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1 de julio de 2019

MINILECTURA. "EL FONDO DEL ALMA", de EMILIA PARDO BAZÁN (1851-1921).


Emilia Pardo Bazán (1851-1921), española.
El día era radiante. Sobre las márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el sol. Y como el luminar iba picando más de lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo unos ol­mos, en cuyas ramas hicieron toldo con los abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillo del país, de sidra achampanada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.
La jira se había arreglado en la tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las señoritas y señoritos, que disfrutaban con el juego de la lotería y otras igualmente inocentes inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de expansión, paseo por el río, encantadores martes entre las espesuras floridas de Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanín, perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa. la seductora sobrina del arcipreste.
Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente: desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del apetito y sueño, pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo, pero… ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!

MINILECTURA. "UNA ROSA PARA EMILY", de WILLIAM FAULNER (1897-1962).


Faulkner, William (1897-1962), estadounidense.
Premio Nobel de Literatura en 1949.

I.

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mu­jeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.

MINILECTURA. "EL REGRESO", de CARMEN LAFORET (1921-2004).


Carmen Laforet Díaz (1921-2004), española

«Era una mala idea, pensó Julián, mientras aplastaba la frente contra los cristales y sentía su frío húmedo refrescarle hasta los huesos, tan bien dibujados debajo de su piel transparente. Era una mala idea esta de mandarle a casa en la Nochebuena. Y, además, mandarle a casa para siempre, ya completamente curado. Julián era un hombre largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era un hombre rubio, con los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su flacura. Sin embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en que Julián fue sólo un puñado de venas azules, piernas como larguísimos palillos y unas manos grandes y sarmentosas. Fue eso, dos años atrás, cuando lo ingresaron en aquella casa de la que, aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir.
–Muy impaciente, ¿eh?… Ya pronto vendrán a buscarle. El tren de las cuatro está a punto de llegar. Luego podrán ustedes tomar el de las cinco y media… Y esta noche, en casa, a celebrar la Nochebuena… Me gustaría, Julián, que no se olvidase de llevar a su familia a la misa del Gallo, como acción de gracias… Si esta Casa no estuviese tan alejada… Sería muy hermoso tenerlos a todos esta noche aquí… Sus niños son muy lindos, Julián… Hay uno, sobre todo el más pequeñito, que parece un Niño Jesús, o un San Juanito, con esos bucles rizados y esos ojos azules. Creo que haría un buen monaguillo, porque tiene cara de listo…
Julián escuchaba la charla de la monja muy embebido. A esta sor María de la Asunción, que era gorda y chiquita, con una cara risueña y unos carrillos como manzanas, Julián la quería mucho. No la había sentido llegar, metido en sus reflexiones, ya preparado para la marcha, instalado ya en aquella enorme y fría sala de visitas… No la había sentido llegar, porque bien sabe Dios que estas mujeres con todo su volumen de faldas y tocas caminan ligeras y silenciosas, como barcos de vela. Luego se había llevado una alegría al verla. La última alegría que podía tener en aquella temporada de su vida. Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque siempre había tenido una gran propensión al sentimentalismo, pero que en aquella temporada era ya casi una enfermedad.
–Sor María de la Asunción… Yo, esta misa del Gallo, quisiera oírla aquí, con ustedes. Yo creo que podía quedarme aquí hasta mañana… Ya es bastante estar con mi familia el día de Navidad… Y en cierto modo ustedes también son mi familia. Yo… Yo soy un hombre agradecido.
–Pero, ¡criatura!… Vamos, vamos, no diga disparates. Su mujer vendrá a recogerle ahora mismo. En cuanto esté otra vez entre los suyos, y trabajando, olvidará todo esto, le parecerá un sueño…

MINILECTURA. Fragmento de "PARAÍSO INHABITADO", de ANA MARÍA MATUTE (1925-2014).


Ana María Matute Ausejo (1925-2014), española

Cap. 1.

