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12 de abril de 2015

LOS CONQUENSISMOS DE LA SOLANA (vuelta del lazarillo don Camilo a Tarancón), por Raúl Amores Pérez.


Este cuento o cuadro costumbrista tiene como finalidad mostrar el lenguaje popular de las tierras conquenses, que fruto de la universalización y globalización del idioma perdiéndose está. Quede fijado aquí como recuerdo y memoria de nuestros abuelos.


 [I] Don Camilo, viajero incansable, lazarillo por tierras conquenses hace ya mucho tiempo, hizo presente, de nuevo, su sombra por la curva del Polvorín, que si no de ballesta silene al menos asemeja, remembrando cuando fue de camino al encuentro del boticario don Roque Sartén de Belinchón.

El sol conquistaba el relente dormido en un musgo escamado en plata que recubría los troncos, mientras la brisa creaba el paisaje con pincel de pigmentos acres y verdes, haciendo volar cual cometas bolsas de plástico y paquetes de tabaco ya consumidos. Los ababoles, emplazados al abrigo del aire en un corral cercado de arambre donde el tío Loles sembraba sus acelgas y lechugas, germinaban ante este nuevo despertar de abril lluvioso. Allá, a la izquierda, por Santa Ana, derruíada entre "campos de soledad, mustio collado", veíase un adalid robusto, camino del chozo, que conducía a una cuarentena de ovejas, a alrededor de veinte trasandoscos y a media docena de andoscas a pastar, según pudo apiarar el bueno del caminante, que absorto observaba al albarrán (transistor acoplado en la oreja, cara surcada de arrugas y ojos lagañosos, mirada de aseidad, zurrón cagarrutado o vaya usted a saber el color, y semblante de estar arrecío), que bostezante en hechura de lamprea oía las nuevas que daba el parte, místicamente apalancado sobre su gayata. El perro carea, antojo de galeote, minuet canino, se rascaba sus escondidas orejas intentando zafarse de las caparras que parecían querer sacarle la médula, en un atabaleante abaniqueo de su pata trasera, cual molineo gayoso de goyesca enamorada. A un chiflido del pastor, aireó sus malas alimañas y raudo achicó el ganado, reuniéndolo formando un círculo que fue atirantándose pausadamente siguiendo al demagogo ovino.

Hermoso panorama de vida sosegada y apartada de ruidos, como dirían los bucólicos virgilianos, de ignorancia de los vicios y peloteos de la ciudad, podía entreverse en esa escena. Y, en verdad, pensaba don Camilo, la imagen que daba el desgarbado campesino era la de tener ese tipo de alma que atribuía fray Luis a los hombres rústicos: alma repleta de "fineza del sentir y de la soledad", aunque alguno pueda decir que es preferible cabrear a ovejear.

Don Camilo, sujetando el resuello, que a bocanadas huía como estertor, que al fin y al cabo todo la edad muda, la cholla más pesada que faldriquera de vieja, que guarda en las basquiñas y briales toda su memoria, ascendía el monte carmelita hacia el Castillejo crujiéndole el costillaje como nao en busca del Nuevo Mundo, y, aunque alabeándose, su ánimo era mucho, que "estos huesos están hechos a las penas y a las cavilaciones estas sienes".

Las casas, áulicas en su sencillez, cromadas de vivos colores en sus fachadas, con portones protegidos por botellas de plástico en las esquinas a modo de guardianes, que el viejo "cave canem" no tenía sentido en el interior. Los balcones, arlequinados, dejando entrever algún que otro tiesto almazarrón con geranios rojos, blancos, asalmonados, rosados, con pensamientos, petunias, alegrías, margaritas y diversas plantas aromáticas..., sus térreos tejados lanzando humo por sus chimeneas deformes y rumbantes a la ermita de Riánsares, susurraban en eco las coplas que las mujeres entonaban mientras barrían:

"¡Ay, leré, carita de rosa!
¡Ay, leré, que eres muy hermosa!
¡Ay, leré, carita de cielo!
¡Ay, leré, que por ti me muero!"

