigante que, dirigiendo su espada hacia el vientre de Rodrigo:

– ¡Detente!, le grita. Si aquí quieres entrar, hazlo solo. Que nadie te siga…

– ¡No me importa!, dice Rodrigo avanzando y dejando tras sí a su guardia; necesito recursos o morir…

– Tal vez encuentres las dos cosas, responde el espectro, y la puerta se cierra con estrépito.

El rey prosigue su marcha, sin que el gigante que le precede le dirija la palabra. Después de haber franqueado más de ochocientos escalones, llegan a una sala enorme alambrada por sinnúmero de antorchas. Todos los desdichados a quienes Rodrigo había sacrificado se encontraban allí, sufriendo cada uno el suplicio al que había sido condenado. – ¿Reconoces a estos infelices?, dijo el gigante. Así, a veces los crímenes de los déspotas deberían ofrecerse a sus miradas; los segundos les hacen olvidar a los primeros; nunca ven más de uno por vez…; así, mostrados en conjunto, tal vez lograrían espantarlos; piensa en los ríos de sangre por tu mano derramada sólo para servir a tus pasiones; con una sola mano puedo liberar a esos desdichados; con una sola mano puedo entregarte a ellos.

– Haz lo que te plazca, responde el orgulloso Rodrigo; no he venido de tan lejos a temblar.

– Sígueme, pues, continuó el gigante, ya que tu valor iguala a tu crueldad.

De allí pasa Rodrigo a una segunda sala, donde su guía le muestra todas las jóvenes deshonradas por sus cobardes pasiones; unas se arrancaban los cabellos, otras trataban de quitarse la vida; algunas, habiéndolo logrado, flotaban en charcos de sangre. De entre estas desventuradas el monarca ve surgir a Florinda, tal como era el día en que abusara de ella…

– Rodrigo, le dice, tus espantosos crímenes han traído enemigos a tu pueblo; mi padre me venga pero no me devuelve el honor y la vida; he perdido uno y otra por tu única culpa; volverás a verme una vez más, Rodrigo, pero teme ese fatal instante, el último de tu vida; yo soy la única que tendré la gloria de vengar a todas las infortunadas que aquí ves.

El orgulloso español vuelve la cabeza y pasa con su guía a una tercera sala.

En medio de esta pieza había una enorme estatua representando al Tiempo. Estaba armada de una maza y golpeaba la tierra minuto a minuto con ruido tan atroz que todo el recinto estremecía.

– ¡Príncipe miserable!, gritó la estatua, tu mala estrella te trae a estos lugares; escucha al menos aquí tu verdad, sabed que pronto serás desposeído por países extranjeros como castigo de tus crímenes.

La escena cambia al punto, las bóvedas se desvanecen; Rodrigo las franquea; un poder alado, del que no se da cuenta, lo transporta junto con su guía a lo alto de las torres de Toledo.

– Contempla tu destino, le dice el gigante.

Al mirar de inmediato la campiña, el monarca ve a los moros luchado con su pueblo, a tal punto vencido, que sólo se distinguen los que huyen.

– ¿Qué decides después de este espectáculo?, pregunta al rey el gigante…

– Quiero volver a la torre, contesta el orgulloso Rodrigo; quiero los tesoros que ella encierra y volver a probar una fortuna cuyos reveses esta visión no me hace temer.

– ¡Sea!, dice el espectro. Piénsalo, sin embargo; tendrás que pasar aún por pruebas espantosas y ya no me tendrás para alentarte.

– Todo lo intentaré, dice Rodrigo.

– ¡Sea!, responde el gigante, pero recuerda que, aun triunfante en todo, llevándote los tesoros que ambicionas, no tendrás la victoria asegurada.

– ¡No me importa! Menos segura será si no logro formar un ejercito y si soy atacado sin poderme defender.

Dicho esto, se encuentra en un abrir y cerrar de ojos con su guía en el fondo de la torre, en la sala donde estaba la estatua del Tiempo.

– Aquí te dejo, dice el espectro desapareciendo; pregunta a esta estatua por el tesoro que buscas; ella te dirá dónde se encuentra.

– ¿Dónde debo ir?, pregunta Rodrigo.

– Al sitio de donde saliste para desdicha de los hombres, responde la estatua.

