CAP. XVII.
[...] Cuando terminó la misa, la Guindilla les felicitó y les obsequió con un chupete a cada uno. Daniel, el Mochuelo, lo guardó en el bolsillo subrepticiamente, como una vergüenza.
Ya en el atrio, dos envidiosos le dijeron al pasar «niña, marica», pero Daniel, el Mochuelo, no les
hizo ningún caso. Ciertamente, sin el Moñigo guardándole las espaldas, se sentía blando y como
indefenso. A la puerta de la iglesia la gente hablaba del sermón de don José. Un poco apartada, a la
izquierda, Daniel, el Mochuelo, divisó a la Mica. Le sonrió ella.
—Habéis cantado muy bien, muy bien —dijo, y le besó en la frente.
Los diez años del Mochuelo se pusieron ansiosamente de puntillas. Pero fue en vano. Ella ya le había
besado. Ahora la Mica volvía a sonreír, pero no era a él. Se acercaba a ella un hombre joven, delgado y
vestido de luto. Ambos se cogieron de las manos y se miraron de un modo que no le gustó al Mochuelo.
—¿Qué te ha parecido? —dijo ella.
—Encantador; todo encantador —dijo él.
Y entonces, Daniel, el Mochuelo, acongojado por no sabía qué extraño presentimiento, se apartó de
ellos y vio que toda la gente se daba codazos y golpecitos y miraban de un lado a otro de reojo y se
decían con voz queda: «Mira, es el novio de la Mica», «Mira, es el novio de la Mica», «¡Caramba! Ha
venido el novio de la Mica», «Es guapo el novio de la Mica», «No está mal el novio de la Mica». Y
ninguno quitaba el ojo del hombre joven delgado y vestido de luto, que tenía entre las suyas las manos de
la Mica.
Comprendió entonces Daniel, el Mochuelo, que sí había motivos suficientes para sentirse atribulado
aquel día, aunque el sol brillase en un cielo esplendente y cantasen los pájaros en la maleza, y
agujereasen la atmósfera con sus melancólicas campanadas los cencerros de las vacas y la Virgen le
hubiera mirado y sonreído. Había motivos para estar triste y para desesperarse y para desear morir y
algo notaba él que se desgajaba amenazadoramente en su interior.
—Hay allí cinco duros. El que suba y los baje que me convide.
Y se reía con un cloqueo contagioso. Daniel, el Mochuelo, miró a Roque, el Moñigo.
—Voy a subir yo —dijo.
Roque le acució:
—No eres hombre.
Germán, el Tiñoso, se mostraba extrañamente precavido:
—No lo hagas. Te puedes matar.
Le empujó su desesperación, un vago afán de emular al joven enlutado, a los niños del grupo de «las voces impuras». Saltó sobre el palo y ascendió, sin esfuerzo, los primeros metros. Daniel, el Mochuelo, tenía como un fuego muy vivo en la cabeza, una mezcla rara de orgullo herido, vanidad despierta y desesperación. «Adelante —se decía—. Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas». «Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas». Y seguía ascendiendo, aunque los muslos le escocían ya. «Subo porque no me importa caerme». «Subo porque no me importa caerme», se repetía, y al llegar a la mitad miró hacia abajo y vio que toda la gente del prado pendía de sus movimientos y experimentó vértigo y se agarró afanosamente al palo. No obstante, siguió trepando.
Los músculos comenzaban a resentirse del esfuerzo, pero él continuaba subiendo. Era ya como una cucarachita a los ojos de los de abajo. El palo empezó a oscilar como un árbol mecido por el viento. Pero no sentía miedo. Le gustaba estar más cerca del cielo, poder tratar de tú al Pico Rando. Se le enervaban los brazos y las piernas. Oyó un grito a sus pies y volvió a mirar abajo.
—¡Daniel, hijo!
Era su madre, implorándole. A su lado estaba la Mica, angustiada. Y Roque, el Moñigo, disminuido, y Germán, el Tiñoso, sobre quien acababa de recobrar la jerarquía, y el grupo de «los voces puras» y el grupo de «las voces impuras», y la Guindilla mayor y don José, el cura, y Paco, el herrero, y don Antonino, el marqués, y también estaba el pueblo, cuyos tejados de pizarra ofrecían su mate superficie al sol. Se sentía como embriagado; acuciado por una ambición insaciable de dominio y potestad.
Siguió trepando sordo a las reconvenciones de abajo. La cucaña era allí más delgada y se tambaleaba con su peso como un hombre ebrio. Se abrazó al palo frenéticamente, sintiendo que iba a ser impulsado contra los montes como el proyectil de una catapulta. Ascendió más. Casi tocaba ya los cinco duros donados por «los Ecos del Indiano». Pero los muslos le escocían, se le despellejaban, y los brazos apenas tenían fuerzas. «Mira, ha venido el novio de la Mica», «Mira, ha venido el novio de la Mica», se dijo, con rabia mentalmente, y trepó unos centímetros más. ¡Le faltaba tan poco! Abajo reinaba un silencio expectante. «Niña, marica; niña, marica», murmuró, y ascendió un poco más.
Ya se hallaba en la punta. La oscilación de la cucaña aumentaba allí. No se atrevía a soltar la mano para asir el galardón. Entonces acercó la boca y mordió el sobre furiosamente. No se oyó abajo ni un aplauso, ni una voz. Gravitaba sobre el pueblo el presagio de una desgracia. Daniel, el Mochuelo, empezó a descender. A mitad del palo se sintió exhausto, y entonces dejó de hacer presión con las extremidades y resbaló rápidamente sobre el palo encerado, y sintió abrasarsele las piernas y que la sangre saltaba de los muslos en carne viva.
De improviso se vio en tierra firme, rodeado de un clamor estruendoso, palmetazos que le herían la espalda y cachetes y besos y lágrimas de su madre, todo mezclado. Vio al hombre enlutado que llevaba del brazo a la Mica y que le decía, sonriente: «Bravo, muchacho». Vio al grupo de «las voces impuras» alejarse cabizbajos. Vio a su padre, haciendo aspavientos y reconviniéndole y soltando chorros de palabras absurdas que no entendía. Vio, al fin, a la Uca-uca correr hacia él, abrazársele a las piernas magulladas y prorrumpir en un torrente de lágrimas incontenibles...
Luego, de regreso a casa, Daniel, el Mochuelo, cambió otra vez de parecer en el día y se confesó que no tenía ningún motivo para estar atribulado. Después de todo, el día estaba radiante, el valle era hermoso y el novio de la Mica le había dicho sonriente: «¡Bravo, muchacho!».
FONOTECA.-
Puede escuchar la lectura de la obra completa, en voz de Joan Mora (5h 12' 57''):
También puede escuchar un resumen de toda la obra, realizada por Antonio Martínez Asensio en el podcast "Un libro, una hora" (55'):
VIDEOTECA.-
Puede ver la miniserie realizada por RTVE, emitida en 1978, y dirigida por Josefina Molina:
Capítulo 1 (25'55'').
Capítulo 2 (27'08'').
Capítulo 3 (24'55'').
Capítulo 4 (29'41'')
Capítulo 5 (25'27'')
Igualmente, la película de 1963 (1h 30'30'), producida y dirigida por Ana Mariscal.
BIBLIOGRAFÍA.-
Delibes, Miguel. El camino. Barcelona: Destino, 1950, pp. 185-189.
González-Ariza, Fernando. Guía de lectura de "El camino", de Miguel Delibes. Berriozar: Cénlit, 2008.
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