Este cuento o cuadro costumbrista tiene como finalidad mostrar el lenguaje popular de las tierras conquenses, que fruto de la universalización y globalización del idioma perdiéndose está. Quede fijado aquí como recuerdo y memoria de nuestros abuelos.
[I] Don Camilo, viajero incansable, lazarillo por tierras conquenses hace ya mucho tiempo, hizo presente, de nuevo, su sombra por la curva del Polvorín, que si no de ballesta silene al menos asemeja, remembrando cuando fue de camino al encuentro del boticario don Roque Sartén de Belinchón.
El sol conquistaba el relente dormido en un musgo escamado en plata que recubría los troncos, mientras la brisa creaba el paisaje con pincel de pigmentos acres y verdes, haciendo volar cual cometas bolsas de plástico y paquetes de tabaco ya consumidos. Los ababoles, emplazados al abrigo del aire en un corral cercado de arambre donde el tío Loles sembraba sus acelgas y lechugas, germinaban ante este nuevo despertar de abril lluvioso. Allá, a la izquierda, por Santa Ana, derruíada entre "campos de soledad, mustio collado", veíase un adalid robusto, camino del chozo, que conducía a una cuarentena de ovejas, a alrededor de veinte trasandoscos y a media docena de andoscas a pastar, según pudo apiarar el bueno del caminante, que absorto observaba al albarrán (transistor acoplado en la oreja, cara surcada de arrugas y ojos lagañosos, mirada de aseidad, zurrón cagarrutado o vaya usted a saber el color, y semblante de estar arrecío), que bostezante en hechura de lamprea oía las nuevas que daba el parte, místicamente apalancado sobre su gayata. El perro carea, antojo de galeote, minuet canino, se rascaba sus escondidas orejas intentando zafarse de las caparras que parecían querer sacarle la médula, en un atabaleante abaniqueo de su pata trasera, cual molineo gayoso de goyesca enamorada. A un chiflido del pastor, aireó sus malas alimañas y raudo achicó el ganado, reuniéndolo formando un círculo que fue atirantándose pausadamente siguiendo al demagogo ovino.