– No te entiendo, habla más claramente.

– Debes ir a los infiernos.

– Ábrelos y me arrojaré en ellos…

La tierra tiembla y se abre; Rodrigo se precipita, como a pesar suyo, a más de diez mil toesas de la superficie. Se incorpora, abre los ojos, y se encuentra a orillas de un río en llamas donde, en barcas de hierro, pasean criaturas espantosas.

– ¿Quieres cruzar el río?, le grita uno de estos monstruos.

– ¿Debo hacerlo?, pregunta Rodrigo.

– Sí, si buscas el tesoro; está a dieciséis leguas de aquí, más allá de los desiertos del Ténaro.

– ¿Y dónde estoy?, pregunta el rey.

– A orillas del río Agraformikubos, uno de los dieciocho mil del Infierno.

– Llévame pues, dice Rodrigo.

Una vela avanza, Rodrigo salta hacia ella y la barca ardiente, sobre la que no puede posar sus plantas sin convulsiones de dolor, lo transporta en un instante a la otra orilla: allí, nuevamente la oscuridad de la noche; nunca estas regiones recibieron los favores del astro bienhechor. Rodrigo, instruido acerca de su ruta por el timonel que lo ayuda a desembarcar, avanza sobre ardientes arenas, por senderos bordeados de setos en llamas de donde emergen, por momentos, terroríficos seres, desconocidos en la tierra. Poco a poco el camino se angosta, ya no ve ante sí más que una barra de hierro que sirve de puente, a más de doscientos pies de allí, para cruzar a la otra parte del terreno, separada de ésta, donde se encuentra, por abismos de seiscientas toesas de profundidad en el fondo de los cuales corren diferentes brazos del río de fuego, cuya fuente parece estar allí. Rodrigo estudia un momento este pavoroso paso, ve cuál será su muerte si allí se precipita; no hay nada que dé seguridad a su marcha, nada que pueda sostenerlo. Luego de los peligros que he franqueado, piensa, sería muy cobarde si no osara continuar… ¡Adelante! Pero cuando apenas le faltan cien pasos, pierde la cabeza; en vez de cerrar los ojos a los peligros que lo rodean, los mira con espanto…, falla su equilibrio y el desventurado príncipe cae a los abismos que se abren a sus pies… Después de unos minutos de inconsciencia, vuelve a levantarse; no concibe cómo puede estar aún vivo pareciéndole, sin embargo, su caída tan suave y tan feliz, como si sólo hubiera obedecido a un mágico poder. ¿Puede ser de otro modo, ya que respira aún? Vuelve totalmente en sí, y el primer objeto que llama su atención en el pavoroso valle en que se encuentra es una columna de mármol negro, sobre la que se lee: “Valor, Rodrigo; tu caída era necesaria; el puente por donde pasabas es la vida; ¿no está ella, como el puente, rodeada de peligros? El virtuoso lo atraviesa sin tropiezos, los monstruos como tú allí sucumben; continúa sin embargo ya que tu valor te incita a hacerlo; sólo estás a catorce mil leguas del tesoro; haz siete mil hacia el norte de las Pléyades y el resto de cara a Saturno”.

Rodrigo avanzó por las orillas del río ardiente que serpenteaba de mil diversas formas por el vale; un tortuoso meandro lo detiene al fin sin encontrar modo alguno de atravesarlo. Se le presenta un espantoso león… Rodrigo lo observa.

– Déjame franquear el río sobre tu lomo, dice al animal.

De inmediato el monstruo se tiende a las plantas del monarca; Rodrigo monta en él; el león se arroja al río y conduce al rey a la otra orilla.

– Te devuelvo bien por mal, dice el león al dejarlo.

– ¿Qué quieres decir?, pregunta Rodrigo.

– En mí ves el símbolo de tu mortal enemigo, responde el león; me has perseguido en el mundo y yo te sirvo en los infiernos… Rodrigo, si logras conservar tus Estados, recuerda que un soberano sólo es digno de serlo cuando hace felices a todos los que lo rodean; es para alivio de los hombres, y no para que éstos le sirvan como instrumentos de sus vicios, que el Cielo lo ha elevado por encima de los demás; recibe esta lección de bondad de un animal temido como uno de los más feroces de la tierra; comprende que su crueldad es menor que la tuya, ya que es el hambre, la más imperiosa de las necesidades, la única causa de sus crueldades, mientras que las tuyas fueron inspiradas por las pasiones más abominables.

