Nadie se acordaba del toro. El animal, temeroso de las iras desencadenadas de la
gente que corría hacia la presidencia por el pasillo de la barrera o saltando de
carro en carro, se fue al otro extremo de la plaza. Y allí se quedó mirándolo todo
como un espectador intruso, con su pitón bermejo y su media cara teñida con la
sangre del «Filigranas».
Los civiles, duchos en la táctica de los alborotos, se fueron replegando hasta
situarse hombro con hombro bajo el tablado de las autoridades. Las barbillas de los
civiles, más agudas, parecían querer escaparse de los barboquejos; sus manos,
morenas y vellosas, apretaban más fuertemente las bocas de los fusiles; los ojos,
ensombrecidos por las fruncidas cejas, miraban con más recelo…
El «Aceituno», cuando desapareció el grupo que transportaba a su compañero, se
dio cuenta de la terrible amenaza que se cernía sobre él. Junto a su cara, veinte rostros
ceñudos, veinte pares de ojos ardiendo de alcohol y furia y, sobre él, veinte garrotes
en el aire… Y, detrás, la masa borrosa, como una mole que se le venía encima. De un
tirón se arrancó de las manos del «Raposo» y se fue corriendo en busca del amparo
de los guardias cuyos tricornios divisó a la primera ojeada. El pobre torero trataba de
reír al tiempo que le caían las lágrimas de los ojos, pero los guardias permanecieron
impasibles.
—¡Señor alcalde, señor alcalde! —gritó a Román, con los brazos extendidos,
implorantes.
—¡Cállate, badanas! —le gritaron.
—¡Cobarde!
—¡Capón!
Le pinchaban los silbidos por más que se tapaba las orejas. Y era una feroz pedrea
de insultos mientras él seguía gritando desesperadamente:
—¡Señor alcalde, señor alcalde!
Pero su voz se perdía sin poder llegar a los oídos de Román. Ya los mozos se
habían echado sobre él y más de unos puños arteros habían conseguido golpearle.
Menos mal que los guardias le habían dejado colocarse entre ellos, guardándole así
los flancos, y cerraron tras él los fusiles levantados para protegerle la retaguardia. Ya
los civiles estaban pálidos y nerviosos. La presión física de los asaltantes había
despertado en ellos todas las advertencias reglamentarias y empezaron a dar codazos
y a amenazar con las culatas. Pero su actitud, en vez de calmar los ánimos, produjo
una irritación más violenta en la multitud, especialmente en los que estaban más
detrás y venían empujando y vociferando sin inmediato riesgo. Y las mujeres, puestas
en pie, llamaban con voces histéricas a los hombres de su familia…
El torero, aterrorizado, gesticulaba con tal vehemencia y desesperación que
parecía querer trepar por los postes y huir por la tribuna. Todavía los guardias y los
fusiles le salvaban de los zarpazos de la furia moceril, pero la situación se hacía por
segundos irresistible y era de temer que la masa venciera y le pulverizase. El
«Aceituno» lloraba, gemía, alzaba los brazos suplicantes…
—¡Señor alcalde, por Dios!
—¡Toca atención como en la mili! —le dijo al del cornetín cuando este se le acercó corriendo.
El toque, inesperado, sobrecogió a la multitud. La marea se detuvo y el alboroto decreció lo suficiente para que todos pudieran oír la voz del alcalde:
—¡A ver si os estáis quietos! ¡Los forasteros, a vuestro sitio! Y tú, Colás, o me echas fuera a toda esa gente o bajo yo a echarla. ¡Venga!
Los «currinches» fueron los primeros en replegarse y los demás forasteros, luego de mirarse entre sí, dieron unos pasos atrás. Los del pueblo se hacían los remolones, pero el «Raposo» los puso en movimiento diciéndoles:
—¡Hala, hala! ¡Hay que hacer lo que manda el señor Román! Este fulano, desde luego, matará el toro. ¡Ya veréis cómo lo mata!
Las mujeres también se calmaron. Estaban cansadas, con los nervios deshechos por tantas excitaciones seguidas. Ya ni siquiera ponían cuidado en estirar sus galas, ni en recogerse los rizos desmandados, ni en provocar admiraciones masculinas. Se dejaron caer en sus asientos con un suspiro de alivio. Algunas murmuraban:
—¡Jesús, cuándo acabará esto!