El regatón de la cuneta, zigzagueante como un vino rosado acendrado en copa fina de señoritos, iba poco a poco desapareciendo. Al inicio de la Cuesta de la Tía Bolita, donde el Arco de la tía Malena se hace visible, converge la solana como astrolabio denotador y testigo, lugar de encuentro para el senado taranconero, tarazón de la villa donde los perezosos pies azuzan conversaciones que están al cabo, donde algunos solían aparciarse para solventar los problemas propios y ajenos del lugar. Constituido en epicentro de comentarios, se podía ahí escarbar metijosamente en la cultura de raigambre rancia, externa y subjetiva, de los de Tarancón, de los bautizados con agua del Caño, sedimentada a lo largo de muchos años, los cuales engrandecían su etnocentrismo más punzante; allí meridianamente se podía llegar a intuir, más que comprender, eso que los filósofos no logran llegar a poder definir del "ir siendo y des-siendo" en la dialéctica de las experiencias del pasado.

La sombra atirantada de don Camilo se tomó un respiro, que el cuerpo ya estaba anhélito, mientras contemplaba el misterio inasible de la torre de la iglesia, enhiesta a su izquierda, y que como ecos becquerianos le rememoró la juventud y todo aquello que no pudo ser. Su mirada, en éxodo mosaico, llegó a lo más profundo de su silencio, quietud casi palpable, de agradable olor a incienso, como abrótano, que sólo interrumpió la diatriba amena de unos viejos, que unos metros más adelante, al cabo de la carretera, hacían corrillo circundando a un botijo con aforraderas y que contenía agua más fresca que la que manaba en los chorros de Las Gedeonas. Estos, al percatarse de su presencia, lo miraron recelosos, con ojos de apocináceo, cual es costumbre hacer con todo forastero que llega a perturbar su cotidiana existencia.

Allí estaba Cefe, el garrote en la diestra mano, firme asiéndolo, la boína coronando la sabia calavera, los pantalones de pana desgastada y con cazcarrias, los alpargates otrora zurrados y hoy demudados, y el puro olibanando el ágora. Y Julián, quien de joven fue muy asayaor, un cachicán de mucho cuidado, pero que emboticado como estaba hoy, apenas si decía nada. Junto a ellos, sentado en una mimbrera, el tío Miedes, que ya no podía acacharse, a pesar de ir medio acorvado, ni para añudarse las abujetas, y Chinchollo, quien siempre se bamboleaba cuasi como la veleta de Palacio, con sus muchas arrobas de vino blanco, dejando para chanzas y chascarrillos aquellos vaivenes que acostumbró a hacer en el cocedero bajo el aliento de una alcarraza con cualquier moza, y que hoy se acoquinaba ante los piropos esdrújulos de las solteras, que sabedoras de tan trovadoresca fama, le aguijoneaban sarcásticamente.

—¡Buen día va a ser éste, eh!

—¡Vaya! Sí, pa'ece que va a hacer bueno —díjo Cefe mirando al cielo.

¡Papes!, que ya era hora. Que de aquí a quince días va a hacer que no vemos salir el sol —aseguró el tío Miedes.

El hombre del tiempo dijo ayer noche que ya va bueno. Ya veremos, si no marra como otras veces —vaticinó Julián.

No tengas miedo, que mientras no vengan los nubarrones con aire santacrucero, no hay na' que rascar —aseveró cortante de nuevo Cefe.

Así se iniciaba el ritualismo conformista de estos seres enajenados de la vida misma, ajena su consciencia de la verdadera situación en que se hallaban, o, mejor, ignorándola y reaccionando con una falseada satisfacción en poder verse todos los días y repetir las mismas conversaciones protocolarias. Y en ello estaban cuando les vino a interrumpir el viajero.

