Variada, diferente documentación y diversos testimonios, va reconstruyendo la historia del Capitán Alegría, un narrador omnisciente parcialmente, pues según vaya encontrando nuevos datos, así va conociendo la historia ("ahora sabemos que…", "nos consta…", “sabiendo ahora lo que sabemos...”, “sabemos por los comentarios”, "todos los testimonios que hemos encontrado…")
El relato comienza cuando el capitán Alegría se entrega al bando opuesto exclamando: “¡Soy un rendido!”. Era una frase meditada porque primero se rindió y luego se entregó. Había que “elegir entre ganar una guerra o conquistar un cementerio” y él había rechazado ambas opciones (carta a su novia Inés, enero de 1938).
Sólo se escuchaba el silencio de la noche y el bombardeo a lo lejos sobre Madrid cuando cruzó entre las trincheras.
Su rendición comenzó dos meses atrás.
Pensaba que el sentido de la guerra sólo era mera supervivencia y una amalgama de crueldades tanto para la víctima como para el verdugo (carta a su profesor de Derecho Natural de Salamanca).
Había estado tres años en Intendencia controlando milimétricamente los suministros, escrutando la derrota. Al principio pensó que al enemigo le faltaba alma de ejército, pero se dio cuenta de que el problema es que era un “enemigo desarrapado y paisano” que no podía sino perder frente a los militares.
El no era un desertor, sino un rendido porque seguía siendo enemigo después de su rendición. “Su decisión no fue la de unirse al enemigo sino rendirse, entregarse prisionero. Un desertor es un enemigo que ha dejado de serlo; un rendido es un enemigo derrotado, pero sigue siendo un enemigo”. Según su opinión, los republicanos hubieran humillado más a Franco rindiéndose el primer día porque sin muertos no hay gloria, solo derrotados.
La falta de cualidades del capitán Alegría hizo que sus superiores lo destinaran a Intendencia cuando se incorporó al ejército sublevado en julio de 1936. Su labor de gestión fue tan eficaz que a finales de 1938 era ya capitán, pero con el pasar de los muertos se había convertido en un “vivo rutinario”.
Cuando llegó a la trinchera enemiga, y los sorprendidos enemigos le quitaron la pistola, estaba sin estrenar. Obedeció escrupulosamente las órdenes que le dieron.
[Pág. 10].
Cuando le preguntaron por qué se entregaba, respondió que el Comité de Defensa de Madrid estaba a punto de rendirse. Aquellos soldados sin uniforme lo tomaron por loco. Quiso explicarse, no lo dejaron. Él no comprendía que aquellos desastrados actuaran como si no fueran conscientes de que su muerte [la de ellos] era inevitable.
Recorrió trincheras de rodillas, boca abajo, con las manos en la nuca hasta llegar a la calle Francos Rodríguez. A las 3 de la mañana fue conducido en una furgoneta hasta Madrid, al Cuartel General.
[Pág. 11].
A la altura de Bravo Murillo subieron a un herido con el hombro derecho destrozado, sangraba. Trató de detener la hemorragia. Al verle el uniforme, el herido sugiere que lo maten. Lo dejaron en el Hospital General de Cuatro Caminos.
Prosiguen viaje hasta el Cuartel General. Los transeúntes iban aumentando a medida que se acercaban al centro de Madrid.
[Pág. 12].
Ya en la Capitanía se tranquilizó. Allí, entre militares, sabía cómo actuar. Volvía a estar en su sitio. Pero, a pesar de su uniforme nacional, nadie le prestaba atención. No estaba atado, podría haber escapado. Allí estaban demasiado ocupados cargando documentos con prisas en furgonetas, o quemándolos en hogueras en el patio. Él, en posición de descanso, lo observaba todo. Finalmente, dos “números” armados lo condujeron hasta un calabozo del sótano. Había otro preso, republicano con galones de cabo primero, desaliñado y enfermizo, que le pedirá picadura, pero él no fuma. El capitán se retiró hasta el rincón más alejado, se dejó caer.
El capitán Alegría pertenecía a la nobleza rural, nació en 1912 (tenía, pues, 27 años), casa con dos arcos de piedra y escudo heráldico en Huérmeces. Estudió Derecho en Madrid y Salamanca.
[Pág. 13].
Jiménez de Assúa le enseñó “que el legislador debe tomar partido” para ser igualitario. Después aprendió que “la ley no elige nada”. Tuvo una relación formal de jovencito con Inés Hoyuelos, hija de unos abaceros. Se unió al bando sublevado en 1936, “porque así defendía lo que había sido siempre suyo”. Y allí administró para que otros murieran. En el último parte que firma, se define a sí mismo como “un círculo cuadrado, un espíritu metálico, que, abominando de nuestro enemigo no quiere sentirse responsable de su derrota”.
Al amanecer, evacuaron la Capitanía. A las 10 de la mañana no quedaba nadie excepto los dos prisioneros. El nuevo ejército fue ocupando el edificio.
[Pág. 14].
Un coronel y tres escoltas abrieron el calabozo y él les explica que se rindió esa misma mañana. El coronel guarda su cartilla estupefacto y vuelven a cerrar el calabozo dejándolos encerrados. El cabo 1º, el otro prisionero, sabía que el estar encerrado podía ser su salvación, como de hecho lo fue.
[Pág. 15].
Pronto empezaron a llegar prisioneros hasta estar hacinados. Entre ellos reconoció al herido en el hombro que coincidió con él en el camino y que habían dejado en el Hospital de Cuatro Caminos. Se salvó porque le estaban amputando el brazo justo cuando lo sentenciaron a muerte.
A los 3 días comenzaron a trasladar presos. Lo llevaron a los hangares del aérodromo de Barajas donde juzgaban a los militares de graduación. Allí lo dejaron ignorado desde el día 4 al 8 de abril. Pasó miedo -lo cuenta en una carta a la novia-. Se debilitó entre desmayos y vómitos.
Unos falangistas le tomaron la filiación. Los prisioneros eran humillados. Fueron despojados de su graduación y de sus efectos personales.
[Pág. 16].
El coronel Luzón se negó a entregar unas insignias ganadas en el campo de batalla. Le dieron un tiro en la cabeza y alegaron intento de fuga.
Allí estuvo desde el 4 al 8 de abril que lo llamaron. Se reproduce el Acta del Juicio Sumarísimo (“éste es el documento más real que tenemos de lo realmente ocurrido, la única verdad que refrenda nuestra historia, que, probablemente, tuvo bastante semejanza con lo que estamos contando”).en el que el capitán Alegría es condenado a morir fusilado. Preguntado por el motivo de su traición, responde que el avance de las tropas nacionales -descrito minuciosamente- hacía inevitable la derrota inminente de los republicanos. Finalmente es mandado callar. Su cargo en la Intendencia le había proporcionado todo el conocimiento de la evolución de la guerra.
[Pág. 17].
Finalmente, vuelto a preguntar, arguye que “se rindió” porque “no quisimos ganar la guerra al Frente Popular”, “queríamos matarlos”. Culpable del delito de traición es condenado a muerte.
Los hechos ahora son confusos, pues “se confunden en una amalgama de informaciones dispersas, de hechos a veces contrastados y a veces fruto de memorias neblinosas contadas por testigos”.
Volvió al hangar y escribió 3 cartas: una a Inés, otra a sus padres y, la última, a Franco para decirle que lo sucedido sería imposible de olvidar. Sus padres nunca recibieron la suya y murieron de tristeza.