– Rey de los animales, dijo Rodrigo, tus máximas agradan a mi mente pero no convienen a mi corazón; he nacido para juguete de esas pasiones que me reprochas, son más fuertes que yo… me arrastran; no puedo vencer a la naturaleza.

– Entonces morirás.

– Es el destino humano; ¿por qué habría de temerlo?

– ¿Pero sabes lo que te espera en la otra vida?

– ¿Qué me importa?, está en mí el desafiar a todo.

– Avanza, pues; pero recuerda que tu fin se aproxima.

Rodrigo se aleja; pronto pierde de vista las orillas del ardiente río y penetra en un sendero estrecho, entre agudas rocas, cuyas cimas llegan a las nubes; trozos inmensos de esas rocas caen constantemente a pomo sobre el sendero amenazando la vida del soberano u obstruyéndole el paso; Rodrigo afronta esos peligros llegando finalmente a una inmensa llanura donde nada le guía ya. Muerto de fatiga, agotado por la sed y el hambre, se arroja sobre un montículo de arena. A pesar de su orgullo clama por el gigante que lo había conducido hasta la torre; seis cráneos humanos aparecen de inmediato junto a él y un río de sangre corre a sus pies.

– Tirano, grita una voz desconocida, sin que pueda distinguir de qué criatura emana, eso calmaba tus pasiones cuando estabas en el mundo, usa en el infierno el mismo alimento para tus necesidades.

Y Rodrigo, el orgulloso Rodrigo, asqueado pero sin emoción, se incorpora y continúa su camino; el río de sangre ya no lo abandona, se extiende a medida que avanza el rey, sirviéndole de guía en el desierto pavoroso. Rodrigo no tarda en ver sombras errantes sobre la superficie del río… las reconoce, son las de las desventuradas que vio al entrar en la torre.

– Este río es obra tuya, le grita una de ellas; vednos flotar, Rodrigo, en nuestra propia sangre… sobre la desdichada sangre derramada por tus manos. ¿Por qué no queréis beberla, si en la tierra te saciaba? ¿Acaso eres aquí más delicado que bajo los artesonados de oro de tu palacio? No llores, Rodrigo; la contemplación de los crímenes del déspota es el castigo que el Eterno le destina.

Enormes serpientes surgían del seno del río añadiéndose al horror de las sombras espantosas, revolviéndose en su superficie.

Durante dos largos días Rodrigo costeó las sangrantes orillas hasta que al fin, a la luz de un tenue crepúsculo, percibió el fin de la llanura; un enorme volcán la limitaba, pareciendo imposible poder seguir más lejos. A medida que Rodrigo avanza, lo rodean arroyos de lava, ve enormes masas que el volcán vomita más allá de las nubes, sólo lo guían ya las llamas que lo envuelven… Cubierto de cenizas, apenas puede marchar.

En este nuevo infortunio, Rodrigo llama a su espectro.

– Franquea la montaña, le grita la misma voz que había hablado antes, encontrarás del otro lado seres con quien hablar.

¡Increíble hazaña! Este monte en llamas de donde surge constantemente roca y fuego, parece tener más de mil toesas de altura, estando todos sus senderos flanqueados de abismos o cubiertos de lava; Rodrigo toma coraje, su mirada mide el objetivo y su firmeza lo logra. Todo lo que los poetas nos hayan pintado acerca del Etna nada es comparado con los horrores que Rodrigo ve. El cráter de este espantoso abismo tenía tres leguas de circunferencia. Rodrigo siente llover sobre sí enormes masas capaces de aniquilarlo; se apresura en franquear el pavoroso horno y encontrando al otro lado una suave pendiente la desciende veloz. Allí rodean a Rodrigo por todas partes rebaños de bestias desconocidas y de imponente altura.

– ¿Qué queréis?, pregunta el español, ¿estáis aquí para guiarme o para impedirme el paso?

