1. MANIFIESTO DE RAMÓN LÓPEZ SOLER.
El manresano Ramón López Soler (1806-1836), verdadero introductor de Walter Scott en España, admirador de Byron y la mística castellana, del estilo del Greco, traductor de Chateaubriand e incondicional de Victor Hugo, en el prólogo de su novela "Los bandos de Castilla" (1830) escribió un texto que viene siendo considerado por la crítica como verdadero MANIFIESTO DEL ROMANTICISMO ESPAÑOL, clara muestra de la estética romántica conservadora que se preconizaba en aquellos tiempos:
«La novela de los "Bandos de Castilla" tiene dos objetos: dar a conocer el estilo de Walter Scott, y manifestar que la historia de España ofrece pasajes tan bellos y propios para despertar la atención de los lectores, como las de Escocia y de Inglaterra. A fin de conseguir uno y otro intento hemos traducido al novelista escocés en algunos pasajes e imitádole en otros muchos, procurando dar a su narración y a su diálogo aquella vehemencia de que comúnmente carece, por acomodarse al carácter grave y flemático de los pueblos para quienes escribe. Por consiguiente la obrita que se ofrece al público debe mirarse como un ensayo, no sólo por andar fundada en hechos poco vulgares de la historia de España, sino porque aún no se ha fijado en nuestro idioma el modo de expresar ciertas ideas que gozan en el día de singular aplauso. No es lícito al escritor el crear un lenguaje para ellas, ni pervertir el genuino significado de las voces, ni sacrificar a nuevo estilo el nervio y la gallardía de las locuciones antiguas. Sólo le queda el recurso de buscar en la asidua lectura de las obras de aquellos varones reputados como los padres de la lengua, el modo de que se preste a los sutiles conceptos, a las comparaciones atrevidas, y a los delicados tintes del lenguaje romántico, por hallarse algo de esto en el místico fervor de Yepes, San Juan de la Cruz, Ribadeneira y otros autores ascéticos. Pero el que dedicándose a trabajo tan ímprobo consuma largas vigilias tras del hallazgo de esas correspondencias con blando tacto, examen culto, y filosófico criterio, deberá ceñirse a desempeñar el frío papel de preceptista, puesto que difícilmente le quedará tiempo, ni calor en la imaginación para entregarse al divino entusiasmo de la poesía, ni para forjar la máquina de una novela.
Mucho halagará nuestra propia emulación entrar en la escabrosa contienda del mérito comparativo de la literatura clásica y la literatura romántica, a no creer sobrado larga, si bien no ajena de este lugar, la explanación de los diversos principios en que una y otra se fundan. Este es el expediente que desde muchos años está sobre la mesa, y acaso sólo falta que sean universalmente conocidas las obras de Tomas Moore, lord Byron y Walter Scott, para que se pronuncie debidamente la sentencia. Manifestar las bellezas que sobresalen en el estilo de Homero y las que más recomiendan el de Osián; reconocer el origen de donde dimanan las primeras, y porque tan a menudo se amalgama y confunde en las segundas la naturaleza y el arte, la imaginación y el juicio, lo terrestre y lo divino, el hombre montaraz y el hombre civilizado; indicar la misteriosa armonía que percibe la mente humana entre objetos al parecer tan opuestos y contrarios, y proceder sobre todo con aquella buena fe que hiciese traslucir en nuestro arrojo no tanto un impulso de vanagloria como un espíritu de celo y de verdad, fuera el plan que nos habríamos propuesto, si nos permitiesen los límites de un prólogo el desenvolver estas ideas, y tomar parte en una cuestión para nosotros célebre a la vez y desconocida.
Libre, impetuosa, salvaje por decirlo así, tan admirable en el osado vuelo de sus inspiraciones, como sorprendente en sus sublimes descarríos, puédese afirmar que la literatura romántica es el intérprete de aquellas pasiones vagas e indefinibles, que dando al hombre un sombrío carácter, lo impelen hacia la soledad, donde busca en el bramido del mar y en el silbido de los vientos las imágenes de sus recónditos pesares. Así pulsando una lira de ébano, orlada la frente de fúnebre ciprés, se ha presentado al mundo esta musa solitaria, que tanto se complace en pintar las tempestades del universo y las del corazón humano: así cautivando con mágico prestigio la fantasía de sus oyentes, inspírales fervorosa el deseo de la venganza, o enternéceles melancólica con el emponzoñado recuerdo de las pasadas delicias. En medio de horrorosos huracanes, de noches en las que apenas se trasluce una luna amarillenta, reclinado al pie de los sepulcros, o errando bajo los arcos de antiguos alcázares y monasterios, suele elevar su peregrino canto semejante a aquellas aves desconocidas, que sólo atraviesan los aires cuando parece anunciar el desorden de los elementos la cólera del Altísimo, o la destrucción del universo.
