Dos muchachos de catorce a quince años, aprendices de pícaros, procedentes de las viejas tierras castellanas (Rincón de Fuenfrida -Segovia- y Cortado de Mollorido, una localidad entre Salamanca y Medina del Campo -Valladolid-), salen en busca de aventuras y libertad (como luego hará don Quijote).
Estamos en principio, pues, ante una novela picaresca, de aventuras e itinerante (los protagonistas viajarán desde sus lugares de origen hasta Sevilla). Pero la novela picaresca tiene unas características definidas que aquí no encontramos: están relatadas en primera persona de forma retrospectiva, cuando el protagonista tiene ya desde una edad avanzada, recordándonos sus orígenes familiares, poco honestos, y sus peripecias al servicio de uno o varios amos, en un ambiente de miseria, hambre y necesidad. Y en esta obra no todos estos rasgos se cumplen.
En primer lugar, porque no es uno el protagonista (son dos), y porque la narración no se hace de manera retrospectiva en primera persona, sino en tercera persona y mayoritariamente en sucesión lineal, siendo muy importantes los diálogos.
Es cierto que ambos escaparon de hogares disfuncionales, según se nos cuenta en una breve exposición de analepsis relatada por cada uno de ellos, y que su aspecto es el propio de unos muchachos pícaros “muy descosidos, rotos y maltratados”, pues tienen los calzones, las medias, los zapatos, la capa, el sombrero y demás prendas, raídas y desgastadas, hasta un cuello “tan deshilado de roto, que todo parecía hilachas”. Esta prosopografía inicial realizada por un narrador omnisciente, será reforzada por una etopeya rápida realizada por el diálogo que mantienen los dos chiquillos: Rincón es hábil con los naipes y Cortado robando en las faldriqueras. Pero no subyace en ningún momento que pasen hambre.
El mayor, Pedro del Rincón, ha robado a su padre, que es bulero/buldero (“mi padre es persona de qualidad, porque es ministro de la Santa Cruzada, quiero decir que es bulero, como los llama el vulgo (aunque otros los llaman echacuervos“; luego tiene un oficio con el que ganarse la subsistencia, pues es una especie de funcionario comisionado para distribuir las bulas y recaudar el dinero de ellas. Recordemos que el Lazarillo tuvo por amo a un buldero también). Huirá para evitar el castigo, pues es dinero que pertenece a la Iglesia, hacia Madrid, pero finalmente “vino el tesorero tras mí, prendiéronme, tuve poco favor, y no se me guardó justicia”, por lo que fue azotado y desterrado de Madrid por 4 años. Tras esto, se gana la vida “por los mesones y ventas que hay de Madrid aquí, jugando a la veinte y una“. Su onomástica nos adelantará su condición de marginado, arrinconado por su propia familia y luego por la sociedad.
El más pequeño, Diego Cortado, huye también de su núcleo familiar “pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo y una madrastra que me trata como alnado” (hijastro). Su padre era sastre y calcetero, y parece que ha aprendido bien el oficio, pues también tiene que emprender la huida de Toledo al ser perseguido por el Corregidor de esta localidad por su habilidad para llegar al fondo de las faldriqueras ajenas (“no hay faldriquera tan retraída y guardada a que no visiten mis dedos, que son más agudos que navajas”. Su onomástica está relacionada, tanto con el oficio del padre, cortar, como con la idea de fractura.
Es, pues, la condición social y familiar diferente en uno y otro, incluso su grado de madurez: mayor en Rincón que en Cortado.
Se conocen de camino a Sevilla, en la Venta del Molinillo, en los Campos de Alcudia (Ciudad Real), situada en el camino de Toledo a Andalucía, y que tan bien conocía Cervantes, por haberlo recorrido muchas veces a lo largo de su vida. A partir de aquí el desarrollo de la narración será lineal, refiriendo lo que va sucediendo con detalle, desde el inicio de este momento del encuentro de los dos jóvenes hasta llegar al tramo final de tres meses de convivencia del verano de 1569 (nos dice el narrador que comenzó “un día de los calurosos del verano del año 1569”, llegando su relato hasta “y así, pasó en él los tres meses del noviciado, en los quales le pasaron cosas que piden más larga historia“). Como vemos, la localización espacial y temporal ha sido muy precisa.