Nací cuando mis padres ya no se querían. Cristina, mi hermana mayor, era por entonces una jovencita displicente, cuya sola mirada me hacía culpable de alguna misteriosa ofensa hacia su persona, que nunca conseguí descifrar. En cuanto a mis hermanos Jerónimo y Fabián, gemelos y llenos de acné, no me hacían el menor caso. De modo que los primeros años de mi vida fueron bastante solitarios.
Uno de mis recuerdos más lejanos se remonta a la noche en que vi correr al Unicornio que vivía enmarcado en la reproducción de un famoso tapiz. Con asombrosa nitidez, le vi echar a correr y desaparecer por un ángulo del marco, para reaparecer enseguida y retomar su lugar; hermoso, blanquísimo y enigmático.
Nunca supe por qué razón el Unicornio había intentado escapar del cuadro y durante mucho tiempo me intrigó, y aun me atemorizó un poco. Por aquellos días yo no debía de tener más de cinco años —quizá sólo cuatro—, pero ese recuerdo tiene un lugar relevante entre los primeros de mi vida. A veces, los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparentemente inútiles, por los que se siente un confuso apego. Sin saber muy bien por qué razón, no nos decidimos a tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón que evitamos abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se desea, o incluso se teme vagamente.
Más o menos por aquellos tiempos en que vi echar a correr al Unicornio, fui enterándome, poco a poco, de que había nacido a destiempo. La primera noticia concreta la tuve durante mis prolongadas escuchas bajo la mesa del cuarto de la plancha. Junto a la cocina y el antiguo cuarto de jugar —ahora convertido en cuarto de estudio, porque Jerónimo y Fabián estudiaban allí, y aparentemente ya nadie jugaba en aquella familia— eran mis espacios habituales.
Las personas más cercanas a mí eran precisamente las que los frecuentaban y ocupaban: Tata María y la cocinera Isabel. Escondida debajo de la mesa de la plancha, escuchaba sus conversaciones, a menudo tan misteriosas que, cuando hablaban del mundo y la vida en general, me despertaban innumerables preguntas, pero si se referían a mí resultaban muy claras. De este modo tuve el temprano conocimiento de que había nacido tarde y en el momento menos oportuno para la familia.

MINILECTURA. "¡DILES QUE NO ME MATEN!", de JUAN RULFO (1917-1986).


Juan Rulfo (Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (1917-1986), mejicano.

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

MINILECTURA. "EL EXTRANJERO", de PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN (1833-1891).


Pedro Antonio de Alarcón y Ariza (1833-1891), español.

I.

No consiste la fuerza en echar por tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera, dice una máxima oriental.
No abuses de la victoria, añade un libro de nuestra religión.
Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a Sancho Panza.
Para dar realce a todas estas elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros, que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos heroicos de los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en condenar y maldecir la perfidia y crueldad de los invasores, vamos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano: el amor a nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el enemigo está humillado.
El hecho fue el siguiente, según me lo han contado personas dignas de entera fe que intervinieron en él muy de cerca y que todavía andan por el mundo. Oíd sus palabras textuales.

MINILECTURA. "JUBILACIÓN ANTICIPADA", de RAMÓN ASÍS ALONSO.


Siempre he tenido admiración por Chaplin. Un hombre que crea un personaje como Charlot debería haber sido indultado por Dios para que viviera siempre. Pero no hay Dios (en la mente de muchos sí) y eso Chaplin lo sabía, se le notaba. Por eso en sus películas administraba piedad, amor y patadas en el culo, para que sus personajes de ficción se fueran de esa vida con lo que habían merecido. Todo esto lo pensé después de ver su película A Dog´s Life ("Vida de perro", de 1918), sentado en mí sofá, al comenzar la noche, acompañado de una botella de Johnnie Walker etiqueta negra, medio vacía o medio llena, según se mire. Era mi primera noche después de haber dejado mi profesión por jubilación anticipada, a los cincuenta y cinco años.
Vivía por entonces solo. Fernanda, mi mujer y madre de mis dos hijos, Julio y Susana, se había cansado de mí. Eso dijo ella en la nota que dejó cuando se fue de casa. Pasaron los años y yo no experimentaba el menor deseo de tener una nueva pareja. De vez en cuando me hacía compañía, en mi cama, alguna amiga que no tuviera el peligro de quererse enredar en una madeja que luego cuesta deshacer.
El día de mi despedida de la oficina, en plenas navidades, brindamos con cava por mi futuro, futuro que a nadie importaba. La sala de reuniones estaba adornada de guirnaldas y otros adornos con motivo de las fiestas, lo que hizo el momento más alegre en general pero triste para mí en particular. El director me entregó, en nombre de la empresa, el clásico reloj de pulsera como recuerdo de mi estancia en ella. Mis compañeros me gastaron bromas dándome a entender que me iban a echar de menos. Recibí abrazos y besos. La cara de algunas compañeras, sobre todo con las que más había intimidado, trataban de disimular –sin éxito– cierta tristeza. Solo Silvia, al darme un abrazo y un beso sentido, me dijo al oído que si no había contraorden iría a mi casa a las diez, para despedirnos de verdad. Ella también se despedía de su soltería porque se iba a casar a la semana siguiente.
Y así fue.