—¡Buenos días nos dé Dios! —dijo don Camilo, alzando su mano diestra y continuando sin esperar respuesta.

A coro se oyó un susurro de "¡vaya usted con Dios!", mientras los ojos apagados y velados de los parroquianos perseguían todos y cada uno de los visajes del viajero, se demoraban en inspeccionar la indumentaria y pertrechos. La conclusión luego se resumía en un atubar los morros y alzar las cejas.

El letrado viajero fijó su atención en la vieja plazoleta, en la destartalada fuente que murmuraba sueños, ya que ahora no abocaba agua, y en aquella mujer, que en tiempos más gloriosos fue hermosa, como se podía inferir por sus rasgos, y que... parecía recordar. Sí... Un fuerte latido, chasquido de pecho amante, apnea de arcaicos ecos, agitó su sombra lánguida.

—¡Ven acaquí, a mi halda! —gritaba la tía María a su nieto, que gimoteaba a moco tendido, alzando la navaja con la que mondaba patatas para la comida y dándose en el mandil a rayas lleno de lamparones.

El chiquillo, chándal completo de tiznajos y babateles, estaba acodado en la barbacana del Castillejo, desde la que miraba a un chompo rular por la Cuesta de la Iglesia camino del Caño, que había lanzado con todas sus ganas. Este, dejando caer sus párpados, línea deambulante de su inocencia, aptero angelito, giró la cabeza lentamente, haciendo caso omiso a la crédula vieja, y continuando viendo cómo iba descendiendo por los escalones.

Sí, ciertamente la conocía. Era la hija de la Paca, la dueña del mesón de Belinchón..., el Mesón del Mirlo. ¡Buena jaca, sí señor!¡Qué hermosa fuiste, jodía! ¡Menuda diferencia con tu madre, aunque también estaba jamona, vaya que lo estaba! ¡Ande va a parar! ¿Cómo iba yo a imaginarte aquí?, martillaba su mente al compás de un tango bailado por sus agitados ojos.

Su sombra se acercó a la de ella, haciendo vibrar en esta anagnórisis al muro de granito. La vida, que le hizo olvidarla, borrar sus besos, volvía a entrelazarlos en un extraño tropiezo, haciendo que el camino se trocara orondo y regresara al inicio.

No le reconoció ella. Ya se sabe, las canas y las trazas trocan cualquier fisionomía no acostumbrada a ser escudriñada diariamente y camuflan querencias y afectos por la ausencia de roce. Mejor, no tenía ganas de entablar conversación y liarse a preguntar retóricamente "¡qué tal va todo! ¿Cómo es que estás aquí? ¿Te casaste? ¡Ah, sí, ya veo, el chico...! Entonces... ¿todo bien?", y otras tantas simpleces que se dicen para tener un acercamiento que en esta ocasión no quería. Y menos aún, si tenía que dar respuestas a su presumible interrogatorio. Mejor, sí, que no me haya reconocido, se decía una y otra vez, para autoconvencerse. La saludó con un simple movimiento de cabeza y se hizo el panoli.

También estaba junto a su puerta de la casa de la tía María, su hija, Rosario, doncella tarasca en su momento que iba ganando con el tiempo falseando todos los días y todas las horas con un humor amargo y cítrico su existencia. Cosía también patatas, pero del calcetín de su marido, ayudada de un falso huevo de madera. Bruscamente levantó la cabeza, por lo que se pinchó con la abuja, soltando un grito azufaifero, mientras se le caía el acerico.

¡Papes! ¡La madre que te...! —vociferó airada.

Se levantó enérgica, dejando la almuá en el suelo y, tragando leguas de aire. Con ímpetu le graznó al rapaz:

—¡Alza d'ahi, mochacho, que te vas a caer! ¡Este chico está de non!

Al escuchar esa voz desabridamente vocear, tan gruesa y peluda como su catadura de serrana arciprestal, sus brazos rechonchos, sus gestos torpones y zafios, a modo de garfio interrogador espetando "qué se le ofrece a usté", el viajero parecía ver a su abuela importunándole las charlas con la María.