Los personajes prototípicos de la picaresca, anteriores a los dos rufianes de esta novela, Lázaro de Tormes y Guzmán de Alfarache, se mostraron como seres insolidarios, enemigos de la sociedad, en los que la amistad no cabe en su mezquino espíritu. En cambio, la relación entre Rincón y Cortado se caracterizará por una evolución desde la desconfianza inicial hacia una amistad sólida, marcada por la complicidad y valores positivos: “nos ha juntado aquí la suerte…, hemos de ser verdaderos amigos”. Esta es otro cuestión que debemos tener en cuenta como elemento diferencial con el género picaresco.
Los jóvenes, para sellar la amistad recién nacida, se abrazan y se juran fidelidad perpetua (“y pues nuestra amistad, como vmd. ha dicho, ha de ser perpetua, comenzémosla con santas y loables ceremonias. Y levantándose Cortado, abrazó estrechamente a Rincón, y Rincón a Cortado“). Lo celebran con doce reales y veintidós maravedíes que le ganan con trampas a las veintiuna en menos de media hora a un arriero grandón (“en menos de hora le ganaron doce reales, de lo qual corrido el harriero, se los quiso quitar, creyendo que, por ser tan muchachos, no se lo defenderían; mas ellos, poniendo mano el uno a su media espada y el otro a su cuchillo, daban bien que hacer al harriero, si no salieran los compañeros”), de lo que ha sido testigo directo la ventera, explicándoselo después al arriero cómo sucedió (“la ventera admirada y atónita de la buena crianza de los pícaros, que los había estado oyendo su plática sin que ellos advirtiesen en ello; mas quando dixo que les había oído decir que los naypes que traían eran falsos, se pelaba el harriero las barbas y quería ir a la otra venta a cobrar su hacienda, porque se tenía por afrentado que dos muchachos se la hubiesen ganado con flores" [trampas]).
Luego, se unen a una tropa de jinetes camino de Sevilla (“pasaron ciertos caminantes, que iban a comer y sestear a la venta del Alcalde, y viendo la pendencia de los dos muchachos con el harriero, los apaciguaron, y dixeron a los muchachos se viniesen con ellos, si caminaban acia Sevilla”) quienes les dejan montar en sus mulas de carga (“Rincón y Cortado se dieron tales mañas y mostraron tal agrado en servir a los caminantes que los llevaban, que era gente rica y principal, que lo más de las jornadas los llevaban a las ancas de sus mulas; y aunque se les ofrecían buenas ocasiones y puestos de poder tentar las bolsas de sus medios amos, no quisieron, por no perder la ocasión y comodidad tan buena de su viage, que para Sevilla llevaban”).
Al llegar a la capital del comercio marítimo con América en aquella época, despluman a un francés que viajaba con ellos, y al que ya le habían echado el ojo, quitándole un par de camisas, un reloj de sol y un librito de anotaciones (“con todo eso, al entrar de la ciudad, que fué a la oración y por la puerta de la Aduana…, no se pudo contener Cortado de cortar una maleta que a las ancas traía un francés de la camarada…, y subtilmente sacó de ella todo lo que había, que fueron dos camisas buenas y un relox de sol, un estadal de cera y un librito de memoria, joyas que, quando las vieron, no les dieron mucho gusto; mas, con todo, las vendieron otro día en el Baratillo por diez y seis reales”).
Guzmán de Alfarache también estuvo en esta ciudad, pero ahora Cervantes convierte la ciudad en un espacio de aprendizaje para estos dos muchachos. Recorriendo la ciudad, cuya narración realista es un verdadero cuadro costumbrista (el 70% de los lugares son identificables históricamente), Rincón y Cortado se asombran de la abundancia de esta gran ciudad cosmopolita, en cuyo puerto embarcan pasajeros con destino al Nuevo Mundo, así como también es lugar de partida y llegada de las flotas de Indias. “Admiróles la grandeza y suntuosidad de su mayor iglesia y el gran concurso de gente al río, porque era tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras.” Se sienten empequeñecidos por la magnificiencia de la Giralda y el conjunto de la catedral. La visión de seis galeras atracadas en el río les llena el cuerpo de temor por si sus huesos y sus días van a parar de por vida al banco de castigo de los galeotes.