[Pág. 18].
En otra carta a Inés, que era maestra en Ubierna, se constata cómo se está convirtiendo en un despojo humano en total soledad. Tuvo que esperar 9 días viendo como grupos de presos eran llevados a la muerte, antes de que lo llamaran a él. Eso era insoportable para una mente metódica y ordenada como la suya.
El día 18 le subieron con otros a un camión. Alguien apretó su mano. Desapareció la soledad: había entrado en la comunidad de los vencidos. “Perdonadme” -dijo. Llegaron a las 8 de la mañana a Arganda del Rey. Un sacerdote impartió su bendición y el pelotón de fusilamiento disparó.
[Pág. 19].
Despertó en la fosa común atrapado entre los muertos. Se dio cuenta de que estaba vivo al escuchar su propio llanto. Una bala le “había dado en la parte alta de la frente de tal suerte que resbaló sobre su crán.
[Pág. 20].
“Aquí comienza una peripecia de Alegría de la que apenas sabemos los detalles, porque aunque a veces toleró hablar de lo ocurrido antes de su resurrección, raramente consintió en contarle a nadie cómo llegó desde Arganda del Rey hasta la Acebeda”. Venciendo el dolor y haciendo acopio de fuerzas fue liberándose de los cuerpos que lo enterraban. Se arrastró fuera. Había perdido sus gafas y la herida volvía a sangrar. Estaba anocheciendo.
Lo encontraron agonizante en los campos de La Acebeda unos labriegos que lo descubrieron vivo cuando trataban de robarle las botas. “Ahora sabemos que se consideraron varias alternativas, desde enterrarle vivo porque a saber quién le había disparado, hasta dejarle morir entre la jara y, después de muerto, informar a las autoridades del hallazgo”, pero una anciana resolvió cuidarlo (“Todos somos hijos de Dios, hasta éstos”). Lo atendieron durante 3 días allí mismo, tumbado entre las jaras. La generosidad de estos vencidos le hizo pensar que algo humano había sobrevivido a la guerra. Lo que le torturaba entonces no era el miedo, sino la vergüenza por su hedor y podredumbre.
[Pág. 21].
Al cuarto día, comido por la fiebre, emprendió el camino hacia Huérmeces, su pueblo, donde quería morir. Fue por caminos aislados pero próximos a la carretera por miedo a desfallecer. Se tumbaría entonces en el camino para ser encontrado y enterrado. Tres días duró la travesía. Llegó a Somosierra al atardecer.
[Pág. 22].
Allí se encontró con una patrulla de carretera. Sintió melancolía. Los observó: actuaban con desgana. Fue “entonces cuando nació la reflexión que recogió en unas notas encontradas en su bolsillo el día de la segunda muerte, la real, que tuvo lugar más tarde, cuando se levantó la tapa de la vida con un fusil arrebatado a sus guardianes”.
También los vencedores son “carne de vencidos”, sólo los separará el rencor. Ambos temerán al vencedor real de unos y otros y sólo algunos muertos serán considerados protagonistas de la guerra.
Arrastrándose, se acercó al cuerpo de guardia para decir entre sollozos: “Soy uno de los vuestros“
o
MANUSCRITO ENCONTRADO EN EL OLVIDO
[Pág. 24].
En 1952, buscando unos documentos en el Archivo General de la Guardia Civil, el narrador encontró un sobre amarillo que contenía un cuaderno con pastas de hule. El sobre había sido anteriormente encontrado, en 1940, en unos prados de Somiedo, junto a los cadáveres de un adulto y un niño de pecho. Estaban tumbados en un jergón, sobre un saco y tapados con una manta blanca. La libreta estaba en un taburete con una piedra pesada encima. En el techo de la cabaña colgaba un vestido negro de mujer. La caligrafía se va haciendo más pequeña y minuciosa a medida que avanza el relato. Lo que viene a continuación es la transcripción de este “seudo-diario”.
PÁGINA 1: Elena ha muerto pero el recién nacido vive. Piensa en dejar morir al niño. La vida no tiene sentido sin Elena.
[Pág. 25].PÁGINA 2: Un muerte tan temprana es injusta. Permanece inmóvil decidido a morir con su hijo junto a Elena. Al margen se lee: “¿Es este niño la causa de la muerte o su fruto?
PÁGINA 3: Pide que quien encuentre sus cadáveres esparza sus restos por los montes. Se siente culpable de haber podido evitar lo ocurrido. Solo sabe escribir y hacerlo le ayuda a no recordar. El niño no deja de llorar. Aunque es octubre, las noches son ya invernales. El niño ha dejado de llorar, al moverlo tiene la sensación de que alguien le hubiera quitado el esqueleto. Aún respira.
PÁGINA 4: Elena, muerta, ha perdido el color.
[Pp. 26-27].
Ha soltado su mano. Ya no hay caricias en ella y no quiere que ése sea su último recuerdo. El niño está exhausto junto a ella. Cuando escapó de los fascistas ella se empeñó en seguirlo y no pudo disuadirla. Se equivocaron. Rememora a su amigo Miguel (Hernández) cuando piensa dejarse morir en los prados para que nazcan flores en las cuencas de los ojos de su calavera. Miguel lo llamaba “el arquero proletario”. Elena quería a Miguel por eso.
PÁGINA 5: Se pregunta si Elena hubiera querido que el niño viviera. No puede ser bueno un dios que no permita reescribir el pasado para evitar el error que la condujo a la muerte. Se duerme pero el llanto del niño lo despierta. Su lamento cambia la rabia en pena. Lleva tres días sin comer nada. Le arrima un trapo mojado en leche aguada que el niño acaba sorbiendo con avidez hasta quedarse dormido.
[Pág. 28].
PÁGINA 6: Hace una cuna improvisada que cubre con una colcha de ganchillo que Elena heredó de su abuela y se empeñó en llevar consigo. La vida del niño junto a la muerte en la madre ha trazado una raya. Se le está secando el cordón umbilical y llora (un dibujo representa una estrella fugaz chocando contra la luna).
PÁGINA 7: Él aún no ha comido. Hoy enterrará a Elena. El niño parece saciarse. Hay vacas abandonadas en el valle que necesitan ser ordeñadas o morirán. Está lloviendo. Ha logrado acorralar dos vacas, una de ellas tiene mastitis. Habrá que sacrificarla.
[Pág. 29].
PÁGINA 8: Ayer enterró el cuerpo en descomposición de Elena entre sollozos. La muerte no es contagiosa pero la derrota sí. Elena murió de derrota como lo harán él y su hijo. Ha colocado una gran piedra blanca, sin nombre, los ángeles sabrán encontrarla. Recuerda unos versos de Garcilaso en que el poeta pide a su amada que reciba sus lágrimas hasta que la muerte vuelva a reunirlos.
PÁGINA 9: Se alegra de escribir el diario pensando en la posibilidad de que alguien lo lea. Hace frío, pronto nevará. Todo un invierno por delante para decidir cómo morir.
PÁGINA 10: (Dibujos: 3 rostros de niño, 2 de mujer, rostros de ancianos. Bajo ellos una frase: “¿Dónde yacéis?”) Hay que matar la vaca enferma, pero debe esperar a que se formen neveros para conservarla. Confía en poder alimentar la otra vaca. Hay leña en abundancia. Se le acaba el lápiz y quisiera que quien encuentre sus cadáveres en primavera supiera quiénes son (“Soy un poeta sin versos”).<
PÁGINA 11: Ha nevado. Parte de la vaca sacrificada la ha ahumado, otra parte la ha congelado. La otra vaca da leche. El niño vive. Le da sopa de boniatos. Se ha hecho ya el centro de su vida. Los ruidos que emite lo llenan todo.