Subido ahora al poyete, funambulista extendía sus brazos el pequeñajo. La madre hizo ademán de ir a por él, achantándose el chaval ante los agasajos destemplados de su madre. El trompo seguía descendiendo, por lo que el mozalbete, tras otear que su madre no le veía, echó a correr, cruzando el Arco de La Malena y poniendo pies en polvorosa cuesta abajo, tras él.

—¡Ansí t'escalabres, te suelles las rodillas y te marques a moratones, petardo, que das más vueltas que el gorrino de san Antón! —gritó la madre inicialmente.

Persiguiendo a la peonza, como liebre que retoza galgo, fue trompicando aquí y allá, hasta, al remate, caerse ya cerca del Caño. La madre, vociferando "dónde estás, vaya castigo que tengo contigo", tuvo que vantarse de la silla de anea, y con los niervos hediendo a chinches, furibunda fue a por él, más que para ayudarle para renguirle y darle algún sopapo. Cuando se halló a sus pies, el párvulo cantaba una saeta sollozante y moqueante, asiendo con su minúscula mano la rodilla, que ya iba adquiriendo los tonos de la del Cristo de los huevos.

—¡Arrecoge eso ahora mismo y tira pa'rriba! ¡Venga, date prisa que te voy a calentar! ¿No me oyes, que tires pa'rriba, tostón! —le increpaba mientras le iba dando collejas y tobas.

La madre, compasiva y por activa, le iba propinando unos tutes barajeros que enseguida provocaron una barraquera más de murecos que de cancines en celo. Asido como estaba de la bobanilla por su airada madre, evitar las puñadas era harto difícil. Y el chaval, destructivo y desaforado, verdadero Hipias griego con sus hipidos, sin esperarlo, al traspiés de su suerte, lanzó un regüeldo boqueando, incitando aún más a la refriega a su madre, que por momentos se iba haciendo más y más fiera.

—¡Anda mi madre, mira que te meto un reo como pa' ti! ¡El cuevero...! ¡Tira! Ahora mismo te capuzo en el lavabo. Ya veremos qué dice tu padre cuando se entere. Ya..., ya sabrás lo que vale un paine. Y cuando te casque, no se te ocurra gimotear y venir a mí. Que vas a llevar más palos que una estera. Tontorrón, que no escuchas nunca.

El niño se iba cada vez cimbrando más, y su madre, bregando con arte, quería ganarse las dos orejas.

—¡Déjalo, deja al chico, mujer, que no es pa' tanto! ¿No ves que son cosas de críos? —intentaba mediar la abuela.

—¡Mi'a que que t'os los días, de cutio o de fiesta, tenemos que estar con alguna monserga! ¡Si es que da más guerra que entre siete!

La tía María, verónicamente, arremangándose cogió a su nieto y penetró por el umbral de la casa, como gato por la gatera, al tiempo que su hija seguía cicateando por lo bajines. Mientras tanto, el mocoso no paraba de cridar, pregonando con esmero el calvario que estaba pasando.

¡Ah, María, María...! ¿Qué fue de tu piel con sabor a barro mojado, de las susurrantes conversaciones que teníamos allá en Belinchón...! ¡Ah, aquellos escarceos sigilosos a las eras, aquellas noches en vela de cháchara y roce más intuido que certero, aquellas risas que alegraban tus ojos y alumbraban mis días, aquellos besos adormecidos en mis labios cuyo sabor era de fruta madura...! ¡Qué fue de tanto ensueño primaveral, de calandrias y ruiseñores! ¡Nunca sabrás lo que te quise durante esos días, que ya son recuerdos traicioneros del ayer y la memoria!