– Somos el símbolo de tus pasiones, le dice un leopardo enorme, ellas te rodeaban amenazantes como nosotros, como nosotros te impedían ver el fin de tu camino; si no pudiste vencerlas, ¿cómo nos vencerías? Nuevamente una de tus pasiones es quien te conduce a estos sitios infernales donde jamás penetrara el mortal; conserva pues su impetuosidad y corre hacia donde te llama la fortuna; ella espera por ti para coronarte; mas otros enemigos encontrarás aún más peligrosos que te harán tal vez su víctima. Avanza, Rodrigo, avanza; las flores se esparcen a tus pies, sigue esta llanura durante seiscientas leguas y verás lo que hay al fin…

– ¡Desventurado!, exclama Rodrigo, reconozco el lenguaje con que estas crueles pasiones me hablaban en el mundo; me halagaban a veces, a veces me espantaban y yo escuchaba sus desgraciados consejos sin comprenderlos jamás.

Rodrigo avanza; poco a poco el terreno desciende y lo conduce insensiblemente a la entrada de un subterráneo a cuya puerta se lee una inscripción invitándolo a entrar; pero a medida que va penetrando, el camino se angosta, sólo encuentra Rodrigo un pasadizo de apenas un pie de ancho, erizado de puntas de puñales hasta sobre su cabeza; se siente ahogado por todas esas puntas, se hiere a cada instante, se baña con su sangre, su valor está apunto de dejarlo, cuando una consoladora voz lo invita a proseguir.

– El momento de descubrir el tesoro está cercano, dice esa voz, y el destino que con él te forjes sólo dependerá ahora de ti. Si el escozor de los remordimientos te hubiese ahogado en medio de la adulación que te corrompía, si te hubiese desgarrado cual ahora te penetran estas puntas, con tus finanzas en orden y colmadas tus arcas, no estarías expuesto a los males que soportas para reparar los desórdenes… Avanza, Rodrigo, que no se diga que tu orgullo te abandona y te traiciona tu valor; son las únicas virtudes que te quedan; ponlas a tu servicio, no estás lejos del fin.

Finalmente Rodrigo percibe algo de claridad; insensiblemente se ensancha el camino, desaparecen las puntas y se encuentra a la entrada de una gruta. Allí se le presenta un rápido torrente en el que no puede evitar de embarcarse pues no hay otro camino. Una pequeña canoa lo espera. Rodrigo sube a ella. Un instante de calma suaviza su infortunio, el canal está sombreado por los más bellos frutales: naranjas, uvas, higos, duraznos, cocos, ananaes, penden ante sus ojos ofreciéndole su fresca pulpa; el monarca los gusta, gozando al mismo tiempo del delicioso concierto de mil aves diferentes que revolotean entre las ramas de esos árboles suntuosamente cargados. Pero como el poco placer que aún le estaba reservado debía entremezclarse con crueles sufrimientos, y como nada le ocurría que no fuera la imagen de su vida, la barca que le hacia recorrer tan divinas orillas adquirió una velocidad imposible de narrar. Cuanto más avanzaba más aumentaba su rapidez. Cataratas de altura prodigiosa aparecen de pronto ante R; él comprende la causa de su veloz carrera; ve que, débil juguete del torrente que lo arrastra, va a caer en el más espantoso abismo; apenas tiene tiempo para reflexionar, cuando su barca, caída a más de quinientas toesas de altura se hunde en un valle desierto donde salta con estrépito el agua que antes le sostenía. Allí escucha nuevamente esa voz que le hablara varias veces.

– ¡Oh, Rodrigo!, le dice, acabas de ver el símbolo de tus pasados placeres; nacen ente cual los frutos que aplacaron tu sed por un instante. ¿Dónde te han conducido esos placeres? Rey soberbio, tú lo ves, te han precipitado como esta barca en un abismo de dolores, del que sólo saldrás para caer nuevamente en él; sigue ahora el camino tenebroso encerrado entre estas dos montañas cuya cima se pierde entre las nubes; al término de desfiladero, después de haber franqueado dos mil leguas, encontrarás lo que buscas.

– ¡Justo Cielo!, exclama Rodrigo. ¿Deberé pasar mi vida en esta búsqueda cruel?