MINILECTURA. Fragmento de "EL JARAMA", de RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO (1927-2019)


Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019), español.
Premio Cervantes en 2004.

Gotas de vino resbalaron del cuello de Lucita y caían en el polvo.
—Pues Lucita tampoco lo hace mal esta tarde.
—No, ¡qué va! No se nos queda atrás.
Luci movía el pelo:
—Para que no digáis.
—Di tú que sí, monada. Hay que estar preparados para la vida moderna. Arrímame la botella, haz el favor.
Tito dijo:
—Despacio, tú también. Nadie nos corre.
—A mí, sí.
—Ah, entonces no digo nada. Toma la botellita, toma. ¿Y quién te corre, si se puede saber?
Daniel sonrió mirando a Tito; se encogía de hombros:
—La vida y tal.
Embuchó un trago largo. Tito y Lucita lo miraban.
—Aquí cada uno se vive su película —dijo ella.
—Eso será. Pues lo que es yo, me comía ahora un bocadillo de lomo de los de aquí te espero. Me ponía como un tigre.
—¿Tienes hambre? Pues mira a ver si apañas algo en las tarteras.
—¡Qué va!; bien visto lo tengo. Por lo menos la mía está más limpia que en el escaparate.
—Yo me parece que debe de quedarme una empanada o dos —dijo Lucita—.Alárgame la merendera que lo veamos.
—Mucho, Lucita. ¿Cuál es la tuya?
—La otra de más allá. Ésa. Lo único, que deben de estar deshechas a estas horas.
—Como si no. Ya lo verás qué pronto se rehacen.
Abrieron la tartera. Estaban las empanadas en el fondo, un poco desmigajadas.
Tito exclamó:

UNA MINILECTURA CADA DÍA. ÍNDICE


ÍNDICE de MINILECTURAS
(Lecturas de menos de 20 páginas).


Acuña y Villanueva, Rosario. "La tristeza", in La siesta. Madrid: G. Estrada, 1882.

Alarcón, Pedro Antonio de. "El extranjero" (1854).

Alonso, Ramón Asís. "Jubilación anticipada", in Jubilación anticipada. Relatos. 2018.

Anónimo y Manuel Machado: Fragmento del Cantar de Mío Cid- Poema Castilla.

Anónimo. "De amores trata Rodrigo" (romance).

Anónimo. "Romance de la penitencia del rey don Rodrigo" (romance).

Anónimo. Ramiro II el monje y la campana de Huesca (romance).

Castroviejo, Concha. El país que no tenía pájaros", in El país que no tenía pájaros. 1961.

Berl, David K. "Situaciones de comunicación", in El proceso de comunicación. Introducción a la teoría y a la práctica. Buenos Aires: El Ateneo, 2002.

Bowen, Elizabeth. "La amante del demonio", 1945.

Davis, Flora. "La danza de las manos", in La comunicación no verbal, cap. XI. Madrid: Alianza, 2010.

Delibes, Miguel de. "La cucaña", fragmento (cap. XVII) de El camino. Barcelona: Destino, 1950, pp. 185-189.

Falukner, William. "Una rosa para Emily" (1930), in Cuentos reunidos. Madrid: Alfaguara, 2009.

García Pavón, Francisco. "Servandín", in Cuentos republicanos (1952). Madrid: Taurus, 1961.

Grandes, Almudena. "Bárbara contra la muerte", in Modelos de mujer. Barcelona: Anagrama, 1996, pp. 51-58.

► Guy de Maupassant, René Albert (1850-1893). Bola de sebo (1880).

Hemingway, Ernest. "Los asesinos", in Scribner's Magazine, 1927.