El viajero sentía que los recuerdos, de tan distantes y arrinconados en el baúl de la vida, ya no eran capaces de declararlo todo, que seguramente lo que ahora pensaba no fue así, o al menos no así como creía recordar, pero daba igual. Notaba cómo bullían por entre sus tripas las mariposas del deseo, y eso significaba que algo agradable y bueno tuvo que ocurrirle con María.

—¡Asiéntate en la banca, que vaya a por la palancana y te limpie esos relejes! ¡Vaya velas que llevas, hermosón! ¡Y deja ya de hacer pucheros, coñe, que no es pa' tanto! —le conminaba la abuela, más ducha en estos menesteres.

—¡Madre, acabe pronto con el chico, que tengo que ir an ca' la peluquera a teñirme el pelo, antes de comer! —gritó Rosario a lo lejos, explotando en medio de la chasqueante y monótona conversación que seguían manteniendo sin parar los senadores manchegos.

La abuela se acercó a la alacena y del poyal más bajo cogió la palancana y una esponja. Cuando iba al váter a coger una toalla, miró de reojo en derredor del comedor, "que este chico no para de hacer picias ni un minuto". Y, en efecto, culillo de mal asiento, el señorito estaba a cacharrazos con un viejo calorífico del que su hija tenía capricho de querer guardarlo y que había colgado en la pared.

—¡Endeluego, hay que tener mala folla para ser como tú! ¡Deja eso ahora mismo ahí, hombre, que no tengo ganas de sones! ¡Como venga tu madre! ¡Jesús, qué castigo!

Al pronto, pareció que el chico estaba dispuesto a apaciguarse. Buen momento era este para lavarlo. Con destreza y rapidez le limpió la cara, las manos, las rodillas, le peinó, le sacudió la culera... Y salió lustroso a la calle, blanquismo, más enjaezado que una yegua parda.

—¡Ves, así, bien lavaíco y penaíco, hasta pa'eces un santo de esos de los retratos! —musitó la abuela risueña, mientras admiraba a su nieto embobada.

 [II] Pero volvamos de nuevo nuestra mirada al senado taranconero. Allí, los rostros de nieve y grana departían y recordaban, dejando caer los minutos que ya no tenían, cosas que cuando les sucedieron se les antojaron ocurrentes y que ahora sólo servían para sentirse presentes ante los demás. Atrás quedó el tiempo en que en la era ablentaban durante el estío, dejándose los pies aruñados por la mies que era cargada en los amugues del rocín hasta crear un acarreo lo suficientemente hermoso como para ser transportado sin galera hasta el lugar y depositarlo en la cámbara, izándolo con la carrucha, que el invierno era crudo y había que tener con qué dar de comer a los animales. Estiércol y sangre humana soportando una calorina de las que hacen sudar a los lagartos y que ni una buena almuerzá de agua fresca solía sofocar. Viajes tortuguinos al Molino, juramentando por sacar una buena saca de harina con que reverenciar al estómago cuando sonara a vísperas a la caída del sol. Noches estrelladas con pan, queso, tocino y, con suerte, un trago de vino. Las gachas o puches, los peroles y cocidos, los dejaban para el mediodía. Los tomates y pepinos de la huerta, para refrescarse un poquito entre comida y comida... Y la almenara rutilando a la par que las casqueras y cotilleos... Atrás quedó el coger el aladro, del que tiraba una yunta de mulas perfectamente enmarcada en la camella, haciendo sonar la música de sus cascabeles como el tío Cartuchera su organillo. Recuerdos de chiquillería jugando con los acerones por la Senda de las Rozas y volviendo llenos de cotanas, boceras y borrones; recuerdos de mozalbería, robando unas cuantas uvas de gallo para comer con queso, hurtos que siempre descubría el tío Chaqueto y San Isidro... Recuerdos.