Muy distantes de creer que nos quepa ni una ligera parte del fuego inmortal que la arrebata, solamente procuramos remedar el tono de los pocos ingenios que se han mostrado hasta ahora dignos de seguir sus huellas. Si no lo hemos conseguido en la presente composición, ni tampoco lo lográsemos en las que detenidamente escribimos, insiguiendo el mismo plan, sobre los reinados de Pedro el Cruel, Alfonso el Sabio, e Isabel de Castilla, nunca deberá atribuirse a falta de animación e interés en estos famosos cuadros de nuestros anales, ni menos a desaliño u poco gusto de los acabados modelos que nos propusimos.
Pero con el mismo movimiento de imparcialidad que hemos confesado estas ventajas en orden a las épocas que acabamos de distinguir, diremos también que la de don Juan el II no es la más a propósito para una novela histórica, a causa de no resplandecer en ella un carácter esencialmente marcado por grandes vicios, admirables virtudes o sobresaliente valor, como oportunamente nos ofrece el siglo del rey don Pedro y el de Isabel la Católica. Con semejante recurso aunque lánguida sea la narración y poco digno de interesar a los lectores el plan del argumento, brilla y anímase la escena cuando aparece el personaje dominante de la historia, por poco que se advierta algún tino y robustez en el pincel que lo describe. No de otra manera nos sorprenden en los cuadros del Greco aquellas figuras de líneas colosales, que sin guardar proporción con las demás las prestan algo de su propio espíritu y energía por el maravilloso efecto de una contraposición bárbara o sublime.
Intentase suplir a tal inconveniente introduciendo en la obra a don Enrique de Aragón, hijo del infante del mismo nombre, a pesar de que no fue públicamente conocido hasta después de la muerte de don Álvaro de Luna, y delineando con rasgos algo heroicos y valientes al último conde de Urgel. Y al efecto de reunir estos adalides donde figurasen de un modo digno del vengativo y marcial aliento que los animaba, y desplegando cada uno el carácter que le era propio, píntase la batalla de Aivar contra el sentir de los historiadores que pretenden que los castellanos no tomaron parte en ella, no obstante convenir todos en que la corte del rey don Juan, por sugestiones de don Álvaro de Luna, decididamente protegía al malogrado príncipe de Viana. Si es positivo que acudiera por aquel tiempo a socorrerle don Enrique de Castilla, no sólo preséntase como errónea la opinión de que sin haber hecho cosa alguna tomase a deshora la vuelta de Burgos con sus tropas por la contradicción notable que en sí encierra; sino también por las escasas noticias de tan memorables sucesos, y lo discordes y descuidados que anduvieron los cronistas acerca de ellos, como lo lamenta y lo reprende el elocuente Mariana.
Por más que han sido varios los pareceres sobre la inocencia de don Álvaro de Luna, y que famosos ingenios lo defienden, y otros no menos nombrados lo acusan, creímos deber seguir el dictamen más fundado, pintando en aquel condestable de Castilla un cortesano supersticioso, soberbio, avariento y vengativo, a quien enconaban y desesperadamente enfurecían los que, llevados del empeño de derribarle, no perdonaban medio ni ocasión de conseguirlo. De esta manera, sin adulterar los hechos de aquella época en términos que la presenten bajo otro aspecto de que realmente tuvo, y esforzándonos en desenvolver nuestro plan no desfigurando el carácter de los más esclarecidos varones que florecieron en ella, hemos procurado dar impulso a la narración por entre el estruendo de las disensiones y revueltas que hacen conocidamente curioso el reinado de don Juan el II».
[López Soler, Ramón.- Los bandos de Castilla o El Caballero del cisne: novela original española. Tomo 1. Valencia, Imprenta de Cabrerizo, 1830.]
2. MANIFIESTO DE LUIGI MONTEGGIA.
Años antes de este manifiesto, en la revista "El Europeo" (1823-1824), de la que fue fundador López Soler, Luigi Monteggia en un artículo titulado "Romanticismo", señaló ideas semejantes, como podemos observar a continuación. Así decía el artículo:
«Al solo nombre de Romanticismo se recuerdan las infinitas disputas que tienen dividida toda la república literaria. Nuestro intento no es mezclarnos en ellas, sino decir algo sobre la significación y máximas fundamentales de este sistema de literatura. La lengua romanza (que es la que se hablaba en Europa mientras se iba perdiendo el uso de la latina, y formándose las modernas) fue la que dio nombre a las poesías que se llamaron románticas. La esencia del romanticismo no consiste sin embargo en la tal lengua de que ha derivado el nombre, sino en los elementos poéticos que componen el "estilo", en la elección de los "argumentos", y en el modo de tratarlos por lo que toca a la "marcha": tres puntos que serán el objeto de este artículo.ESTILO.