El «Aceituno» aprovechó aquel compás de espera para volver a clamar desesperadamente:
—¡Señor alcalde!
Entonces Román se inclinó para mirarle.
—Bueno, y a ti ¿qué te pasa, muchacho?
El limpiabotas volvía a tener aquel su aspecto de carroña, de carnaza descompuesta, de cadáver blando. Las palabras le salían atropelladamente: —¡«Filigraniyas»! Ya le dije que no torease así. Ahora hay que mandarlo a Madrid. En un coche. ¡Rápidamente! Se lo prometí… ¡Tengo que llevarlo a Madrid, señor alcalde!
Román le hizo un gesto paternal y tranquilizador con las manos.
—No te preocupes, hombre. Los médicos sabrán lo que tienen que hacer. Puede que la cosa no sea tan grave… Pero si hubiera peligro, descuida, que ellos serán los primeros en mandarlo a Madrid.
—¡Que le cosan lo que sea y lo manden a Madrid, de todas maneras! ¡Me lo ha dicho él! Allí hay sanatorios y buenos cirujanos… ¡No quiero que muera! ¡No! El «Raposo» le cogió de un brazo.
—Ahora mismo voy a ver cómo está, «Aceituno». Y si la cosa se presenta mal, cogemos en seguida un coche y ¡hala! Pero tú… termina pronto si no quieres que te ocurra algo feo. ¡Si a ese toro soy capaz de matarlo yo a navajazos!
El «Aceituno» sintió la sacudida que el otro le dio en el brazo, y luego le vio dar un brinco y desaparecer. Entonces le habló Román:
—¡Hala, «Aceituno»! Termina pronto, que se está haciendo demasiado tarde y todos tenemos ya ganas de marcharnos.
El «Aceituno» se volvió a mirarle.
—Pero si no puedo… —dijo, abriendo mucho la boca.
—¡Cómo que no puedes!
El «Aceituno» meneó la cabeza.
—¿Es que quieres que esto termine como el rosario de la aurora?
—¡Venga, «Aceituno», que tú tienes facultades! —gritó el inteligente.
Un mozo lanzó la voz:
—¡A mantearlo!
La masa, contenida a duras penas, empezó a encresparse de nuevo. Sonaron unos silbidos. Se inició el zambombeo de las estacas. Los insultos feroces saltaban y estallaban como cohetes… Ya la luz era totalmente gris y los rostros se veían pálidos, y la multitud encaramada en las galeras empezaba a ser una mancha confusa sobre el blanco de las casas enjalbegadas.
Un mozo le trajo la muleta y el estoque, y se los hizo coger. Arreciaron los silbidos y las voces. Y ya no se pudo oír al pobre limpiabotas cuando clamó, mirando al alcalde y temblándole todo el cuerpo:
—¡Tengo miedo!
Le empujaron violentamente y salió a la arena tambaleándose.
Román entonces se sentó e hizo señas imperiosas a los demás para que le imitasen. El novelista exclamó:
—¡A ese hombre lo va a matar el toro!
—¡Ni hablar! —le contestó su amigo—. Este muchacho tiene más picardía que el otro.
—Pero ¿no ves que está borracho de miedo?
—¿Y no es todo esto una gran borrachera? Yo creo que no pasará nada. ¿No ves que no hay toro? ¡Míralo!
El toro se había echado en el suelo tranquilamente. El «Aceituno» se le acercó andando con mucho tiento. Cuando estuvo a un par de metros de distancia del astado, desplegó la tela y esperó. El animal levantó la cabeza y se le quedó mirando, pero sin hacer ningún extraño ni demostrar la más mínima intención de ponerse en pie siquiera. Entonces el «Aceituno» concibió rápidamente la maniobra. Primeramente movió la muleta con cierta arrogancia y llamando al toro:
—¡Je, je!
Como él esperaba, el novillo no se movió. Y el «Aceituno» se volvió a mirar al público, recogida la muleta bajo el brazo. El rumor protestatario de la gente continuaba y por eso no pudo oírse lo que decía, pero por sus gestos se comprendió lo que quería decir: que era imposible la lidia de aquel animal tumbado en la arena y que no hacía caso de su desafío. El público siguió gritando a pesar de ello, pero el torero, decidido a acabar sin contemplaciones, se fue acercando al toro más y más, a pasos lentos y cautelosos, empuñando firmemente el estoque. Su intención era clara y los espectadores lo advirtieron.