Hernández Iglesias, Fermín. "Biografía de fray Luis de León", in La Ilustración. Periódico Universal, VIII, 374 (28 de abril de 1856).

Laforet, Carmen. "El regreso", in La niña y otros relatos. Madrid: Magisterio Español, 1970.

Lee, Mackenzi. "La emperatriz Leizu y los gusanos de seda", in Las chicas rudas del pasado: 52 mujeres que cambiaron el mundo. México: Planeta, 2018.

Lera, Ángel María de. Fragmento de "Los clarines del miedo" (capítulo VIII). Barcelona: Destino, 1958, pp. 159-172.

Manuel, Juan. Cuento II: "Lo que le sucedió a un hombre bueno con su hijo", de El conde Lucanor.

Manuel, Juan. Cuento V: "La zorra y el cuervo", de El conde Lucanor.

Manuel, Juan. Cuento VII: "De lo que aconteció a una mujer que le decían doña Truhana", de El conde Lucanor.

Matute, Ana María. Fragmento de "Paraíso inhabitado" (Caps. 1 y 2), in Paraíso inhabitado. Barcelona: Destino, 2008, pp. 7-23.

Olmo, Lauro. "Tinajilla", in Golfos de bien y otros cuentos (1968). Madrid: Alianza Editorial, 2000, pp. 29-32.

Pardo Bazán, Emilia. "El fondo del alma" (1907), in Obras Completas, 10 (ed. de Darío Villanueva y José Manuel González Herrán). Madrid: Fundación José Antonio Castro, 2005, pp. 5-8.

Poe, Edgar Allan. "El cuervo", in New York Evening Mirror, 29 de enero de 1845.

Quiroga, Horacio. "A la deriva", in Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917).

Rulfo, Juan. "¡Diles que no me maten!" (1951), in El llano en llamas (1953).

Sánchez Ferlosio, Rafael. Fragmento de "El Jarama". Barcelona: destino, 1956.

Sierra i Fabra. Jordi. "La elección del alcalde del Bosque Frondoso", in El bosque de papel. Madrid: SM, 1987.

Vega, Garcilaso de la. Soneto XXIII: "En tanto que de rosa y azucena".

Zambrano, María. "¿Por qué se escribe", in Revista de Occidente, XLIV, 132 (1934).







MINILECTURA. "BOLA DE SEBO", de RENÉ ALBERT GUY DE MAUPASSANT (1850-1893).


Guy de Maupassant, René Albert (1850-1893), francés.


Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.
Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.
Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.
La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.

MINILECTURA. "A LA DERIVA", de HORACIO QUIROGA (1878-1937).


Horacio (Silvestre) Quiroga Forteza (1878-1937), Uruguay.


El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú (serpiente venenosa. Vid. https://es.wikipedia.org/wiki/Bothrops_jararacussu) que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

MINILECTURA. Fragmento de "LOS CLARINES DEL MIEDO", de ANGEL MARÍA DE LERA (1912-1984).


Ángel María de Lera (1912-1984), español

Nadie se acordaba del toro. El animal, temeroso de las iras desencadenadas de la gente que corría hacia la presidencia por el pasillo de la barrera o saltando de carro en carro, se fue al otro extremo de la plaza. Y allí se quedó mirándolo todo como un espectador intruso, con su pitón bermejo y su media cara teñida con la sangre del «Filigranas».
Los civiles, duchos en la táctica de los alborotos, se fueron replegando hasta situarse hombro con hombro bajo el tablado de las autoridades. Las barbillas de los civiles, más agudas, parecían querer escaparse de los barboquejos; sus manos, morenas y vellosas, apretaban más fuertemente las bocas de los fusiles; los ojos, ensombrecidos por las fruncidas cejas, miraban con más recelo…
El «Aceituno», cuando desapareció el grupo que transportaba a su compañero, se dio cuenta de la terrible amenaza que se cernía sobre él. Junto a su cara, veinte rostros ceñudos, veinte pares de ojos ardiendo de alcohol y furia y, sobre él, veinte garrotes en el aire… Y, detrás, la masa borrosa, como una mole que se le venía encima. De un tirón se arrancó de las manos del «Raposo» y se fue corriendo en busca del amparo de los guardias cuyos tricornios divisó a la primera ojeada. El pobre torero trataba de reír al tiempo que le caían las lágrimas de los ojos, pero los guardias permanecieron impasibles.
—¡Señor alcalde, señor alcalde! —gritó a Román, con los brazos extendidos, implorantes.
—¡Cállate, badanas! —le gritaron.
—¡Cobarde!
—¡Capón!
Le pinchaban los silbidos por más que se tapaba las orejas. Y era una feroz pedrea de insultos mientras él seguía gritando desesperadamente:
—¡Señor alcalde, señor alcalde!
Pero su voz se perdía sin poder llegar a los oídos de Román. Ya los mozos se habían echado sobre él y más de unos puños arteros habían conseguido golpearle. Menos mal que los guardias le habían dejado colocarse entre ellos, guardándole así los flancos, y cerraron tras él los fusiles levantados para protegerle la retaguardia. Ya los civiles estaban pálidos y nerviosos. La presión física de los asaltantes había despertado en ellos todas las advertencias reglamentarias y empezaron a dar codazos y a amenazar con las culatas. Pero su actitud, en vez de calmar los ánimos, produjo una irritación más violenta en la multitud, especialmente en los que estaban más detrás y venían empujando y vociferando sin inmediato riesgo. Y las mujeres, puestas en pie, llamaban con voces histéricas a los hombres de su familia…

