"(...) Desde el monarca hasta el último villano, la España del Cuarto Felipe amó con locura el teatro. Las comedias tenían tres jornadas o actos, y eran todas en verso, con diferentes metros y rimas. Sus autores consagrados, como hemos visto al referirme a Lope, eran queridos y respetados por la gente; y la popularidad de actores y actrices era inmensa. Cada estreno o reposición de una obra famosa congregaba al pueblo y la corte, teniéndolos en suspenso, admirados, las casi tres horas que duraba cada representación; que en aquel tiempo solía desarrollarse a la luz del día, por la tarde después de comer, en locales al aire libre conocidos como corrales. Dos había en Madrid: el del Príncipe, también llamado de La Pacheca, y el de la Cruz. Lope gustaba de estrenar en este último, que era también el favorito del Rey nuestro señor, amante del teatro como su esposa, la reina doña Isabel de Borbón. Por más que el amor teatral de nuestro monarca, aficionado a lances juveniles, se extendiese también, clandestinamente, a las más bellas actrices del momento, como fue el caso de María Calderón, la Calderona, que llegó a darle un hijo, el segundo Don Juan de Austria.
El caso es que aquella jornada se reponía en el Príncipe una celebrada comedia de Lope, El Arenal de Sevilla, y la expectación era enorme. Desde muy temprana hora caminaban hacia allí animados grupos de gente, y al mediodía se habían formado los primeros tumultos en la estrecha calle donde estaba la entrada del corral, frontera entonces al convento de Santa Ana. Cuando llegamos el capitán y yo, se nos habían unido ya por el camino Juan Vicuña y el Licenciado Calzas, también harto aficionados a Lope, y en la misma calle del Príncipe sumóse Don Francisco de Quevedo. De ese modo anduvimos a la puerta del corral de comedias, donde resultaba difícil moverse entre el gentío. Todos los estamentos de la Villa y Corte estaban representados: desde la gente de calidad en los aposentos laterales con ventanas abiertas al recinto, hasta el público llano que atestaba las gradas laterales y el patio con filas de bancos de madera, la cazuela o gradas para las mujeres -ambos sexos estaban separados tanto en los corrales de comedias como en las iglesias-, y el espacio libre tras el degolladero, reservado a quienes seguían en pie la representación: los famosos mosqueteros, que por allí andaban con su jefe espiritual, el zapatero Tabarca, quien al cruzarse con nuestro grupo saludó grave, solemne, muy poseído de la importancia de su papel. A las dos de la tarde, la calle del Príncipe y las entradas al corral eran un hervidero de comerciantes, artesanos, pajes, estudiantes, clérigos, escribanos, soldados, lacayos, escuderos y rufianes que para la ocasión se vestían con capa, espada y puñal, llamándose todos caballeros y dispuestos a reñir por un lugar desde el que asistir a la representación. A ese ambiente bullicioso y fascinante se sumaban las mujeres que con revuelo de faldas, mantos y abanicos entraban a la cazuela, y eran allí asaeteadas por los ojos de cuanto galán se retorcía los bigotes en los aposentos y en el patio del recinto. También ellas reñían por los asientos, y a veces hubo de intervenir la autoridad para poner paz en el espacio que les era reservado. En suma, las pendencias por conseguir sitio o entrar sin previo pago, las discusiones entre quien había alquilado un asiento y quien se lo disputaba eran tan frecuentes, que llegábase a meter mano a los aceros por un quítame allá esas pajas, y las representaciones tenían que contar con la presencia de un alcalde de Casa y Corte asistido por alguaciles. Ni siquiera los nobles eran ajenos a ello: los duques de Feria y Rioseco, enfrentados por los favores de una actriz, habíanse acuchillado una vez en mitad de una comedia, so pretexto de unos asientos. El licenciado Luis Quiñones de Benavente, un toledano tímido y buena gente que fue conocido del capitán Alatriste y mío, describió en una de sus jácaras ese ambiente espeso donde menudeaban las estocadas:
En el corral de comedias
lloviendo a la puerta están
mojadas y más mojadas
por colarse sin pagar.
Singular carácter, el nuestro. Como alguien escribiría más tarde, afrontar peligros, batirse, desafiar a la autoridad, exponer la vida o la libertad, son cosas que se hicieron siempre en cualquier rincón del mundo por hambre, ambición, odio, lujuria, honor o patriotismo. Pero meter mano a la blanca y darse de cuchilladas por asistir a una representación teatral era algo reservado a aquella España de los Austrias que para lo bueno, que fue algo, y lo malo, que fue más, viví en mi juventud: la de las hazañas quijotescas y estériles, que cifró siempre su razón y su derecho en la orgullosa punta de una espada.