[Pág. 30].
PÁGINA 12: Ha encontrado los restos de una cabra montesa medio devorada por los lobos. Usará sus restos como alimento. Su mente se va con sus padres y el inicio de la guerra en su aldea cuando mataron al maestro, don Servando, y quemaron sus libros. Él no hubiera desterrado a los poetas. ¿Qué le llevó a Madrid? Sólo llevó la palabra y sus dibujos al campo de batalla para consolar a los heridos.
PÁGINA 13: El niño crece. Relee el cuaderno y también él está cambiando: “Y si pierdo la ira, ¿qué me queda? Hace un frío intenso. Tiene miedo de que el niño enferme, de que muera la vaca, de enfermar, de ser descubiertos. El viento aúlla.
[Pág. 31].
PÁGINA 14: Ha matado un lobo que merodeaba. Dejó una rendija en la puerta, le atrapó la cabeza, un hachazo. Ahora tienen comida, pero ha vuelto a tener contacto con la muerte (dibujo de un niño jugando a lomos de un lobo en un prado florido).
PÁGINA 15: Anota un poema en el que un lobo y un niño, tras dialogar, mueren ambos de hambre antes de hacerse daño: “…evitándose el engaño / de que para sobrevivir dos personas que se quieran / sea siempre necesario / que, al margen de los afectos, unos vivan y otros mueran”.
[Pág. 32].
PÁGINA 16: El frío los debilita. Nieva. Tiene dificultades para cortar leña. La vaca, el niño y él están muy delgados pero aún da suficiente leche para los dos. El niño aún no tiene nombre. Siguiendo las huellas de un animal ha visto a unos leñadores. Ha sentido miedo. Tanto si se quedan como si se van, morirán. No sabe en qué mes está, ¿navidades?
PÁGINA 17: “Que muera yo puede ser justo, que muera el niño solo necesario” ¿Qué le contaría a su hijo sobre su madre, sobre Caviades, sobre sus abuelos, sobre sí mismo? …que había sido un rapsoda entre balas y ahora su sepulturero.
[Pág. 33].
PÁGINA 18: Rodeados de nieve falta la comida. El niño se debilita. Ni siquiera con el hacha logra rebanar algo de la vaca congelada. Al tratar de desenterrarla, encontró en la nieve…
PÁGINA 19: Un animal muerto del que nada quedaba aprovechable (un dibujo: la cabeza de una vaca. Debajo hay una frase: “¿Dónde estará el paraíso de las vacas?”). Piensa en matar a la otra vaca, pero no podría conservarla, en los neveros la encontrarían los lobos, en la cabaña se pudriría (aquí hay 9 hojas arrancadas cuidadosamente. La numeración no se interrumpe).
[Pág. 34].
PÁGINA 20: El niño está enfermo y ha matado la vaca para alimentarlo. Lo abraza, tiene fiebre. Le canta una canción de Federico (García Lorca): “Llanto de calavera / que espera un beso de oro / (Fuera viento umbrío / y estrellas turbias)”. Ya no recuerda sus versos, pero en su mente resuenan mil nanas para su hijo, todas con la misma letra: Elena. Lo besa por primera vez. El miedo, el frío, el hambre y la soledad desalojan la ternura.
PÁGINA 21: Huele a podrido pero solo recuerda el olor del hinojo (“Ah, sin ti no soy nada”).
[Pág. 35].
PÁGINA 22: Había perdido el lápiz. Había estado un tiempo sin escribir. Subido a un tronco, rodeado de nieve, experimenta una sensación indescifrable que ahora reconoce: era soledad. Tiene la sensación de que todo acabará cuando acabe el diario, se demora en escribir. Su última palabra será “melancolía”.
PÁGINA 23: El niño ha muerto. Lo llamará Rafael. No tenía nombre. No ha sido capaz de mantenerlo vivo. El resto de la página repite hasta 63 veces la palabra “Rafael” con caligrafía primorosa.
PÁGINA 24: 62 veces “Rafael”.
PÁGINA 25: 119 veces “Rafael” (letra mucho más pequeña).
PÁGINA 26: Escrita con un tizón apagado y emborronado. Parece poner:”Infame turba de nocturnas aves” (de Góngora).
[Pág. 36].
NOTA DEL EDITOR: En 1954 visitó el pueblo de Caviedes. Está en Santander, en la montaña, próximo al mar que no se ve. El maestro, don Servando, fue ajusticiado en 1937 por republicano. Su mejor alumno marchó a la guerra. Los padres de éste, Rafael y Felisa, murieron de pena al terminar la contienda. Nadie volvió a saber de él. Era poeta y se llamaba Eulalio Ceballos Suárez. Si era él el autor del manuscrito, tendría 18 años y “…creo que no es edad para tanto sufrimiento”.
o
“El idioma de los muertos”
[Pág. 38].
Juan Senra, profesor de chelo, prisionero, se había quedado en los huesos (“Su extremada delgadez, la nuez que saltaba asustada cada vez que tragaba saliva y un abatimiento que enarcaba sus espaldas hasta hacer de él algo convexo, le habían convertido en una cicatriz de hombre incapaz ya de fijar la mirada sin sentir náuseas”). Cuando fue llamado a declarar, el coronel Eymar -bajito, fumador de uñas amarillas, cuello enjuto, bigotillo horizontal, pecho empedrado de condecoraciones- actuaba de juez.
[Descripción caricaturesca, rasgos de animalización: “El coronel Eymar era diminuto. Sus manos asomaban por las bocamangas lo justo para tener siempre un cigarrillo encendido en la punta de sus dedos índice y anular que terminaban en unas uñas color ambarino sucio, como soasadas por el calor del tabaco. Un pescuezo enjuto de ave de mal agüero sobresalía por el alzacuellos que coronaba su guerrera demasiado grande, demasiado raída para pertenecer a un guerrero. Sin embargo, como contraste viril a tanta decrepitud, un bigote fino y horizontal, perfectamente paralelo al suelo le dotaba si no de fiereza, de cierta incapacidad para la sonrisa. Además, medallas, una panoplia de medallas que más acorazaban su pecho que lo honraban”].
Con él estaban en el interrogatorio el capitán Martínez, el alférez Rioboo y el teniente Alonso -albino y grueso parecía un muñeco de nieve- que ejercía de Secretario del Tribunal.
Cuando le preguntó el coronel le dijo que sí lo había conocido, en la cárcel de Porlier, cuando lo trasladaron de la checa de Chamberí en mayo de 1938 donde él pertenecía al Cuerpo de Enfermeros donde fue destinado por estar estudiando tercero de Medicina y Música. Era una verdad a medias.
[Pág. 39].
Juan Senra era un “masón, organizador del presidio popular, comunista, soltero y criminal de guerra”, según la acusación. “Nacido en Miraflores de la Sierra, Madrid, en 1906. Hijo de Ricardo Senra, masón, y de Servanda Sama, fallecida”. Pero dijo conocer a Miguelito, hijo del coronel fusilado por los rojos, y eso captó su atención.
[Pág. 40].