—¡Eso, no, carnicero! —le gritaron—. ¡Fuera!… ¡Fuera!
Entonces saltaron de la barrera unos mozos y, antes de que el «Aceituno» pudiese llevar a cabo la faena de acuchillar a la bestia en la posición en que estaba, consiguieron ponerlo en pie a fuerza de golpes y de aguijonazos. Al ver levantarse al toro, el «Aceituno» sufrió un ataque de pánico. Tiró los trastos de matar y echó a correr, despavorido, hacia la barrera. Pero allí le esperaban los mozos blandiendo los garrotes.
—¡Cobarde!
—¡Badanas!
El «Aceituno» siguió corriendo a todo lo largo del círculo buscando un hueco por donde saltar, mientras el toro, quieto en medio del redondel, le veía huir sin inmutarse y sin mover ni una oreja… Los mozos le impedían acercarse a la barrera, pero el «Aceituno» seguía corriendo, loco de pavor. De repente se detuvo. Frente a él estaba el «Raposo» mirándole. El «Aceituno» quiso preguntarle algo, pero sólo pudo hacer un gesto de ansiedad. Estaba despeinado, sudoroso, con la taleguilla caída, con la camisola saliéndosele por el descote del chaleco…
El «Raposo» le miraba impasible y el «Aceituno» cerró los ojos. El griterío se hizo ensordecedor. Los mozos seguían insultándole con voces roncas, levantando las terribles estacas… Y el novillo, otra vez olvidado, empezaba a escarbar con intención de echarse en el suelo…
Inesperadamente cayó sobre la plaza, como un débil gemido, primero, y después con creciente claridad, el triste son de las esquilas de la iglesia: tin, ton, tin, ton… El toque de agonizantes.
El ruido de la plaza se fue apagando paulatinamente hasta cesar del todo. Entonces la voz de las campanas estremeció el aire, y la gente, sobrecogida, se quedó sin habla. Todo el mundo quería saber y miraba a un lado y a otro, y al cielo, en busca de una respuesta. Pero nadie sabía contestar, y el cielo sólo era una lejana indiferencia donde la luz huía… Por el pavoroso silencio sólo cruzaban los gritos insensatos de las golondrinas que jugaban en el crepúsculo…
Las mujeres se santiguaron y empezaron a murmurar las preces de la vieja fe.
Antoñita estaba enferma de angustia y se atrevió a decir en voz baja a su padre que quería irse a casa. Pero Román tuvo fuerzas para sonreír.
—Puede ser por el «Camorra» o la Patro, que están para morirse en cualquier momento…
La muchacha, sin embargo, no podía dominar su congoja.
—Pero si estaba ya muerto, padre, cuando se lo llevaron…
Román perdió la sonrisa.
—Tenemos que estar aquí hasta que termine esto —replicó ásperamente a su hija —. Nosotros tenemos que marcharnos los últimos…
El «Aceituno» había abierto los ojos. Un grito tremendo le desgarraba la garganta, pero no pudo salir. Frente por frente a él vio al toro asesino, con su pitón bermejo y su media cara teñida con la sangre de Rafa. Y el pobre limpiabotas tembló. Un golpe de furia le hizo temblar. Y entonces pudo sollozar y gemir.
—¡Cobarde! ¡Asesino! —gritó, mirando al toro y dirigiéndose hacia él agitando los brazos, golpeándose el pecho, llorando…
En ese momento, Román, que había vuelto la espalda a su hija, ordenó en voz alta:
—¡A ver, maestro, una miaja de música!
El maestro se volvió tropezando e hizo la señal a sus compañeros. Y empezaron a sonar los instrumentos, tartamudeantes, desacordes, desafinados. El «Aceituno» había recogido la muleta y el estoque y marchaba hacia el toro. El animal empezó a recular, pero el torero hizo entonces señas a los mozos para que le fustigasen. Así que cuando el novillo, siempre andando para atrás, se acercó a la valla, recibió una lluvia de golpes y de aguijonazos que le obligó a arremeter hacia delante. El «Aceituno» le esperaba y lo recogió con la muleta. El torero se arqueó. Con una mano sostenía el estoque en alto y con la otra hizo girar la tela, empapada de toro. Al terminar el pase, ambos quedaron frente a frente otra vez. Ya la música sonaba con brío y compás, apagando el llanto de las campanas, y la gente, aunque todavía silenciosa, volvía a sentirse atraída por el drama vivo de la lidia. Cuando el «Aceituno» empalmó el segundo pase en redondo, realizado con temple y lentitud, el público se estremeció y, aunque todavía tímido y ahogado, estalló un ¡olé! irreprimible.