Le parecía llevar más de dos años viajando así por las entrañas de la tierra, aunque desde su entrada a la torre no hubiese transcurrido aún una semana. Sin embargo el cielo, que no había dejado de ver desde que saliera del subterráneo, se cubre insensiblemente con los velos más oscuros, pavorosos relámpagos rasgan las nubes, estalla el trueno, sus ecos resuenan en las montañas escarpadas que dominan la ruta por donde marcha el rey; se diría que los elementos van a confundirse; a cada instante el fuego celestial que castiga los peñascos vecinos desprende enormes rocas que, rodando a los pies de nuestro desventurado viajero, oponen a su paso, sin cesar, nuevas barreras; un granizo atroz se añade a este desastre; mil espectros, a cual más pavoroso, descienden entonces de las nubes incendiadas, girando a su alrededor y en cada una de estas sombras ve el desdichado Rodrigo la imagen de sus víctimas.

– Nos verás bajo mil formas distintas, le dice una de ellas, vendremos a desgarrar tu corazón hasta que sea presa de las furias que te esperan para vengarnos de tus crímenes.

La tormenta sin embargo recrudece, torbellinos de fuego caen constantemente desde el cielo, mientras el horizonte es surcado transversalmente por relámpagos que se cortan y se cruzan en todas direcciones; la misma tierra exhala por doquier trombas de fuego que elevándose en el aire, vuelven a caer cual lluvias encendidas de más de dos mil toesas; nunca el furor de la naturaleza mostró horrores más hermosos.

Rodrigo, protegida su cabeza bajo una roca, injuria al cielo, sin orar ni arrepentirse. Se incorpora, mira a su alrededor, tiembla ante el desorden que lo rodea, encontrando en ello sólo un nuevo motivo de blasfemias.

– ¡Ser cruel e inconsecuente!, grita de cara al cielo. ¿Por qué causa nos condenas, si el ejemplo del desorden y el desastre nos es dado por tu propia mano? ¿Pero dónde estoy?, prosigue al no ver más el camino, ¿y en qué voy a convertirme en medio de estas ruinas?

– Mira a esa águila posada en la roca donde te abrigabas, le grita la voz que ya conoce; acércate a ella, siéntate sobre su lomo y en rápido vuelo te llevará a donde tus pasos se dirigen desde hace tanto tiempo.

El monarca obedece; a los tres minutos está sobre los vientos.

– Rodrigo, le dice entonces el ave altiva que lo lleva, mira si era justo tu orgullo… La tierra entera está a tus pies; observa el mínimo rincón del globo que dominabas tú. ¿Debías sentirte por ello orgulloso de tu rango y tu poder? Contempla lo que deben ser a los ojos del Eterno los frágiles potentados que se disputan el mundo y recuerda que sólo a él corresponde exigir el homenaje de los hombres.

Rodrigo, cada vez más alto, distingue al fin algunos de los planetas que pueblan el espacio; se da cuenta que la Luna, Venus, Mercurio, Marte, Saturno y Júpiter, junto a los cuales pasa, son mundos como la tierra.

– Ave sublime, dice, ¿están estos mundos habitados como el nuestro?

– Lo están por seres superiores, responde el águila; de moderadas pasiones, no se matan entre ellos para satisfacerlas; allí sólo existen pueblos dichosos y no se conocen los tiranos.

– Y entonces, ¿quién gobierna a esos pueblos?

– Sus virtudes: no se necesitan leyes ni monarcas donde se desconocen los vicios.

– Los pueblos de estos mundos, ¿son más caros al Eterno?

– Todo es igual ante los ojos de Dios; esta multitud de mundos esparcida en el espacio, originada en un solo acto de su bondad y que un segundo acto puede destruir, no aumenta ni su gloria ni su dicha; pero aunque la conducta de quienes lo habitan le es indiferente, no por ello es menos necesario de que sea justa; ¿acaso la recompensa del hombre de bien no está siempre en su mismo corazón?

Nuestros viajeros se acercaron poco a poco al sol y, a no ser por la mágica virtud que envolvía al soberano, le hubiera sido imposible soportar sus rayos.

– ¡Cuánto más grande que los oros me parece este globo luminoso!, dijo Rodrigo. Dame pues, rey de los aires, algunas luces sobre un astro al cual vuelas cuando lo deseas.

– Este sublime horno de luz, dijo el águila, está a treinta mil leguas de nuestro globo y estamos a un millón de leguas de su órbita; mira cuánto nos hemos elevado en poco tiempo; es un millón de veces más grande que la tierra y sus rayos tardan ocho minutos en llegar a ella.