Todos los días, Violeta, la mujer del coronel, se lo recordaba, que indagara sobre él. El coronel le dijo a Juan que Miguelito era su hijo y quiso saber de qué hablaron. Juan respondió que de él, que de la patria no habían hablado. Y el coronel se emocionó porque nadie hasta ahora le había dado noticias de su hijo. Juan recordaba perfectamente a Miguelito, pero se guardó la verdad.
Una clase servía de sala del tribunal. Un encerado, un crucifijo y la fotografía de Franco. Tres soldados de guardia parecían estatuas al fondo de la sala. Se hizo el silencio. Juan se apoyó un instante en la mesa del secretario y un palmetazo y un golpe en el costado lo devolvieron a la posición de “tú firmes, hijo de puta” para caer blandamente hasta el suelo, enrollado sobre sí mismo. Hacía mucho frío.
[Pág. 41].
Fue arrastrado hasta el calabozo. Alguien lo llamó por su nombre. Eso lo reconfortó. Le preguntaron qué le habían hecho. Perdió el conocimiento. Al anochecer lo trasladaron junto a otros a la cárcel y “no supo bien por qué todos fueron enviados a la cuarta galería y él, sin embargo a la segunda”. “La cárcel tenía una jerarquía perfectamente establecida: en la segunda galería esperaban los que iban a ser condenados a muerte, en la cuarta contaban los minutos quienes ya habían sido condenados”.
Al llegar a la segunda galería lo asaltaron a preguntas: no, no lo habían torturado. No sabía por qué lo habían devuelto allí. El miedo fue, probablemente la causa del desmayo. Eduardo López dio por buenas las respuestas y cesó el interrogatorio.
Eduardo pertenecía al “buró político del Partido Comunista, y su trabajo como organizador de la resistencia en Madrid, le había granjeado cierta popularidad durante los últimos meses de la guerra”. Se ocupaba de organizar actividades en la cárcel que mantuvieran ocupadas las mentes de los condenados. Actuaba de líder.
[Pág. 42].
Cogió su escudilla, significaba que aún comería otro día, y se acurrucó en un rincón. Pensó en la carta que le había a su hermano, sin despedirse En ella debió hablarle de “los afectos”. No lo hizo y se arrepentía. El silencio de la noche anticipaba la muerte.
A las 5 empezarían a llamar a reclusos, los meterían en un camión y los llevarían a fusilar al cementerio de la Almudena. Pero serían de la 4ª galería y él estaba en la 2ª.
Aún debía ser juzgado y condenado. Eso era tiempo y el tiempo, por poco que fuera, podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Sabían por el alférez capellán que disminuía el número de condenas a muerte con el paso del tiempo. “sólo pensaban en que pasara el tiempo, que discurriera todo lo lenta y brutalmente que quisiera, pero que hubiera una semana más, un día más, incluso una hora más”. Había que resistir y pasar desapercibido. Poco a poco, los gestos de rebeldía y solidaridad ante la barbarie se fueron apagando en los presos.
[Pág. 43].
No fue llamado al día siguiente. Comió dos veces sopicaldo templado y se entretuvo despiojando a un muchacho. Le devolvieron la carta que enviara a su hermano censurada. Todas las líneas habían sido tachadas.
“El muchacho de las liendres” se llamaba Eugenio Paz, tenía 16 años y era de Brunete. Se hizo republicano por ir contra su tío. Su tío era propietario del bar del pueblo y maltrataba a su madre que trabajaba para él limpiando y cocinando. Hizo la guerra como quien participa en un juego (“esperó a que su tío tomara partido para tomar él el contrario”).
[Pág. 44].
[Descripción: “Tenía el aspecto de un niño incapaz de envejecer. Como si la sombra desarrapada de aquella prisión no le afectara, no había en su rostro atezado nada rectilíneo, nada angular, porque la severidad y la tristeza también le estaban negadas. Rechoncho y de mediana estatura, hablaba siempre frunciendo los labios, como si se arrepintiese de decir lo que decía. Pero no era así, porque sus ojos azules miraban fijamente los de su interlocutor convirtiendo cualquier banalidad en verdades como puños. Algo amigable y tierno se desprendía de cada una de sus frases, que, inevitablemente, trufaba de casticismos y sucedáneos de blasfemias”].
Llegó hasta el final actuando como francotirador cuando las tropas de Franco entraron en Madrid. Lo arrestaron por violar el toque de queda cuando iba a reunirse con su novia en un portal del barrio de Salamanca. Pero durante tres días, con su rifle, él fue el juez y el verdugo. Ahora, en la cárcel, sabía lo que era la derrota. Su novia estaba embarazada. Igual pensaba que él se había ido con otra. Era inocente como un niño, no odiaba a sus enemigos, sencillamente esta vez le había tocado perder.
Al día siguiente lo volvieron a llamar al tribunal.
[Pág. 45].
Todos sus compañeros de lista fueron condenados a muerte, pero a él lo dejaron para el final. En la sala había una mujer con gesto severo -abrigo de astracán, bolso negro-. El coronel le preguntó por qué recordaba a su hijo y Juan respondió que porque era bueno haciendo juegos de prestidigitación. Los ojos del coronel buscaron los de la mujer.
Que por qué estaba preso, le preguntó, y él sabía que por estraperlo con medicamentos caducados, por comercio ilegal con nafta y carburantes, por asesino. “Por pertenecer a la quinta columna” -respondió-. “Por ser un héroe, hijo de puta” le gritó Rioboo.
[Pág. 46].
Que por qué lo mataron, y él contestó que ni lo había arrestado ni lo había matado, que simplemente era un enfermero que trabajaba en la cárcel a la que lo llevaron y que habló con él muchas veces.
Pero sabía y se calló que Miguelito mató a un pastor para robar sus corderos y venderlos (en Fuencarral) y que el hijo del pastor le había clavado un bieldo en la barriga, que hubo de ser operado. Así lo conoció.
La mujer del Coronel, Violeta, haciendo caso de su marido se levantó para preguntarle de qué hablaban. Hablaban un poco de todo… y su mente comenzó a urdir una mentira bella.
[Pág. 47].
Le preguntó dónde tenía una cicatriz, de una quemadura que se hizo con aceite hirviendo siendo niño. Contestó que en el muslo derecho, que se la vio haciéndole las curas de la operación de “apendicitis”: “Era un buen paciente”.
La mujer siguió acercándose hasta que logró decir “Era mi hijo”.
[Pág. 48].
El coronel se adelantó para situarse junto a ella. Se acabó la sesión y, de regreso, tuvo que soportar las miradas de sus compañeros cuando él era conducido de nuevo a la segunda galería y no a la cuarta. Llegó ya tarde y se durmió solo y acurrucado, abrazado a su escudilla sin saber por qué seguía vivo. Fue entonces cuando trató de imaginar en qué idioma hablarían los difuntos.
Se despertó queriendo escribir a su hermano. Espoz y Mina le proporcionarían el papel y el lápiz que necesitaba. Eran dos soldados nacionales condenados que gozaban de privilegios y actuaban como intermediarios entre los carceleros y los presos.
[Pág. 49].
A cambio de un calcetín obtuvo un lápiz y tres cuartillas. Inicia una nueva carta donde recomienda a su hermano que busque un trabajo, pero no en la serrería porque sus pulmones no lo resistirían. Quizás el tío Luis pueda darle trabajo en la abacería. Si lograba vender las tierras de sus padres, que dedicase el dinero a estudiar, que don Julio, el maestro, podía ayudarle. Solo pudo escribir un párrafo.