La ciudad, sus gentes, su bullicio, servirán de reclamo de aprendizaje para el joven Cortado y de demostración del gran ingenio y astucia de Rincón. Así, observan a unos muchachos que van y vienen cargados con esportillas. Uno de ellos, asturiano de procedencia, y por nombre Ganchuelo, les cuenta que el trabajo de esportillero es trabajo descansado. Ganan cinco o seis reales al día que les da para comer, siempre mejor que malvivir de un amo a quien pagarle fianzas (“un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con 5 y con 6 reales de ganancia con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas, y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad”). En dos horas se hacen con los útiles de trabajo que les dice el asturiano, pues disponían del dinero robado al francés: sendos talegos para el pan y tres esportillas de palma para la fruta, la carne y el pescado. Lo hacen con la intención de usar el oficio como medio para llevar a cabo sus pequeños robos, pues les permitirá entrar en las casas sin sospecha y desvalijarlas.
El primer día ya estrenan el oficio. Rincón gana tres cuartos haciendo portes de comida a pie. Un soldado enamorado lo contrata para llevar la comida de un banquete que quiere dar a unas amigas de su dama. Cortado gana dos cuartos y una bolsita con quince escudos de oro bendito dentro, con tres reales de a dos y tantos maravedíes en cuartos y en ochavos, pertenecientes al pago del tercio de una capellanía y que afana a un estudiante sacristán. Esta bolsa se la entrega a Rincón para que la guarde. Regresan al punto de partida rápidos como el rayo para no perder la vez en la cola del reparto. El estudiante estafado aparece nervioso y turbado de muerte, y pregunta por la bolsa. Cortado observa y se encariña con un pañuelo bordado que ha mostrado este, por lo que le seguirá hasta Las Gradas, donde se lo roba con maestría (“con la mano izquierda subtilísimamente le sacó el pañizuelo”). Cortado le pedirá al estudiante un poco de tiempo para averiguar quién habría podido haberle robado la bolsa, y le da esperanzas de recuperarla, porque cree saber quién es el autor del hurto. Luego, le da a Rincón el pañuelo y él se queda con la bolsa. Otro mozo de los de la esportilla, Ganchuelo, aún en el año de noviciado, que ha visto todo, se dirige a ellos en un lenguaje suburbial, una germanía que ellos no entienden: “¿voacedes son de mala entrada, o no?[…] -¿Qué no entrevan, señores murcios?”. Les quiere decir que deben actuar con cuidado, pues no los ha visto por casa de Monipodio, y eso quiere decir que no pertenecen a la Cofradía.
Les guía a la sede del jefe del hampa sevillana y en el camino les pone al corriente de las costumbres: “les fue diciendo y declarando otros nombres de los que ellos llaman germanescos o de la germanía en el discurso de su plática”. Así, Cervantes despliega todo un vocabulario de germanismos y regionalismos andaluces, que sirven de marcador social del mundo de la gente marginal y del mal vivir sevillano. El mozo también les informa que todos deben rendir cuentas al presidente de la cofradía: de lo robado, algo va para el aceite de una imagen devota, algo ayudará y aliviará el castigo cuando caigan en manos del verdugo... Les explica que hay que rezar el rosario sin agobios, por partes, repartido en toda la semana, y que tienen establecido no robar los viernes, ni hablar con mujeres que se llamen María los sábados. Además, el producto de lo robado se divide en muchas partes. Como vemos, hay una suerte de mezcolanza religiosa-normativa, entre las reglas de los miembros de la Cofradía, poniendo el foco la crítica en que Cervantes utilizó estos aspectos para hacer una abierta crítica religiosa.
A partir de aquí, el interés de la novela se centra en el variopinto grupo de personajes que entran y salen de la casa de Monipodio (algunos críticos señalan que bien podía configurarse todo lo que se relata como un entremés o paso o breve comedia ligera), siendo otro elemento diferenciador con respecto a la novela picaresca, pues los dos muchachos se convierten en pasivos observadores de lo que sucede.
La casa de Monipodio tiene mala apariencia por fuera, pero esconde un patio aljamiado “que de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía carmín de lo más fino”. Llegan a la hora de la audiencia. Acuden catorce personas, hampones de todo tipo y condición. Estos reciben a Monipodio con profunda y larga reverencia. Como vemos, la aparición en escena de Monipodio es lenta y progresiva: primero se nos describe la casa, luego a los personajes que acuden a ella (dos mozos vestidos de estudiantes, dos viejos de bayeta con anteojos, una vieja halduda, dos bravos y bizarros mozos…), y, finalmente, a quien va a ser el protagonista central de la segunda parte de la novelita.