Ya la luz se marchaba de prisa. Y, sin embargo, aquellos momentos eran los mejores de la tarde. El sol crudo, flameando sobre la plaza, da colorido a la fiesta y exalta la pasión, desencadena la furia, pero cincela una belleza demasiado bronca. Mas cuando la plaza se queda gris, todo adquiere un ritmo más suave, y la emoción es más intensa, más lírica. Hay una pena crepuscular en el aire que es congoja y perfume sensual. La fiesta está acabando. Es la fiesta la que se está muriendo con el día, y entonces la angustia aprieta más y el drama, más bien la tragedia, está en la sombra envolviéndolo todo…
El «Aceituno» y el novillo se miraban. El animal era una pelota de carne negra que palpitaba. Se recogía sobre sí mismo, jadeante, con la lengua fuera. Y el torero era un rebujo de ropas, con la cara lívida comida de greñas. Se miraban con odio. Iban a matarse.
(¡Anda, marrajo, mátame si puedes! ¡Aquí me tienes, castrón! ¡Si no me matas tú, te mato yo! ¡Por mi madre que te mato! ¿Te creías que iba a ser yo como Rafa, eh? Él es un chiquillo sin malicia y creyó que tú eras un toro de verdad. Pero tú eres un bastardo. ¡Dios, cómo le enganchaste!)
El «Aceituno», viendo que el toro no se arrancaba, le pinchó en el hocico con el estoque. El animal dio un berrido y embistió. Y ya no fue un solo pase aislado, sino muchos y encadenados, los que el torero consiguió. El «Aceituno», aspaventoso, fuera de sí, se movía entre los pitones de la fiera y aprovechaba todas las oportunidades para pincharle y apalearle con la espada y darle puntapiés. Y le gritaba entre ahogos:
—¡Soy más macho que tú! ¡Tengo más «reaños» que tú!
La música llevaba ya empalmado el tercer pasodoble sin descansar. El público había vuelto a embriagarse y se entregaba sin reservas, extenuado, al temerario valor del limpiabotas.
—¡Olé! ¡Oooolé! ¡Ooooolé!
Se gritaba cada vez más fuerte, y se repetía, siguiendo el ritmo acelerado de la faena del torero, hasta formar un solo alarido. Las mujeres ya no gritaban. Desgarraban los pañuelitos y se mordían los labios y miraban con ojos absortos.
En la tribuna, sólo Antoñita se mantenía libre del contagio y sin olvidarse de la tragedia de Rafa. Ella había visto la muerte en los ojos del muchacho, y la terrible escena seguía ante sus ojos como impresa en el aire. Román se daba de cuando en cuando manotazos en los muslos y exclamaba con voz grave:
—¡Bien! ¡Olé! ¡Sí, señor!
El novelista y el periodista seguían, arrebatados, la faena del «Aceituno». Aquel olor de tragedia, de tarde de pueblo y de muchedumbre les había embriagado. Sólo lacónicas exclamaciones se les escapaban en algunos movimientos del torero:
—¡Formidable!
—¡Tremendo!
—¡Esto es torear!
—¡Qué tío!
Pero llegó un momento en que el novillo, agotado, ya no pudo responder a los desafíos del «Aceituno», ni a sus voces, ni a los pinchazos y golpes de la espada. Realmente apenas podía mantenerse en pie, y toda la masa oscura de su cuerpo temblaba como si estuviera agonizando. La lengua ya no le cabía en la boca, y en el hocico se le formaban madejas de espuma. El torero llegó hasta tocarle la punta de los pitones y darle unos palmotazos en el testuz sin que el animal se moviera. Aquel gesto puso en pie a los espectadores y desató el delirio. La música, los olés, los aplausos… El aire se encendía, crepitaba…
El «Aceituno» intentó por última vez hacer pasar el toro cogiéndole por un pitón. No lo pudo conseguir, pero entonces se dio cuenta de que tenía la mano pegajosa. Había cogido el pitón de la muerte y aquella viscosidad era la de la sangre de Rafa. El público le vio mirarse la mano y luego tirar el estoque y la muleta y ponerse de rodillas delante del novillo. Le vieron mover los labios y hablar al toro…
De rodillas, con los brazos abiertos en cruz y mostrando el pecho desnudo, el torero se arrastraba hacia la fiera. Esta reculó, atemorizada. Así se vio al hombre perseguir a la fiera. Era demasiado. Le gritaron:
—¡Mátalo ya! ¡Mátalo ya!