El tiempo en la cárcel se diluía en largas colas para todo. Además, Eduardo López había organizado una charla sobre “la plusvalía y sus consecuencias en el proletariado internacional”. Las charlas se daban en voz baja como los “cadáveres informados”.
La lectura de la lista de condenados lo despertó. “Aquella voz enérgica pero monótona era como el ruido que produce un fósforo al frotarse contra el raspador de la caja: iluminaba la realidad.”
[Pág. 50].
Ya en el desayuno algunos presos se acercaron a él hostiles. Sospechaban que era un chivato. Les contó la verdad y lo dejaron tranquilo.
Pasaron algunos días sin ser llamado durante los que estrechó su relación con Eugenio Paz “el joven de las liendres”. Se había dedicado siempre al campo allá en Brunete. Su madre era soltera. La había preñado el dueño de la venta que se jactaba de tirarse todo lo que se movía. Jamás consintió que lo llamara padre.
A Juan, cada vez le costaba más recordar. No hubo lista el segundo día y un aire de esperanza empezó a recorrer la galería.
[Pág. 51].
En una de las conversaciones, Eugenio le confiesa su preocupación porque ya no erecta: “Es que ya estás muerto” -pensó Juan-; “Estarás guardando ausencias” -le dijo.
Estaba haciendo cola en las letrinas cuando fue llamado por el cabo y conducido a una celda. Allí encontró a un moribundo al que debía mantener con vida hasta las 6 del día siguiente para que pudiera ser fusilado. El enfermo se llamaba Cruz Salido, redactor jefe de El Socialista. Logró pasar a Francia, pero fue apresado en Génova por unos camisas negras cuando trataba de llegar a Orán. Estaba tísico.
[Pág. 52].
Pidió a Juan que lo matara. Él sabía que no podía pedirle eso.Hablar lo agotaba físicamente, por eso no dejó de hablar sin permitir a Juan que le ayudara en ningún momento. Fue apagándose hasta que logró morir antes del amanecer. El sargento decidió fusilarlo igualmente. Y a Juan le propinaron tres culatazos antes de devolverlo a su galería. Pág. 52.
Y allí continúa con la carta a su hermano. Le cuenta cómo vive en duermevela y que en sus sueños aparecen personas que le hablan en un lenguaje que le encanta, pero que no entiende, en un paisaje de horizonte pequeño pero infinito, inalcanzable.
Una vez al mes, Espoz y Mina subían a la azotea para varear los colchones de los suboficiales. Con las varas de fresno que les daban y utilizando migas de pan como cebo cazaban dos palomas. Una se la comían, otra la usaban para intercambios con los guardias. Así consiguieron más papel para Juan que tuvo que darles a cambio su cinturón. Lo importante es que sigue vivo.
[Pág. 54].
Continúa con la carta que quiere dirigir a su hermano. No quiere hablarle de lo que sucede allí en la cárcel. Poder pensar es el privilegio de un condenado.
Hubo una pelea entre dos presos. Los tuvieron dos horas de cara a la pared con los brazos en alto y a ellos los apalearon hasta que les desperdigaron las ideas.
[Vínculo con el primer relato: aparece el protagonista de «Si el corazón pensara dejaría de latir»., el Capitán Alegría]. Había un preso, el Rorro, envejecido con una gran cicatriz en la cara. Siempre estaba solo. Se llamaba Carlos Alegría y fue alférez del ejército rebelde. Pasó la guerra en los cuarteles y alcanzó el grado de capitán de Intendencia. Se rindió poco antes de que el coronel Casado depusiera las armas. Fue juzgado, condenado y fusilado. Pero sobrevivió.
[Pág. 55].
Logró salir de la fosa común, nadie quiso socorrerle y volvió a ser detenido en Somosierra y enviado al cuartel de Conde-Duque. Desde entonces decía llamarse Carlos Alegría y que había nacido el 18 de abril de 1939 en una fosa común de Arganda. De ahí que le llamaran Rorro.
[Pág. 56].
Un día le dijo a Juan: “Tú y yo vivimos de prestado. Tenemos que hacer algo para no deber nada a nadie”. Se fue hacia la reja y comenzó a dar voces, llamó a los centinelas que intentaron reducirlo a culatazos. Consiguió arrebatar un fusil. Se hizo el silencio. Puso el cañón en su barbilla y disparó.
Al día siguiente volvieron las listas y los camiones. Había conseguido ocultar que él había sido encargado de preparar un atentado contra el coronel Casado, que no llegó a producirse porque la guerra terminó. Podía seguir haciéndose pasar por un simple funcionario de prisiones y así salvar su vida.
[Pág. 57].
El sargento Edelmiro lo llamó y lo condujo a un cuartucho del sótano. Allí lo esperaban el coronel Eymar y su mujer. Esta vez los dejaron solos. La madre le enseñó una fotografía de su hijo. Juan siguió inventando historias bellas de valentía, arrojo y generosidad que otros habían protagonizado puestas en Miguelito. Sentía lástima por esa mujer que acabó invitándolo a sentarse junto a ellos. Al despedirse: “Te traeré un jersey”, le dijo. A su regreso, Eduardo López escuchó la historia estupefacto.
[Pág. 58].
En la misa del domingo, el alférez capellán condenó el suicidio. Algunos se acercaron a comulgar por hambre o por instinto de supervivencia.
[Pág. 59].
Se decide a continuar la carta y en ella le habla de ese extraño lenguaje de sus sueños. Cada vez le gusta más hablar en ese lenguaje inventado.
Después habló con el muchacho de las liendres que estaba cada vez más melancólico. Aunque no servía para nada, hablando se olvidaban de la muerte. Las listas, los juicios y los camiones se iban espaciando.
Pasadas unas semanas volvió a entrevistarse con el coronel Eyre y su esposa que le llevó un jersey de su hijo.
[Pág. 60].
Intercambiaban anécdotas y él continuó atribuyéndole mérito de otros. Al final, la mujer le entrega un bocadillo de arenques. De regreso a la galería es interrogado de nuevo por Eduardo López y se pregunta ¿para que querrá toda esa información si ya está muerto?
Con el frío que hacía, agradeció el jersey. Las listas se hacían más cortas y comenzaron a aparecer las cadenas perpetuas como condena. Poco a poco volvía la vida. Había que aguantar, como Sherezade, un día más.
[Pág. 61].
Pero un día llamaron a juicio al muchacho de las liendres y ya no regresó. Sobornó con el jersey al sargento Edelmiro y supo que lo habían enviado a la 4ª galería. Quiso enviarle un recado, decirle algo, pero no tenía nada que ofrecer. Al día siguiente, cuando oyó el nombre del muchacho en la lista, se aferró a los barrotes y gritó que no subiera al camión. Después, cayó extenuado y lloró.
Estuvo dos días como ausente, después supo que debía terminar la carta a su hermano y la continuó hasta agotar todo el papel: “he intentado enloquecer pero no lo he conseguido. Renuncio a seguir viviendo con toda esta tristeza”.
[Pág. 62].
“Acuérdate siempre de mí y procura ser feliz. Te quiere, tu hermano Juan”.
Le volvieron a llamar, pero esta vez los guardias tuvieron que llevarle a rastras. No aceptó esta vez la comida que le ofrecía la mujer del coronel y entonces les contó la verdad, que Miguelito era un ladrón, un estraperlista, un asesino y un traidor; que él mismo mandó el pelotón de fusilamiento que lo ejecutó;
[Pág. 63].
