Iª JORNADA (vv. 1-1.013).
En los alrededores de Nápoles, retirado en una agresta selva, un ermitaño de treinta años de edad, llamado Paulo lleva diez años en oración y recogimiento. Cierto día, vencido por el sueño, ve a la muerte y a un Dios justiciero que airado y con cruel semblante le condena a los infiernos. Al despertar, ante este temor, quiere saber cuál será su destino final, y con soberbia solicita a Dios que le revele si ha de condenarse como le señaló el sueño o ha de ir al Paraíso. Preguntará hasta en seis ocasiones, quejándose que después de tantas penitencias, no sabe si se salvará o no. Ante esta insistencia, el demonio, disfrazado de ángel, aprovechándose de este momento de desconfianza y soberbia del ermitaño, que una séptima vez está demandando este conocimiento, se le aparece y le dice: «Dios, Paulo, te ha escuchado…/; ve a Nápoles, y a la puerta/ que llaman allá del Mar,/ que es por donde tú has de entrar/ a ver tu ventura cierta/ o tu desdicha verás/ cerca de allá –estáme atento-/ un hombre.../ que Enrico tiene por nombre,/ hijo del noble Anareto;/ conocerásle, en efeto,/ por señas, que es gentil hombre,/ alto de cuerpo y gallardo./…Sólo una cosa has de hacer/… Verle y callar,/ contemplando sus acciones,/ sus obras y sus palabras./…Dios que en él repares quiere,/ porque el fin que aquél tuviere,/ ese fin has de tener” (vv. 249-278).