Monipodio, el presidente de la cofradía (cuyo nombre es reflejo del modo de obrar de este grupo de personajes, pues el DRAE define esta palabra como “convenio de personas que se asocian y confabulan para fines ilícitos”), es descrito mediante una minuciosa prosopografía como de alrededor de 45 años, de alta estatura y piel morena, con mucho cabello tanto por la cara, “cejijunto, barbinegro y muy espeso” como por el pecho, “descubría un bosque: tanto era el vello que tenía”, las manos eran “cortas, pelosas, los dedos gordos, y las uñas hembras y remachadas…los pies eran descomunales, de anchos y juanetudos”. Con esta imagen, tenemos a un individuo que infunde miedo y respeto con tan solo verlo, y para enfatizarlo, Cervantes remata con una etopeya hiperbólica: era “el más rústico y disforme bárbaro del mundo”. Conviértese así este personaje en espejo fiel para la crítica cervantina a las instituciones corruptas.
Enseguida son interrogados Rinconete y Cortadillo sobre sus orígenes y habilidades. Comienza Cortadillo indicando que es artista del floreo, catedrático de la buena vista, experto jugador, maestro en el robo con escalo. Pero en lo que el joven más destaca es en mete dos y saca cinco. Monipodio le baja los humos, mostrándose duro, pero paternal. No niega que sean buenos principios, pero no pasan de ser flores viejas de cantueso, sólo aptas para engañar a ingenuos y pardillos hombres, de los que ya quedan pocos. Le asegura que con media docena de lecciones saldrá oficial famoso, quizás maestro. También quiere de ellos que, cuando llegue el caso, tengan el ánimo suficiente para sufrir media docena de latigazos sin cantar, porque lo que dice la lengua lo paga la gorja y no tiene más letras un no que un sí.
Al fin, Monipodio les propone como cofrades mayores de la comunidad de vagos, malhechores y maleantes de Sevilla sin pasar por el año de noviciado. Confirmada la propuesta por unanimidad de todos los presentes en asamblea democrática, los eximen del año de trabajos menores como llevar la recaudación a la cárcel de algún hermano mayor, piar el turco puro, no pedir licencia al mayoral para celebrar un banquete y entrar en el reparto de beneficios de lo garbeado desde el primer día. Monipodio, ungido con potestad para acristianar y nombrar, los bautiza Rinconete y Cortadillo el Bueno, diminutivo que los identifica de ahora en adelante.
Un muchacho que hace de centinela de la casa con patio aljamiado interrumpe alborotado la reunión porque se acerca el alguacil de vagabundos. Monipodio tranquiliza a los presentes, advirtiéndoles que la autoridad está comprada y asociada con ellos. El alguacil quiere que aparezca la bolsita de ámbar con los veinte escudos de oro que Cortadillo afanó en San Salvador a un pariente suyo. Como nadie manifiesta conocer el paradero de la bolsa, Monipodio monta en cólera y exige que se diga quién ha sido. Recela, además, de que haya alguno que se atreva a romper los estatutos y buenas ordenanzas que les han permitido hasta ahora tan brillantes éxitos, o que alguien se haya atrevido a desafiar su autoridad engañándole. Rincón, viendo la ira del jefe, presenta la bolsa del sacristán completa, sin faltarle ni una sola moneda, para satisfacción de Monipodio que se deshace en elogios hacia Cortadillo el Bueno (“con el pañizuelo se puede quedar el buen Cortadillo”) porque “no es mucho que a quien te da la gallina entera, tú des una pierna de ella.”
Entran al patio la Gananciosa y la Escalanta, prostitutas de la casa llana, emparejadas con el manco Maniferro, por tener una mano postiza de hierro, y de Chiquiznaque. Traen unas banastas bien repletas de naranjas, limones, aceitunas, tajadas de bacalao frito, queso de Flandes, productos del mar: camarones, cangrejos, alcaparrones ahogados en pimientos y blanquísimo pan de Gandul. Traen también una bota de hasta dos arrobas de vino de la que sacan un azumbre del que da buena cuenta el estómago de la Pipota (una vieja beata que suele actuar de encubridora). Sentados en las esteras del patio, los catorce comerán hermanados.
Como vemos la onomástica de todos los personajes es burlesca, marcando algún rasgo significativo y definitorio de cada uno de ellos.