– Entonces ese astro cuya proximidad me espanta, preguntó el rey, ¿conserva siempre su misma sustancia? ¿Es posible que no cambie?

– Cambia, contestó el águila; los cometas que caen de cuanto en tanto en su esfera, son los que reparan sus fuerzas.

– Explícame la celestial mecánica de todo lo que asombra ahora a mis ojos, continuó Rodrigo; mis malvados y supersticiosos clérigos me enseñaron sólo fábulas; no me dijeron la verdad.

– ¿Qué verdad podrían decirte los hombres astutos que subsisten gracias al engaño? Escucha, pues, prosiguió el águila en vuelo. El centro común hacia el cual gravitan todos los planetas está casi en el medio del sol; a su vez este astro gravita hacia los planetas; pero la atracción que el sol ejerce sobre ellos es tantas veces mayor que la que ellos ejercen sobre el sol como las veces que la cantidad de materia de éste es mayor que la de aquéllas; el astro sublime, en mayor o menor grado por los planetas y ese ligero acercamiento del sol, restablece el equilibrio, contrarrestando el desorden provocado por la acción que los planetas ejercen unos sobre los otros.

– Entonces, continuó Rodrigo, el movimiento continuo de este astro, ¿es el que mantiene el orden en la naturaleza? El desorden es entonces necesario en la bóveda celeste; si el mal es útil en el mundo, ¿por qué reprimirlo? ¿Quién puede asegurar que de nuestro desorden de todos los días no nazca el orden general?

– ¡Débil monarca de la porción más pequeña de esos planetas!, exclamó el águila, no es a ti a quien corresponde ahondar en los designios del Eterno y menos aún justificar tus crímenes con las incompresibles leyes de la naturaleza; lo que en ella parece desorden, es sólo uno de sus caminos para llegar al orden; no extraigas conclusiones morales de esa probabilidad; nada prueba que lo que a ti te choca en el examen de la naturaleza sea realmente desorden, mientras que tu experiencia te indica que los crímenes del hombre sólo logran el mal.

– Y esas estrellas, ¿están habitadas? ¿En qué medida aumenta su esfera al acercarnos a ellas?

– Ten la certeza de que también son mundos y que aunque esos globos luminosos estén a cuatrocientas mil vez más lejos de la tierra que el sol, también hay astros que no podemos ver bajo su influencia, poblados como las estrellas y como todos los planetas que estás viendo. Pero nos acercamos al fin: no subiré más, dijo el águila, descendiendo hacia la tierra; que todo lo que has visto, Rodrigo, te dé una idea de la inmensidad del Eterno, de lo que pierdes por tus crímenes, ya que por ellos nunca podrás alcanzarla…

Al decir esas palabras el águila se posa sobre la cima de una de las más altas montañas de Asia.

– Aquí estamos a mil leguas del sitio de donde partimos, dijo la celestial amiga de Júpiter: desciende solo esta montaña; a sus pies está lo que tú buscas.

Y desapareció. Rodrigo desciende en pocas horas la escarpada roca donde lo depositara el águila. Encuentra al pie de la montaña una caverna cerrada por rejas y guardada por seis gigantes de más de quince pies de altura.

– ¿Qué haces aquí?, pregunta uno de ellos.

– Vengo a llevarme el oro que hay en la caverna, dice Rodrigo.

– Para lograrlo deberás antes destruirnos a los seis, replica el gigante.

– Poco me asusta esa hazaña, contesta el rey; pero provéeme de armas.

Algunos escuderos arman al punto a Rodrigo. El orgulloso español ataca con gran brío al primero en presentarse, bastándole algunos minutos para vencerle; un segundo se aproxima, lo abate también, y en menos de dos horas vence Rodrigo a todos sus enemigos.

– Tirano, grita la voz que oyera a veces, goza de tus últimos laureles, los éxitos que te esperan en España no serán tan brillantes como éstos; el destino está echado, los tesoros de la caverna te pertenecen, pero sólo servirán para tu perdición.

– ¡¿Cómo?! ¡¿Habré triunfado, acaso, para ser vencido?!