Que fue un cobarde hasta el final, lloró, suplicó, se cagó encima.
“Todo lo que les he contado hasta ahora es mentira. Lo hice para salvarme, pero ya no quiero vivir si eso le produce a usted alguna satisfacción”. Y el coronel comprendió que era ahora cuando escuchaba la verdad. Y fue ahora Juan quien ordenó al sargento que lo devolviera a su galería.
Dos días después fue llamado, juzgado y condenado sin que amenazas ni golpes lograran en él una posición de firme. Le consolaba saber que el rostro del coronel nunca volvería a tener aquella mueca de satisfacción impune. Y solo dejó de odiar cuando pensó en su hermano.
o
“LOS GURASOLES CIEGOS”
[Pág. 65].
NARRADOR 1 (Se trata del hermano Salvador, es una epístola que dirige a un sacerdote a modo de confesión solicitando la absolución):
Confiesa sentirse derrotado, y eso a pesar de haber presenciado ese mismo día el fusilamiento de un comunista. Le pide al destinatario -reverendo padre- su absolución o sus oraciones porque entiende que su pecado es imperdonable y duda de su propio arrepentimiento. Él se alistó en el “Glorioso Ejército Nacional” y combatió tres años. Vio lo mejor y lo peor del ser humano, y en el Monte Quemado mató. Los ideales se acaban perdiendo en la guerra. También conoció la carne y le resultó algo prodigioso.
[Pp. 65-66].
NARRADOR 2 (Recuerdos de Lorenzo, niño en el relato, escritos en primera persona): El tiempo altera los recuerdos, excepto de aquello que perdimos, eso queda como congelado en la memoria. Por eso, en sus recuerdos puede ver a su madre ya vieja, pero no a su padre ni al hermano Salvador, a ellos los recuerda jóvenes.
[PP. 66-67].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): A su regreso, fue incorporado como profesor de párvulos en el Colegio de la Sagrada Familia. Hablaba de la luz a sus discípulos, pero luz y tinieblas van unidas. Quizás por eso se fijó en un alumno que ya sabía leer cuando sus compañeros apenas balbuceaban.
[Pp. 68-69].
NARRADOR 3: (Es el autor- narrador en perspectiva omnisciente) Cuando la madre lo despertaba, el padre estaba ya en la cocina calentando la leche que se tomaba caliente y migada con pan de centeno. Lorenzo no quería ir al Colegio porque el hermano Salvador le tenía manía. Mientras él desayunaba, la madre lo iba vistiendo. Sus protestas continuaban hasta que peinado la ida resultaba inevitable. No le gustaba mentir y fingir que su padre estaba muerto.
[Pp. 68-69].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Él siempre vivió en un mundo en orden, con una infancia feliz, en una familia acomodada. Le llegó la vocación con naturalidad y entró en el Seminario feliz ante la perspectiva de una vida de sacrificio ofrecida a Dios. Por eso no estaba preparado para enfrentarse al mal y poco a poco fue perdiendo la batalla.
[Pág. 69].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Vivió su infancia como mirando un espejo: a un lado lo fingido y al otro lado la realidad. Su mundo era su barrio. Más allá había otros barrios cuyas bandas infantiles eran rivales y se odiaban porque sí. En medio había un pasillo neutral que le conducía al Colegio de la Sagrada Familia. De todos sus recuerdos de infancia prevalece el que su padre viviera escondido en su propia casa.
[Pp. 69-70].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): El hermano Salvador se vio reflejado en aquel niño y pensó que Lorenzo podía ser un buen pastor. Mantenía la compostura en el patio cuando se cantaba el “Cara al sol”, pero observó que solo movía los labios. Lo castigó a permanecer en el patio, brazo en alto, le gritaba que se trataba del himno de los que quieren dar la vida por la patria cuando una voz dulce lo interrumpió: “Mi hijo no quiere morir por nadie, quiere vivir para mí”. Era la madre de Lorenzo y en su mirada lo esperaba su desvarío.
[Pp. 70-71].
NARRADOR 3 (Autor): Cuando se acostaba Lorenzo, Elena y Ricardo permanecían hablando a oscuras, susurrando. Ricardo solo podía salir de su escondite cuando había luz fuera, y ver la calle a través de las habitaciones del fondo, que daban a C/ Argel, durante el día. Después se convertía en una sombra que se movía sin hacer ruido. Querían escapar los tres juntos. Pero era complicado: Francia estaba deportando refugiados.
[Vínculo con el segundo relato: “Manuscrito encontrado en el olvido”: Elena, la hija mayor, se había escapado con un poeta adolescente. Estaba entonces embarazada de 8 meses. No volvieron a saber de ella. El muchacho había publicado poemas en Mundo Obrero y en algún boletín de Ejército Popular. Salieron de Madrid en un camión de transporte de ganado].
[Pág. 71].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Él creía saberlo todo hasta que conoció a Elena. Entre el mal y el bien hay un campo ambiguo que es lo humano. Y él no era más que un hombre.
[Pp. 72-73].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Los balcones daban a la C/ Ayala, la zona humilde del bloque. Las ventanas eran un peligro porque podían ver a su padre. El ruido del ascensor los ponía en alerta y cuando se paraba en su planta, la tercera, contenían la respiración hasta que sonaba el timbre en cualquier otra puerta. Si alguien llamaba a casa, su padre se escondía en el armario que había en el dormitorio empotrado tras un tocador con dos mesillas a ambos lados de un espejo. Se había construido para aprovechar una irregularidad del piso y ahora servía como refugio. Había en el dormitorio también un armario de tres cuerpos con una gran luna en el que su derecha era la izquierda y viceversa. A eso, su padre lo llamaba puntos de vista. El armario olía a naftalina; el escondite de su padre, a humillación; las cárceles, a lejía y a frío. P
[Pág. 73].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): No volvió a obligar a cantar a Lorenzo, pero lo seguía al acabar las clases para encontrarse con su madre. Poco a poco comenzaron a hablar y él se sentía a gusto con ella. Creía que era la voluntad de Dios. El acompañarlos un trecho del camino se convirtió en hábito. Libraba su propia batalla interior.
[Pp. 73, 74 y 75].
NARRADOR 3 (Autor): Lorenzo no quería ir al Colegio e inventaba todo tipo de excusas. Pero tenían que llevarlo para evitar sospechas. “Tenemos que ser fuertes para ayudar a Papá. Él nos necesita” -le susurraba la madre al dejarlo en el Colegio. Después permanecía en la valla hasta que los niños empezaban a cantar el himno y se iba en Metro a trabajar. Lo hacía como traductora en Hélices, empresa hispano-alemana auxiliar de otras empresas aeronáuticas; aunque, en realidad, era su marido quien traducía los encargos en una vieja máquina de escribir “Underwood” negra. Solo podía usarse la máquina cuando Elena estaba en casa. También trabajaba ella con su máquina de coser “Singer”, negra, para una lencería fina de la C/ Torrijos. Cuando regresó aquel día, la portera le dijo que un cura había ido a visitarla, que insistió en subir y había estado llamando a su casa.