(—¡Perdóname, Rafa! Entonces no pude salir al quite. No pude. ¡Fui un cobarde! Dejé que te cogiese este marrajo. Y ya ves: me tiene miedo a mí… Pero entonces no pude. Me falló el izquierdo. Me falló como siempre. Y es que hay que tener coraje como tengo ahora… ¡Dios mío, que no muera! ¡Rafa, Rafa! Te llevaré a Madrid quieran o no quieran. ¡Como sea! Ahora voy, Rafa…)
Se puso en pie y fue a recoger los trastos de matar. Otra vez se miraron con odio el toro y el torero. Una mirada relampagueante que sólo duró unos segundos. En seguida, el limpiabotas cegó a su enemigo con la muleta, alzó el estoque y apretó los dientes. El toro tenía baja la cabeza y el «Aceituno» se dejó caer sobre él gritándole:
—¡Toma, asesino!
Hombre y bestia se confundieron en una sola sombra. El estoque mientras tanto se había hundido hasta la empuñadura y el «Aceituno» sintió en la mano el primer borbotón de la sangre caliente del animal. La gente gritó:
—¡Ay!
Pero el toro no le había ensartado. El hombre pudo enderezarse apoyándose en la cruz de la espada. Con los pies juntos y los brazos en alto, el torero proclamó su victoria y recibió el aplauso delirante de la multitud.
El toro se despedía con un mugido, ahogado por las náuseas de la muerte. Dio unos pasos hacia atrás, tambaleándose, y, finalmente, se derrumbó. En el último espasmo agitó las patas traseras en tanto que la sangre de mala casta iba formando un charco sobre la arena…
Entonces todo el mocerío se tiró al ruedo. Ya el miedo había pasado como un mal aire y los espectadores tenían necesidad de exteriorizar su frenética alegra. Tras los mozos saltaron a la arena los mozalbetes y los chiquillos. Todos gritaban y corrían a asediar al triunfador. Las mujeres volvían a hablar:
—Es feo, pero no digas…
—Feo como el demonio, pero valiente…
—¡Qué hombre!
—¡Ha sido la mejor corrida de todos los años!
Por el momento, la tragedia de Rafa quedó olvidada. El toque de agonizantes se había extinguido. El entusiasmo hervía en torno al «Aceituno». Tuvo que beber de varias botas y dejarse coger en vilo. Un mozo le trajo las orejas y el rabo del novillo, todavía calientes y chorreando sangre. Eran los supremos trofeos de la victoria. Y empezó el paseo triunfal por el ruedo a hombros de los más entusiastas.
Primeramente lo llevaron ante la tribuna de las autoridades. Allí le esperaba todo el mundo en pie, y hasta las muchachas, excepto Antoñita, le jalearon. Román extrajo del bolsillo superior de la chaqueta un gran cigarro habano envuelto en un billete de veinte duros y se lo lanzó a las manos diciéndole:
—¡Eso ha estado bien, «Aceituno»! Mañana ven a casa a recoger el regalo de la presidenta…
Siguió el paseo alrededor del coso entre aplausos y vivas. El «Aceituno», desgreñado, con la ropa en desorden, mostraba las orejas en una mano y, en la otra, el rabo del torete, sintiendo la sangre correrle por las muñecas y el pinchazo de los duros pelos… Llevaba en la cara una mueca que no se podía saber si era de alegría o de dolor. De cuando en cuando preguntaba a los mozos que le llevaban:
—¿Y el «Raposo»? ¿Dónde está el «Raposo»?
—¿El «Raposo»? Pues por ahí andará, hombre —le contestaban.
(Rafa, tendido en su blanca cama, le mira con sus ojos tristes. Está pálido y rezuma sudor frío, pero al ver al «Aceituno» se sonríe. El «Aceituno» llega con los brazos abiertos y le ofrece las orejas y el rabo del toro.