MINILECTURA. "LA CUCAÑA", fragmento de "EL CAMINO", de MIGUEL DELIBES (1920-2010).


Miguel Delibes Setién (1920-2010), español.

CAP. XVII.

[...] Cuando terminó la misa, la Guindilla les felicitó y les obsequió con un chupete a cada uno. Daniel, el Mochuelo, lo guardó en el bolsillo subrepticiamente, como una vergüenza.
Ya en el atrio, dos envidiosos le dijeron al pasar «niña, marica», pero Daniel, el Mochuelo, no les hizo ningún caso. Ciertamente, sin el Moñigo guardándole las espaldas, se sentía blando y como indefenso. A la puerta de la iglesia la gente hablaba del sermón de don José. Un poco apartada, a la izquierda, Daniel, el Mochuelo, divisó a la Mica. Le sonrió ella.
—Habéis cantado muy bien, muy bien —dijo, y le besó en la frente.
Los diez años del Mochuelo se pusieron ansiosamente de puntillas. Pero fue en vano. Ella ya le había besado. Ahora la Mica volvía a sonreír, pero no era a él. Se acercaba a ella un hombre joven, delgado y vestido de luto. Ambos se cogieron de las manos y se miraron de un modo que no le gustó al Mochuelo.
—¿Qué te ha parecido? —dijo ella.
—Encantador; todo encantador —dijo él.
Y entonces, Daniel, el Mochuelo, acongojado por no sabía qué extraño presentimiento, se apartó de ellos y vio que toda la gente se daba codazos y golpecitos y miraban de un lado a otro de reojo y se decían con voz queda: «Mira, es el novio de la Mica», «Mira, es el novio de la Mica», «¡Caramba! Ha venido el novio de la Mica», «Es guapo el novio de la Mica», «No está mal el novio de la Mica». Y ninguno quitaba el ojo del hombre joven delgado y vestido de luto, que tenía entre las suyas las manos de la Mica.

MINILECTURA. "TINAJILLA", de LAURO OLMO (1921-1994).


Lauro Olmo Gallego (1921-1994), español

Cuando don Ramón entraba, todos nos levantábamos y decíamos:
—¡Buenos días, don Ramón!
Aquello era la Jaula. A ninguno de los de la panda nos divertía. Por eso, casi siempre hacíamos novillos.