Meditaba don Camilo que ahora parecía como si la vida para ellos hubiera dejado de sucederse. Paralizada, atrás quedaron preguntas existenciales que irremediablemente desembocaban en una resignación desesperada. Su realidad más próxima estaba perdida en secuencias inconexas pasadas, único lugar en el que se hallaban seguros, donde podían manipular, desgranar, polemizar e ironizar sobre las cosas. Pero el mundo de ahora era tan desconcertante para ellos que, como ciegos ante un elefante, les resultaba difícil enfocar exactamente lo que sucede. Atrás quedaron las luchas sísifas por hacerse (enorme ironía esta de hacerse, cuando uno sólo puede luchar por sobrevivir, pero, en fin, digámoslo así), luchas por transformar sus existencias. Ahora, sólo había encuentro en ella, dejándose arrastrar por el tiempo hacia una nihilidad enfermiza. La vida parecía como si hubiera sido y ya no es para ellos. Y el caso es que fue tan dura... Vacío, monotonía, desinterés. La vida parecía haber perdido el estar haciéndose continuamente.

Es cierto que ya no hacía falta ir con la fresca al Pozo Amarillo con la aguadora, que ya no tenían que emplear azadas ni escardillos ni legonas para limpiar de malas hierbas la tierra, que para otros quedó la vendimia y el trinchete... Pero sin esto, qué les ha quedado. Tiempo, demasiado tiempo que no se sabe cómo llenar.

Cefe hizo ademán de querer intervenir en el asunto que les ocupaba, pero le cortó Julián.

¿Y la nieta, qué, cómo marcha? Ya me dijo la Rían que tuvisteis que llevarla a Cuenca.

—¡Ea!, no pa'ece que ande mal. Aína si tenemos un disgusto con ella. Se cayó la mozuela de la bicicleta anteayer y creíamos que se había roto la muñeca, pero no, sólo se la torció. Claro, es tan ambrollera y locuela. Es que no arrodean na', estos chiquillos... ¿No ves? —señaló horizontando con el dedo nicotinado a un chaval—, si van como locos, y, claro, luego que si se han hecho un bullón o algún exornao. ¡Qué puedes asperar! —explicó taciturno Chinchollo.

En ese momento un jovenzuelo con greñas y pendiente en la oreja izquierda derrapaba con la moto delante de ellos.

¡Mochacho!, que te vas a caer. ¡Como se lo diga a tu padre...! —le gritó el tío Chinchollo

¿Y ése de quién es? —curioseó Cefe.

No sé, pero por lo jaro que es debe ser el chico de la Chon la Jofainas —observó Julián.

El chaval, satisfecho por haber incomodado a los tertiaedanos, desconociendo el Levítico y la más mínima consideración hacia los envejecidos, volvió otra vez a las andadas, repitiendo su magnífica cabriola, apoyándose para su último alep-hop contra una pared que descarmenó.

¿Ande pararán los aguaciles? Cuando los buscas no los encuentras. ¡Qué país éste! Enantes vi uno en la puerta del Ayuntamiento, pero a saber dónde te lo podrás topar. ¡Cómo vaya, te doy con la garrota! —amenazó Chinchollo al pelirrojo, que andaba entre aspavientos y dengues entreteniendo a la concurrencia.

Y luego que si pasan cosas. Más tenían que pasar. ¿No pueden entretenerse como Dios manda? Deberían mascar algunos más alfalfe que los asnos —opinó el sabio Julián.

No te apures por eso, hombre, que a estos nos les duele ninguna lisión. ¡Con tantos derechos que hay agora...! Atrévete a decirles algo, que ya verás como te salen con más artículos que en el Blanco y Negro —añadió Cefe.

Al fin el chaval cogió carretera y media manta y haciendo un bis teatral se alejó haciendo cabriolas.

Cefe, movimientos lentos de lentejuelas, se puso a succionar el jugo de una naranja aceda, pues los dientes ya no estaban para otros menesteres, mientras Honorio incorporado al escuchar las voces, sentado junto a Chinchollo se puso a pelar unos alcagüetes.

Asobinado, el nieto de la tía María en el halda negra de la abuela, miraba pero no veía, ante el sopor del sueño, pues el tío arenero había llegado, la ringlera de muñecajos que había colocado entretenidamente contra la pared. A la postre, hincó el rejo.