– Cesa de querer sondear al Eterno, sus designios son irrevocables e incomprensibles; aprende también que la prosperidad siempre es para el hombre índice certero de sus desventuras.

La caverna se abre. Rodrigo ve un tesoro incalculable. Sus sentidos se adormecen suavemente y, cuando despierta, se encuentra a las puertas de la torre encantada, en medio de su corte y de quince carrozas cargadas de oro. El monarca abraza a sus amigos; les dice que ningún ser humano puede imaginar lo que él ha visto y les pregunta cuánto tiempo hace que los dejó.

– Trece días, le responden.

– ¡Oh, Santo Cielo!, exclama el rey, a mí se me antoja que llevo más de cinco años viajando.

Al decir esto, monta un caballo andaluz y parte al galope rumbo a Toledo; pero apenas se ha alejado cien pasos de la torre cuando se oye un trueno; Rodrigo vuelve la mirada y ve que el viento arrastra como a una brizna al antiguo monumento; no por ello se detiene y corre presuroso hacia su palacio; ya era tiempo, todas las provincias sublevadas abren las puertas de sus ciudades a los Moros. Rodrigo levanta un formidable ejército; encabezándolo marcha en busca del enemigo; lo encuentra frente a Córdoba; ataca, y allí se libra un combate que dura ocho días…, el más sangriento tal vez que se haya visto nunca en las dos Españas; la inconsecuente victoria promete veinte veces sus favores a Rodrigo y veinte veces se los quita con crueldad. Hacia el fin del último día, cuando Rodrigo, que ha reunido todas sus fuerzas, parece asegurarse los laureles, un héroe se presente proponiéndose batirse cuerpo a cuerpo.

– ¿Quién eres, le pregunta el altanero rey, para que te conceda ese favor? – El caudillo moro, responde el guerrero, estoy cansado de derramamiento de sangre: evitémoslo, Rodrigo; la vida de los súbditos de un reino, ¿debe ser sacrificada a los mezquinos intereses de sus amos? ¡Que los soberanos se batan entre ellos cuando las discrepancias los separan y sus querellas no serán tan largas! Toma distancia, orgulloso español, y ven a medir tu lanza con la mía; el que triunfe logrará los frutos de la victoria… ¿estás de acuerdo?

– Aquí me tienes, responde Rodrigo, prefiero tener que vencer a semejante adversario a seguir luchando contra tantos pueblos que vienen en oleadas.

– ¿No me temes, pues?

– Jamás vi tan débil adversario.

– Es verdad, Rodrigo, que ya me venciste una vez; pero ha pasado ya el momento de tus triunfos; ya no te agotas, en lo más secreto de tus palacios, en indignas voluptuosidades, ya no derramas la sangre de tus súbditos para satisfacerlas, ya no despojas a sus hijas la honra…

Luego de estas palabras los combatientes toman distancia, el ejército los mira… Se acercan uno al otro, chocan impetuosamente…, se asestan enfurecidos golpes; finalmente Rodrigo es abatido, su valiente enemigo le hace morder el polvo, y arrojándose sobre él:

– Reconoce a tu adversario antes de expirar, Rodrigo, le dice al mismo tiempo que levanta su casco.

– ¡Cielos!, exclama el español.

– ¡Tiemblas, cobarde! ¿Acaso no te había dicho que verías nuevamente a Florinda en el último instante de tu vida? El Cielo, ultrajado por tus crímenes, me ha permitido salir de entre los muertos para castigarte y terminar tus días. Mira tu gloria y tus laureles aniquilados por aquélla a quien deshonraras. ¡Muere, oh, desventurado príncipe! Que tu ejemplo enseñe a los soberanos que sólo la virtud podrá consolidar su poderío y que aquél que abuse de su autoridad, como tú lo hiciste, encontrará tarde o temprano en la justicia del Cielo el castigo de sus crímenes.

Los españoles huyen, los moros se toman todas las posiciones. Así fue la época que los convirtió en los amos de España, hasta que una nueva revolución, causada por crímenes similares, los arrojó de esas tierras para siempre.




BIBLIOGRAFÍA.-

Armiño, Mauro (ed., trad. y notas). Donatien Alphonse Francois de Sade (Marqués de Sade). Los crímenes del amor. Madrid: Akal, 1994.









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