[Pp. 75-76].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Lorenzo lograba mantener su doble vida. Nada traía del exterior a su piso, ni siquiera los recuerdos o el miedo. Jugaba con los otros niños a esos juegos sin juguetes en los que siempre había víctimas y verdugos con castigos dolorosos -la taba, pídola, el rescate…-. Los otros niños hablaban de sus padres. El de Tino era picador y oficinista. Disfrutaban viéndolo llegar en el coche de cuadrillas que funcionaba con gasógeno, vestido de luces. Pepe Amigo presumía de que su padre cazaba pájaros en Paracuellos del Jarama. Tenía una motocicleta Gilera con las marchas en el depósito, había que soltar el manillar para cambiar, era todo una proeza. Tenía, además, la casa llena de jilgueros. Los dos hermanos Chaburre tenían 12 vacas en el patio que ordeñaba el padre. Él no podía hablar del suyo, y esa fue la única compensación que tuvo cuando se supo que vivía y lo cuidaba desde el interior de un armario.
[Pág. 76].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Empezó a seguir a Elena y a informase. Por un alférez, Comisario en Gobernación, supo que el marido, Ricardo Mazo, profesor de Literatura en el instituto Galindo, constaba en los archivos como huído. Fue uno de los organizadores del II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, Comisionado por el Gobierno en 1936 a Plymouth para alterar las resoluciones de No Intervención tomadas por las Trade-Unions inglesas. Tenían dos hijos. Elena, la mayor, nació en 1922 y Lorenzo, que tenía 7 años. No constaba su bautismo. Fue a la parroquia de Covadonga pero no pudieron facilitarle su fe de bautismo. Aunque habían nacido antes del alzamiento, la parroquia no había sido saqueada. También le extrañaba que nunca hablaran de Elena, la hija mayor.
[Pp. 76-77].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Aunque era un niño, vivía en el miedo. Un día en que jugaban al parchís, arrancó el ascensor y se detuvo en el 3º. Su padre se escondió, su madre recogió un juego de fichas y a él lo acostó. Después fue a abrir la puerta, la estaban aporreando. Entonces recordó que no habían recogido los papeles que su padre había dejado en la mesa. Se levantó y sigilosamente los recogió. Oía voces desabridas que insultaban a su madre. Echó las hojas en el armario donde “…se escondía mi padre y su silencio”.
[Pág. 78].
NARRADOR 3 (Autor): Llegaron 4 hombres gritones a registrar la casa. Un joven “dandi” iba al mando. Llevaron a Elena a la cocina y mientras dos de ellos la interrogaban, otros dos registraron el piso. Dejaron una pistola sobre la mesa de mármol. Elena contestó al interrogatorio como pudo, eran preguntas caóticas, rápidas, salpicadas de insultos y procacidades. El interrogatorio se interrumpió cuando uno de ellos apareció arrastrando a Lorenzo de una oreja. Después lo revolvieron todo, pero no encontraron el armario.
[Pp. 79-80].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Elena pide a Ricardo que no siga bebiendo, no quiere que Lorenzo lo vea así. Le retira la botella y cuando regresa lo encuentra en el balcón. Serían las 10 de la noche. Se arrojó sobre él para apartarlo y quedaron tumbados en el suelo. Lo que horrorizaba a Ricardo era pensar que alguien quisiera matarlo por sus ideas, o que matar fuera la única solución. Elena recogió los pedazos de su marido deshecho y lo llevó dulcemente al dormitorio. Y allí tuvo que ayudarle, recomponerlo, suavemente hasta que acabaron haciendo el amor en silencio.
[Pp. 80-81].
NARRADOR 3 (Lorenzo): Nunca hablaban de sus recuerdos de la guerra. Se había impuesto el léxico de los ganadores donde Franco y Primo de Rivera eran los “salvadores”, las víctimas eran “héroes” y los muertos, “caídos por la Patria”. Javier Ruiz Tapiador era un amigo de familia acomodada que vestía de tarde en tarde el traje de flecha. Tenía un hermano mayor, Carlos, que los aterrorizaba con historias de miedo de niños acosados por leprosos carnívoros. Una pesadilla que lo persiguió en su infancia.
[Pág. 81].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Quiere contar la verdad, pero no logra encontrar el arrepentimiento: nadie le enseñó a distinguir entre el amor y la lascivia.
[Pág. 81].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Siempre tuvo miedo de los leprosos.
[Pp. 81-82].
NARRADOR 3 (Autor): Ricardo se fue volviendo más taciturno. Se alteraba si le hablaban de la vida exterior. No soportaba pensar que allí se había vuelto a la rutina en el olvido. Apenas era ya una sombra de lo que fue, parecía que quisiera ser transparente. Solo la insistencia de Elena y su ternura lograban sacarlo de ese estado. El hombre resuelto que había sido solo aparecía cuando Lorenzo estaba en casa.
[Pp. 82-83].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Por evitar sospechas, a veces, iban amigos a jugar a su casa. El padre se encerraba en el armario con sus libros y un candil de carburo. Por fortuna, el mal carácter de la portera y su marido, Casto, evitaba visitas imprevistas. Recuerda una vez que tuvo su padre que salir con una descomposición y los amigos lo entrevieron por los cristales de la puerta. La madre inventó la historia de un fantasma que todos aceptaron para seguir jugando al parchís sin más preguntas. Pero el ruido de la cisterna les heló la sangre. La madre afirmó con naturalidad que el fantasma siempre hacía lo mismo: tiraba de la cisterna y luego desaparecía. Después de saberlo, todos siguieron jugando al parchís.
[Pp. 83-84].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Un día siguió a Elena hasta un piso que resultó un taller de ropa íntima. Le molestó pensar en aquellas manos tejiendo prendas destinadas a mujeres disolutas. Sin pensarlo, le cogió las manos y se las llevó a su rostro. Cuando la miró, ella lloraba. Las costureras los miraban. Él creyó que ella estaba conmovida al comprobar la intensidad de su afecto. Balbuceó una excusa y regresó al Colegio sintiéndose satisfecho. Tuvo que morir un hombre para que comprendiera lo equivocado que estaba.
[Pp. 84-85].
NARRADOR 3 (Autor): El hermano Salvador interrogó a Lorenzo por su padre. Estaba muerto. Su madre, a veces, era ayudada por la Señora Eulalia, pero ahora estaba en la cárcel por estraperlista. Su madre la conocía desde niña. Los jueves a las 6, iban a la cárcel de Las Ventas a verla. Se situaban en la acera de enfrente y un pañuelo ondeando entre las rejas era la señal de que estaba recuperando fuerzas para seguir viviendo. Y el hermano Salvador se sintió lleno de regocijo por las respuestas de Lorenzo: todo estaba en su sitio.
[Pp. 85-86].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Un amigo del grupo, Silverín, cuyo padre era un apocado y su madre un encanto, no se acercó un día a besar la mano del párroco de la iglesia de Covadonga como hicieron todos: “¿Creéis que los curas no se limpian el culo?”. Aquello le supuso a Lorenzo una revelación: sus padres tenían miedo de decirle lo que pensaban y ahora él sentía miedo de saberlo. Los secretos eran otra forma de complicidad.
[Pp. 86-87].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Su afecto por Elena había ido creciendo hasta llevarlo a pensar en renunciar a su sacerdocio. La veía desvalida, viuda, sin noticias de su hija y con la obligación de criar a Lorenzo. Acudió a su casa para sincerarse con ella, pero nunca lograba encontrarla. El hermano Arcediano, el Superior, llegó a llamarle la atención por tanta salida, a pesar de que formara parte de sus obligaciones el recaudar fondos. Y tenía razón, porque las oraciones se le hacían interminables.
[Pp. 87, 88 y 89].