En plena faena del banquete, Tagarete, el centinela de guardia, da la voz de alarma con gran escandalera. Juliana, la Cariharta, llorosa y llena de pelos, viene con la cara magullada, exclamando a gritos: “¡La justicia de Dios y del Rey venga sobre aquel ladrón desuellacaras, sobre aquel cobarde bajamanero, sobre aquel pícaro lendroso, que le he quitado más veces de la horca que tiene pelos en las barbas!”. El Repolido, que la chulea, «estando jugando y perdiendo, me envió a pedir con Cabrillas, su trainel, treinta reales, y no le envié más de veinticuatro, (…). Y en pago de esta cortesía y buena obra, (…) me dio tantos azotes que me dejó por muerta». Lo que se quiere bien, se castiga, dice la Gananciosa justificando la somanta que le ha dado su chulo. Ya quisiera ella que ese bellacón la azotara y la acoceara así a ella, pues eso significa que la quiere más, como hace el Repolido, que la intenta acariciar después de haberla molido a palos como arrepentimiento. La Gananciosa le aconseja que no vaya a buscarle, porque se extenderá y ensanchará. Mejor que espere un poco, que ya verá cómo volverá manso como un cordero. En caso de que no venga, le sacarán cantares, le escribirán coplas que le amarguen. Incluso Monipodio se ofrece a componer miles de ellas, pues aunque no es muy buen poeta, todavía tiene a su amigo el barbero, buen barbero y poeta, para henchirle las medidas a los versos. Una vez curada, se hizo la paz entre los ruines y acabaron de comer.
Como vemos, el presidente es presentado como "padre, maestro y amparo" de su cofradía, usando un lenguaje religioso ("hermandad", "congregación") para legitimar las actividades delictivas. Incluso establece normas “pseudoéticas”, como repartir limosnas.
Monipodio le explica a Rinconete algunos secretos de la cofradía. Los dos personajes graves que llaman la atención por su pelo cano son los abispones, (encargados de descubrir los sitios propicios para robar y comunicarlo a los ladrones), «eran hombres de mucha verdad, y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias, que cada día oían misa con extraña devoción». Vigilan a los que salen de la Casa de la Moneda para ver dónde ponen el dinero, estudian el grosor de los muros y diseñan el lugar para hacer los guzpátaros (los butrones). Se llevan un quinto de lo hurtado, “como Su Majestad de los tesoros". Son gente respetada, de mucha verdad, de buena vida y misa diaria. También cuentan con dos palanquines, atentos a los que se mudan de casa para aprender las entradas y salidas de provecho para lo suyo.
Al poco, Repolido se presenta en el patio con las orejas gachas, humilde y mansito, pidiendo perdón, pero que no achuche mucho la Cariharta no vaya a subírsele la cólera al campanario. Viendo que ella pide más y los demás la apoyan, interviene Monipodio para imponer la paz. Que se deshagan las palabras entre los dientes y que se olviden las dichas antes. Que se lleve el viento las palabras mal habladas. Para acabar con la discordia se prepara un jolgorio, tocando cada uno lo que sabe, hasta Monipodio, que se nos muestra como tocador de las tejoletas con un plato partido. La Gananciosa se arranca por seguirillas sentidas y Monipodio la secunda:
"Riñen dos amantes, hácese la paz:
si el enojo es grande, es el gusto más."
Y el Repolido firma la paz: “Cántese a lo llano, y no se toquen estorias pasadas, que no hay para qué: lo pasado sea pasado, y tómese otra vereda, y basta.”
Mas, una vez más, la situación se ve interrumpida por una falsa alarma del centinela, que hace que desaparezcan todos, al dar la noticia de que el Alcalde de la justicia aparece en la calle con varios corchetes, y que, afortunadamente, pasa de largo.
Luego entra en escena un mozo con una queja: no han dado cuchillada de catorce a un mercader de la Encrucijada, a pesar de haberse pagado el encargo. Chiquiznaque, que es quien debería haber realizado el encargo, lo achaca a la poca cara del pagano, al que solo le entran cuchilladas de a siete. Confiesa que se la dio a un criado, pero, claro, eso no es lo mismo.
A continuación descubrimos que Monipodio, que no sabe leer ni escribir, sin embargo, guarda una detallada relación escrita de las fechorías cometidas, lo ganado y su autor en un libro de memoria que manda leer a Cortadillo. Aquí están registrados los encargos criminales (cuchilladas, palos, difamaciones) para clientes adinerados. Su lectura periódica es esencial para mantener la cohesión, la jerarquía y la legitimidad dentro de la cofradía. Hasta él mismo tiene pendiente un “unto de miera en la casa” por el que ha recibido cuatro escudos de señal de los ocho de la entrega completa. La clavazón de cuernos le corresponde al Narigueta.