Con el cariño que pones en ellos de chicos, para que luego se vuelvan tan cabestros. ¡Ay, alcaduz de noria, el que lleno viene vacío torna! —sentenció la tía María.

Sagudiéndose el polvo del culo del pantalón, el tío Miedes se acoraba. Solía abarruntar que lo mejor que les podía pasar a estos pillos deslenguados motorizados es que les viniera una guerra, pasaran más hambre que maestroescuela y bebieran agua en la pisá' de una mula. Entonces otro gallo nos cantaría. Pero, claro, con el hato que me llevan, no hay manera.

¿Sabes que ha muerto Nicolás? Esta tarde es el entierro —le dice Cefe a Honorio.

¡Miaque, chorra! Si ya te lo decía yo que no llegaba a san Isidro. Si se veía venir. Estas navidades, cuando el nieto fue a pedirle el aguilando, ya estaba pachucho. Dijo su mujer que no pudo ni acercarse al alambor a coger el monedero, y, anque es muy samugo, tuvo que aproximarse el chico y dárselo —intervino enérgico Julián.

Enseguida calló. Repiso de lo que había dicho, pues sus contertulianos lo consideraban algo gafe, ya que él había salvado más vidas que los gatos, y entre parche y parche, ahí seguía tan tiesecico, mientras que sus quintos, más recios y con mejores caras, iban cayendo. Honorio reanimó el silencio letal que se había producido.

Eso de la próstata es un bicho malo. Parece que vas a recuperarte, pero no..., quita, quita, que hay que tener mucho pesquis —articuló Honorio cerrando la boca y apretándola, al tiempo que movía a un lado y otro la cabeza, mientras la mirada buscaba no sé qué.

Julián, hombre culto, deslizó como un oráculo:

La vida es un cuento, que no importa que sea largo o corto, sino cómo lo contamos. Eso es lo que hace falta. Lo demás son pamplinas de papanatas y cernícalos.

Meditativos, todos bajaron la cabeza y dejaron temporizar sus ilusiones. ¿Cómo les recordarían a ellos, y quién? Seguramente sus hijos, sí, y tal vez alguno de los que se sentaban en la solana, aunque éstos por poco tiempo. ¿Y los demás? De Cefe sólo referirían cuando le pillaron en la almunia del Tío Salchichero con la Marta; de Julián, la caída que tuvo con el carro lleno de uvas bajando la Cuesta del Retamoso; de Honorio, cuando le dio cañiguerra a la vaca del tío Bolo, produciéndole ranilla... Pero de lo mucho que habían luchado en sus vidas para sacar a sus hijos adelante, de las ahorrancias logradas a base de pasar un hambre canina y fatigas sin cuartel, mucho sueño y demasiado frío, del padecer por llevar una hogaza de pan a su casa, ¿quién se acordaría? Seguramente ni sus hijos. Esto ya eran batallitas del abuelo.

 [III] El sol, anulando la sombra de don Camilo, perpendiculaba la mañana. Unos pequeños gorriones recogían unas cuantas migajas de pan, esparcidas por alguna vecina. Los galgos ladrando con eco lastimero en los corrales, de vuelta ya de su oreo diario por la Vega. Ruidos rurales que agostan el cuerpo...

Las vetustas efigies, recorriendo con sus ojos gastados, sin brillo, ese trotecito sin pausa, con mirada perdida, como si buscaran todo lo que habían vivido, todo en lo que habían creído y odiado. Y ellos allí, sin Nicolás ya, hundiéndose en una masticada calma vegetativa...

Lejana, la voz de los muchachos, les resucitaba. Bajaban con sus carteras a cuestas, pataleando un bote de coca-cola, cantando, silbando, gritando más que conversando, rozando los libros o una piedra por las paredes, haciendo los garabatos que no supieron poner en el cuaderno, chillando hastaluegos y adioses. Era el turbión de la vida, el tremendo golpetazo que les devolvía a la realidad.