NARRADOR 3 (Autor): Ricardo dejó de escribir en la “Underwood” y Elena de limpiar lentejas cuando el ascensor se puso en marcha y se detuvo en la 3ª planta. Ricardo se escondió y ella comprobó que todo estaba en orden. Abrió el balcón. Sonó el timbre y era el hermano Salvador. Tuvo que dejarlo entrar, lo acompañó al comedor, le ofreció agua pero él pidió vino. Quería hablarle de Lorenzo: podía ser el primero, el mejor, él podía conseguir que entrara en el Seminario. Le daría una buena formación y eso no significaba que tuviera que ser sacerdote. Él ya no quería ser sacerdote. Ante la sorpresa de Elena, le aclaró que solo era diácono, pero que esperaba formar algún día una familia. Cuando pasó al servició, Elena aprovechó para comprobar que todo estaba en orden. Regresó del baño exhibiendo una cuchilla de afeitar. Elena, simulando un pudor que ocultaba su rabia, le dijo que la usaba ella para afeitarse las piernas. Subió su falda para demostrarlo. El hermano Salvador se arrodilló para acariciar su pantorrilla y ella, entonces, maldijo el ser atractiva. Tenía miedo de gritar, estaba indefensa.
[Pp. 89, 90 y 91].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Desde un descampado vecino al cine Argel, a través de la puerta de zinc, los niños oían las bandas sonoras de las películas. Allí descubrió lo prohibido. Junto al portal de su casa vivía Ceferino, el carbonero, y su mujer Blanca, que tenía aspecto de viuda. Tenían 2 hijos: Luis que sabía mucho de mundo y el otro, ¿Juan? con una capacidad de ira inolvidable. Luis tenía 7 u 8 años más y los llevaba a oír la bandas sonoras de las películas 4, las más peligrosas según la clasificación eclesiástica. Vendían con las entradas unos escudos “para la reconstrucción nacional”. “Cruzada” significaba, en realidad “guerra”; “nacional”, “vencedor; “voluntario”, “obligatorio”; y todo se aceptaba sin rechistar. Junto a la puerta de zinc del cine oían los diálogos que no entendían pero que el hijo del carbonero interpretaba para ellos. Así aprendió los primeros secretos que tuvo que ocultar a sus padres. Se empezó a sentir sabio, y a comprender frases y gestos que antes no entendía. El cuerpo estaba proscrito, el dolor era bueno y el placer malo. A la salud se llegaba por el sacrificio y a la enfermedad por los instintos. A veces, fingía dormir para escuchar a sus padres pecar. Hoy recuerda con nostalgia su silencio.
[Pág. 91].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Todo lo que él creyó victoria se transformó en fracaso por la concupiscencia. Vivía obsesionado por Elena. Fue a su casa para proponerle que entrara Lorenzo en el Seminario, hablaron. Y, de pronto, se encontró arrodillado ante ella. Elena le atrajo y lo rechazó. Aquello lo enloqueció y aún no sabe si recobró la cordura.
[Pp. 91-92].
NARRADOR 3 (Autor): Debían escapar, podían dejar a Lorenzo con sus tíos en Méntrida. Pero Elena quería que fueran los 3. Debían ir en autobuses, en trayectos cortos. Podían llegar hasta Almería y pasar a Marruecos. Debían vender lo que pudieran, conseguir dinero. Lorenzo llevó una carta al Colegio explicando que debían operarlo de anginas. El hermano Salvador le preguntó por qué no lo acompañaba ya su madre al colegio y el niño explicó que también tenía anginas.
[Pp. 92-93.
NARRADOR 2 (Lorenzo): Lorenzó no preguntó por qué su madre ya no lo acompañaba. Ella había hablado con las taquilleras del Metro para que lo dejaran atravesar el cruce más peligroso del trayecto a la escuela. El Metro olía a ropa usada y a aliento y tenía luz mortecina. Imaginaba a los leprosos en el tunel y el chirriar de los trenes se le representaba sus gritos moribundos. Su padre salía cada vez menos. A él le gustaba acurrucarse juntos en su armario y permanecer a su lado. Llegó un momento en que no salía ni para comer, y aquel armario comenzó a oler como el Metro. Sin embargo, el ir y venir al Colegio, solo, le trajo una nueva sensación de libertad. Un día descubrió que el hermano Salvador lo seguía.
[Pág. 93].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Pidió autorización para abandonar el convento y el colegio y se instaló en una pensión. Se sentía perdido. Una mujer le había arrebatado todo aquello en lo que había creído. Necesitaba saber por qué no le correspondía.
[Pp. 93-94].
NARRADOR 3 (Autor): Los muebles fueron vendiéndose y desapareciendo. Ricardo podía enfermar y había que precipitar la huida. Estaban solos, no podían acudir a nadie. Ricardo ya no salía, el niño le leía pasajes de Lewis Carroll para animarlo. Ya casí habían reunido el dinero cuando un día sonó el timbre. Era el hermano Salvador vestido de seglar. Preguntó por Lorenzo.
[Pp. 94-95].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Debió avisar a sus padres de que el hermano Salvador lo seguía. No estaban preparados. Llegó furioso y su madre tuvo que dejarlo pasar. Encontró a Lorenzo en la cocina, fingía leer Alicia en el país de las maravillas. Le pidió que le dejara hablar a solas con la madre. Cuando acudió a los gritos de su madre vio cómo su padre se abalanzaba sobre el hermano Salvador “…que estaba a horcajadas sobre ella”.
[Pág. 95].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Había sido un instrumento de Dios. Arremetió contra ella llevado por un deseo desconocido para él, pero eso fue lo que hizo salir al marido escondido (“el instigador del mal, el abyecto organizador de ese entramado de mentiras”).
[Pág. 95].
NARRADOR 3 (Autor): Pasado el primer momento de estupor, al hermano Salvador le bastó un manotazo para sacudirse de encima a Ricardo. Preguntó a Lorenzo, inmóvil en la puerta, quién era aquel: “Es mi padre, hijo de puta”. Y entonces se marchó gritando: llamaba a la Policía.
[Pp. 95-96].
NARRADOR 2 (Lorenzo): El padre parecía un alfeñique. Los tres se abrazaron llorando. Todo había llegado a su fin.
[Pág. 96].
NARRADOR 3 (Autor): Ricardo logró levantarse a duras penas y avanzó por el pasillo. A los gritos del diácono, algunos rostros comenzaban a asomar por las ventanas.
[Pág. 96].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Buscaba justicia y no venganza. El maligno trocó su orgullo en remordimiento y lo humilló.
[Pág. 96].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Recuerda a su padre sentado en el alfeizar de la ventana del pasillo. Se arrojó al vacío. Recuerda que se despidió de ellos, aunque la madre dice que no pronunció una sola palabra.
[Pág. 96].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): Se suicidó para cargar sobre su conciencia (de Salvador) su perdición y arrebatarle la gloria de haber hecho justicia.
[Pág. 96].
NARRADOR 3 (Autor): Antes de arrojarse al vacío, Ricardo miró a su mujer y a su hijo y sonrió.
[Pág. 96].
NARRADOR 2 (Lorenzo): Su madre debía tener razón porque el recuerdo de su padre sonriendo mientras caía no pudo existir. Él era pequeño y no alcanzaba a asomarse a la ventana.
[Pág. 96].
NARRADOR 1 (Hermano Salvador): “Aquí termina mi confesión”. Solicita la absolución, renuncia al sacerdocio. “…en el futuro vivirá como uno más entre los girasoles ciegos”.
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