Leida la relación, cada uno se marcha a su faena, Monipodio les despide y les cita el próximo domingo para el reparto. A Rinconete y Cortadillo les asigna el tramo que va de la Torre del Oro al Postigo del Alcázar. El Ganchoso va de guía. (“Rinconete se acomodará de aquí al domingo desde la Torre del Oro, por defuera de las murallas, hasta el postigo del Carbón, señalándole por términos circunvecinos lo que dice por línea reta desde Sant Telmo fasta Sant Sebastián y Sant Bernald, el qual distrito os enseñará aquí Ganchoso, porque es razón y justicia que nadie entre en pertenencia de nadie… Cortadillo en este mismo tiempo ande en compañía de Ganchoso, que tiene el distrito de Sant Salvador y Carnezerías; que a solos pañuelos, aunque otra cosa no haya, se puede ganar bien la vida”). Los apunta en la lista de cofrades sin noviciado. Floreo (naipes) y bajón (robo) serán sus artes respectivamente. Un avispón da cuenta de que el Lobillo de Málaga, buena prenda, y el Judío merodean por Sevilla.
El jefe de la cofradía les dirá a los muchachos que se inscriban en ella, pero no hay pluma ni tinta. No pasa nada, en el primer boticario que encuentren escribirán su nombre y oficio en el papel que les ha dado Monipodio (“mandó a Rinconete que escribiese allí su nombre y el de Cortadillo; mas porque no había tinta ni pluma en toda la casa, no surtió efecto. Mandóse se llevase el papel al primer boticario, y escribieron sus nombres en esta guisa: «Rinconete y Cortadillo, cofrades; entraron a serlo en 12 de agosto de este presente año. Son hermanos menores. Noviciado, tres meses. Rinconete, floreo; Cortadillo, bajón”).
Al salir de la casa de la cofradía, comentan los dos muchachos lo ocurrido allí. De todas las cosas que han visto y oído, hay dos que le sorprenden y maravillan mucho a Rinconete: la obediencia y el respeto que todos profesan a Monipodio, y el “descuido” de la Justicia en Sevilla. También le sorprendía que estas gentes estuvieran convencidas de que iban a ir al cielo, sin darse cuenta de que cometían una gran cantidad de hurtos y estafas, nada parecido al que Rinconete tenía de una persona válida para acabar estando al lado de Dios (“mas, sobre todo, lo que más le admiraba era la seguridad de consciencia en que vivían y la confianza de irse al Cielo, obrando tales obras, por guardar sus devociones, estando llenos de hurtos, homicidios, infamias, agravios, etc... Admirábase también de la obediencia que todos tenían a Monipodio, siendo un hombre tan rústico y desalmado. Sacábalo de su juicio lo que en el libro de caxa había leído, y los exercicios en que todos se ocupaban, y sobreexageraba quán poca o ninguna justicia había en aquella ciudad, pues quasi públicamente vivía en ella y se conservaba gente de tan contrario trato a la naturaleza humana”).
Parece ser que Rinconete y Cortadillo estuvieron por Sevilla durante tres meses más bajo las órdenes y con la bendición de Monipodio (“Y así, pasó en él los tres meses del noviciado, en los quales le pasaron cosas que piden más larga historia y así, se contará en otra parte la vida, muerte y milagros de ambos, con la de su maestro Monipodio, con otros sucesos de algunos de la infame junta e academia, que todas son cosas dignas de consideración”). Rinconete propondrá a Cortado (“propuso en sí de aconsejar a su compañero no durase mucho en aquella vida tan perdida, peligrosa y disoluta”) abandonar el mundo del hampa (ausente en la novela picaresca de Mateo Alemán), salida ética diferente al determinismo picaresco de las anteriores novelas de este género, que se ve reforzada por la complicidad afectiva de los muchachos. En efecto, hay poco de ejemplaridad en “aquella vida tan mala y tan perdida”, que han visto y están llevando. Pero no le convence al final para dejar esta vida.
Concluye la obra que la continuidad de la narración de los hechos de los muchachos, “pueden servir de exemplo y aviso a los que las leyeren, para huir y abominar una vida tan detestable y que tanto se usa en una ciudad que había de ser espejo de verdad y de justicia en todo el mundo, como lo es de grandeza”. Pero no la tuvo. De este modo quedará con estructura de “opera aperta”.
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