De lo que os voy a contar tuvo la culpa Sabañón. Aquel día solamente él y yo nos enjaulamos. Los demás desaparecieron al grito de: ¡marica el último!
Y no es que Sabañón y yo fuésemos maricas. Es que él tenía que presentarle al maestro un hermanito suyo, y yo... Bueno yo tenía que contaros esto.
Al hermanito de Sabañón le llamábamos Tinajilla. Era también menudo, muy poquita cosa, y casi tan listo como Sabañón. Cuando éste se pegaba, acudía Tinajilla con un cascote dispuesto a machacarse todas las espinillas del barrio. Esto si la cosa iba mal para Sabañón. Si no, allí lo teníamos dando saltos y animando a la familia:
—¡Duro con él Saba!. ¡Muérdele un ojo, que es tuyo!
Del mote tuvo la culpa su madre. Y es que de pequeño, si ésta salía, lo dejaba en un rincón del patio metido en una tinaja que apenas le llegaba a las tetillas. Era gracioso verlo así. Pero a veces, si la madre se retrasaba, el niño sentía ganas de eso, de eso que un niño, por muy grande que llegue a ser, nunca se ve libre, y se hacía eso en la tinaja. Pronto el aire se tornaba rancio, no había quien lo respirase. Y los chicos de la casa, husmeándolo, se asomaban a las ventanas del patio y, a grito limpio, preguntaban:

          Tinajilla,
          mierdecilla,
          ¿te measte
          o te cagaste?

MINILECTURA. "SERVANDÍN", de FRANCISCO GARCÍA PAVÓN (1919-1989).


Francisco García Pavón (1919-1989), español

Cuando me pusieron en el colegio de segunda enseñanza, alguien me dijo señalándome a Servandín:
_El papá de este niño tiene un bulto muy gordo en el cuello.
Y Servandín bajó los ojos, como si a él mismo le pesase aquel bulto.
En el primer curso no se hablaba del papá de ningún niño. Sólo del de Servandín.
Después de conocer a Servandín, a uno le entraban ganas de conocer a su papá.
A algunos niños les costó mucho trabajo ver al señor que tenía el bulto gordo en el cuello. Y cuando lo conseguían, venían haciéndose lenguas de lo gordo que era aquello.
A mí también me dieron ganas muy grandes de verle el bulto al papá de Servandín, pero no me atrevía a decírselo a su hijo, no fuera a enfadarse.
Me contentaba con imaginario y preguntaba a otros. Pero por más que me decían, no acertaba a formarme una imagen cabal.
Le dije a papá que me dibujase hombres con bultos en el cuello. Y me pintó muchos en el margen de un periódico, pero ninguno me acababa de convence... Me resultaban unos bultos muy poco naturales.
Un día Servandín me dijo:
_¿Por qué no me invitas a jugar con tu balón nuevo en el patio de tu fábrica?
_¿Y tú qué me das?

MINILECTURA. "BÁRBARA CONTRA LA MUERTE", de ALMUDENA GRANDES


Almudena Grandes Hernández (1960--), española

El tarro tenía cuerpo de vidrio esmerilado, y una tapa hermética de metal pintada de blanco. Más allá de sus paredes, marcadas por la aspereza de una pelusa grisácea —herencia de sucesivos fracasos, los lavados que no habían conseguido desprender del todo las huellas de la etiqueta adhesiva que identificó una vez su contenido—, se distinguían aún algunos restos de mermelada de moras, pequeñas gotas brillantes de color púrpura, como dicen que es la sangre de los negros, hacia las que trepaban los diminutos gusanos de cuerpo translúcido que saben caminar sobre muros de cristal.
El abuelo, que llenaba su mochila de mimbre con mucha parsimonia, levantó una esquinita de un envoltorio de papel de plata para confirmar que, en lugar del filete de ternera que había pedido, la abuela le había vuelto a preparar un bocadillo de queso, y tras emitir un templado juramento, hizo ademán de coger el tarro y reunirlo con el resto de los objetos hasta entonces desperdigados por la mesa, pero yo detuve su brazo a tiempo.
—Oye, abuelo —dije, arrebatándole suavemente el recipiente de cristal donde se agitaban los viscosos hilos vivos—, ¿por qué no has dejado que la abuela lavara el tarro por dentro? Tiene mermelada, todavía...
Él se encogió de hombros y ni siquiera me miró, como preguntándose qué demonios me importaría a mí todo aquello. Yo, al contrario que mis hermanos varones, nunca me había interesado por la pesca.
—Pues no sé... —contestó después de un rato—. Parece que les gusta. Pobrecillos, para lo que van a vivir, mejor que disfruten un poco, ¿no?
—Porque se los van a comer los peces...
—Con un poco de suerte... Eso espero.
Me besó en la sien —ese lugar tan raro donde sólo me besa él—, y giró sobre sus talones sin decir una palabra más. Estaba ya en el umbral de la puerta cuando eché a correr para alcanzarle.