—¡Toma, son tuyos! Me los han dado para ti. Mañana el periodista hablará de ti.
A mí ya no me importan estas pijotadas. ¡Tú serás matador de toros, Rafa; un torero grande! ¡Te lo digo, Rafa!).
Los que le paseaban se detuvieron al fin ante la puerta de salida. Y allí parado vio al «Raposo», que parecía esperarle.
—¡Colás! —gritó—. ¿Y Rafa?
Pero los mozos pretendían continuar con él a cuestas.
—¡Tira hasta la posada!
El «Aceituno» tuvo que realizar un esfuerzo desesperado para poder poner los pies en el suelo, deslizándose entre tantos brazos y hombros. En el forcejeo perdió la chaquetilla, pero no se detuvo a recogerla. Corrió hacia el «Raposo» y, cogiéndole de un brazo, le preguntó con ansiedad:
—¿Cómo está Rafa? ¿Dónde está?
—Ahora lo verás —le contestó el otro con una extraña voz.
Echaron a andar, seguidos por la turba.
—Pero ¿cómo está? ¿Ha perdido mucha sangre? Me lo llevo ahora mismo a Madrid aunque tenga que ir todo el camino sujetándole las venas… —decía el «Aceituno» al «Raposo», sin conseguir que este desplegara los labios.
Se encontraron en el portón del Ayuntamiento y el «Aceituno» se extrañó.
—Pero si lo que yo quiero es ver a Rafa en seguida…
A la izquierda había una gran puerta de gruesas molduras, entornada.
Señalándosela con un gesto, el «Raposo» dijo:
—Anda, ahí está Rafa.
El «Aceituno» miró al «Raposo» con perplejidad, pero el gesto sombrío de este le decidió. Como llevaba las manos ocupadas con los trofeos, tuvo que empujar la puerta con el pie. Entró gritando:
—¡Rafa! ¡«Filigraniyas»!
El limpiabotas se quedó inmóvil, con los brazos tendidos mostrando los trofeos. Frente a él yacía Rafa sobre una mesa escritorio cuan largo era. Apoyaba la cabeza sobre una pila de libracos municipales. Estaba desnudo de cintura para arriba y de ahí para abajo aparecía cubierto con el guardapolvo gris del auxiliar de la oficina. Entre su cuerpo y la tabla de la mesa se veían, a modo de sábanas, viejos diarios y folios de archivo.
—¡«Filigraniyas»! —y la voz se le secó en la garganta porque el yacente no se volvió para mirarle. Continuaba de perfil (un perfil de sombra) y con los ojos cerrados.
El «Aceituno» se acercó y pudo ver que las moscas picoteaban en sus párpados, en sus labios exangües y en los orificios de la nariz. No vio a nadie a los lados y tuvo que volverse. A su espalda estaba sólo el «Raposo», que le miraba como un juez.
—¿Pero es que se ha muerto? —preguntó con una mueca horrible.
El «Raposo» hizo solamente un breve gesto afirmativo con la cabeza. Y entonces las manos del «Aceituno» dejaron caer al suelo las prendas de la victoria. Con un hipo que le ahogaba, se lanzó sobre el cadáver de su amigo, llamándole dulce y desesperadamente:
—¡Pero, niño! ¡«Filigraniyas»! ¡«Rafaeliyo»!
Le besó, le acarició, dejándole en la cara huellas de la sangre de su asesino.
Luego fue un grito espantoso:
—¡Rafa!
Grupos de chiquillos se habían encaramado a las ventanas y miraban la escena con ojos voraces. Por una punta del guardapolvo gris, empapado de sangre y humores, caían gruesas gotas lentas que formaban un charquito oscuro en el suelo…
VIDEOTECA.
Puede ver la película "Los clarines del miedo", basada en la novela, dirigida por Antonio Román en 1958, y que cuenta con actores como Francisco Rabal, Rogelio Madrid, Silvia Solar, Manuel Luna, Ángel Ortiz, Rosita Valero, José Marco Davó, Francisco Bernal, Manuel Braña, Félix Briones, Luis Roses, José María Tasso y José María Labernié.
BIBLIOGRAFÍA.-
Lera, Ángel María de. "Los clarines del miedo", fragmento (cap. VIII). Los Clarines del miedo. Barcelona: Destino, 1958, pp. 159-172.
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