Una vieja, con semblante de haber sido muy flamenca en su juventud, voceó:
—¡Julián, vamos, menea las alforjas, que ya está la comida! Mira que esbalagárseme la tortilla... —siseaba mansamente.

Bueno, vamos a ver si comemos algo, que la parienta no está para sones. Cualquiera le dice que no me como las bledas hoy.

Vamos, sí, que ya van repiqueteando las tripas como los pollos, que desde que almorzamos tienen que estar más secas que zarajos —dijo Cefe incorporándose.

Si te vienes esta tarde a coger arzollas... Pocas estarán maduras del to' y duz, pero algún atillo podremos echarnos, que ahora es cuando más tiernas están, digo. Allí en el camino de Caramanchón ya están bien, que el año ha venido rápido —sugirió Chinchollo a Cefe.

Ya veremos, ya veremos. Tengo que ir a la corte a echarle un vistazo al averío. Y luego está el entierro... -adujo Cefe, susurrando estas últimas palabras como un chistido.

¡Anda, pijo! Si no me lo mientas se me habría olvidado -expresó Chinchollo contrariado.

Y uno a uno los albos senadores fueron abandonando el foro, con paso quedo y mirada vidriosa.

La sombra de don Camilo se marchó también. No quiso acercarse al Palacio del Duque de Riánsares, que estaba en obras, según había leído, pues querían convertirlo en Ayuntamiento; ni a la Casa de los Parada, que ya no vivía nadie en ella; y mucho menos a la Casa de la Condesa, que ya ni era casa ni nada de nada. Era mejor bajar al Caño y saciar allí su sed, de añoranza más que de agua. Luego ascendió por la calle del Agua hasta el Convento de los Franciscanos, porque el pueblo estaba arriba, casi tocando el cielo, y la fatiga estaba abajo, crepitando en su infierno. Desde el pilón del Caño pudo auscultar y apreciar con todo detalle, como don Miguel de Unamuno observara, que la sinfonía de tejados era apaciguadora, caparazonante. Un grato olor a pan ambientaba el paisaje. Y aquella presencia de árboles diseminados, de piedras amontonadas, de casas derruidas, le ayudó a comprender.

En el fondo, argumentaba don Camilo, mientras subía y subía por Miguel de Cervantes, en la ceremonia del senado taranconero existía un rito de vuelta al principio, de no querer avanzar; un deseo de querer subrayar su vinculación a la vida y aminorar los efectos cambiantes del tiempo. Para estos hombres, acostumbrados a un trabajo de sol a sol, la artificialidad de la vida de hoy, desligándoles de las potencias naturales, del olor a tierra, del deseo de que llueva o haga calor, sustrayéndoles la confidencialidad al encontrar a fulano o a mengano, la sanochá de los cuentos sin cuentos, era un sin sentido. Y requerían de algo que los atara a la tradición, a lo de siempre, no por mejor, sino por conocido.

Y a él, poco le quedaba también para ser otro níveo senador en su tierra... El camino había sido largo, pero gratificador a pesar de algún que otro sinsabor.

Don Camilo dio la espalda a Tarancón y salió camino de Belinchón en busca de sus recuerdos más íntimos. Atrás quedaban añoranzas, amores, memorias que no habían de volver más, mientras en su mente tañía 'el temor de haber sido' y sus ojos esperaban 'otro milagro de primavera'.

RAÚL AMORES PÉREZ







1 comentario:

  1. Me parece fantástico. Lo copio y archivo, quiero sacar un glosario con la cascada de palabros que has vertido en el relato. Al alzar la vista he visto el lomo del Diccionario Dialectal de la Mancha Conquense. Lo puntearé a ver cuántas encuentro y cuales son exclusivas nuestras. Te felicito.
    Pedro L. Ocaña. 20-1-2021

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