Las costumbres y la religión de los antiguos, en particular de los griegos, eran un pábulo continuo para la fantasía; por lo que los poetas entonces todo lo pintaban a la imaginación con caracteres vivos y personales. No hacían la descripción de un bosque, de un río, de un fenómeno de la naturaleza (observa Chateaubriand en el genio del Cristianismo) sin poner ninfas, sátiros, y dioses que presidiesen al objeto que querían representar. La mitología era pues para ellos un elemento poético omnipotente, que todo lo animaba, razón por la que las poesías griegas interesan tanto con los alegres cuadros que ofrecen a la fantasía. No dejaba sin embargo la poesía de ser un retrato fiel de las costumbres; pues tanto como los poetas, eran vivaces los pueblos de aquellos tiempos, y siempre las canciones y los himnos eran la interpretación de lo que habrían espresado (sic) más groseramente las palabras del vulgo. Las producciones de los verdaderos poetas se distinguen en que son el espejo de los caracteres de los tiempos en que fueron escritas.
Después del establecimiento del cristianismo las ideas religiosas empezaron a interesar el espíritu más que la fantasía, y las imágenes de las costumbres debían ser mas patéticas. A esta causa añadiremos otra, y es la invasión del mediodía de Europa efectuada por los habitantes del Norte, llevando consigo las lúgubres ideas de los climas septentrionales, y el gusto por las melancólicas canciones de los Bardos y de los Druidas, recreo de los hijos del terrible Odino, cuando descansaban de los combates libando a las vírgenes de Escandinavia en medio de los convites y de la música. Posteriormente las costumbres caballerescas que trajeron los moros acabaron con despertar en los ánimos de los valientes los interesantes impulsos del sentimiento con que obsequiaban a las damas, poniendo en los escudos por emblema del honor: Dios, la patria y amor. En tales épocas ¡como podían ser agradables las poesías mitológicas! Lo que en tiempo de los griegos y de los romanos era bello, religioso y penetrante, habría sido entonces obscuro, pesado y de ninguna aceptación. Por eso los verdaderos poetas de aquellos tiempos son los trobadores que cantan los torneos, las aventuras de amor, las magias y los milagros. La erudición de algunos pocos conservó el gusto por las poesías antiguas, y á ellos debemos que no se hayan perdido para nosotros. Parece sin embargo que estos hombres ilustrados, para oponerse a la ignorancia y a la barbarie hayan caído en el otro estremo (sic) de venerar demasiado los modelos antiguos; por lo que ya nada sabían pintar sino con los colores de la mitología, sin reflexionar que lo que estaba bien a los griegos, no conviene tal vez para nosotros, cuando se toma por resorte principal de la poesía. En esto consiste una de las principales desavenencias entre los románticos y de los clasicistas; que los segundos todo lo quieren según los antiguos, y los primeros pretenden imitarlos mas filosóficamente, es decir, haciendo lo que hicieron ellos: servirse por elementos poéticos de las imágenes que son mas análogas a las costumbres de los tiempos en que escriben: porque de otro modo la poesía no es mas que un juego de palabras. En efecto todos los autores clásico verdaderos dejan en sus obras el color de las épocas en que vivieron, y en este sentido son románticos por sus tiempos Homero, Píndaro, Virgilio, etc.; y lo son entre los modernos Dante, Camoens, Shakespeare, Calderón, Schiller y Byron. El carácter principal del estilo romántico propiamente dicho (que son los modernos después de la lengua romanza) consiste en un colorido sencillo, melancólico,sentimental, que más interesa al ánimo que a la fantasía. Quien haya leído "El corsario" y "El peregrino", de Lord Byron; el "Atala" y el "Renato", de Chateaubriand; el "Carmañola", de Manzoni; "María Stuard", de Schiller, tendrá una idea más adecuada del estilo romántico de lo que podamos dar nosotros en abstracto. Un escollo de este estilo es el que las ideas tristes se vuelvan demasiado terribles y fantásticas, como las del "Manfredi" de Lord Byron: entonces la poesía se convierte otra vez en un juego de palabras, y cesa de interesar a la mente y al corazón.
ARGUMENTO.
Siendo el objeto principal de los románticos interesar con cuadros que tengan analogía con las costumbres de sus tiempos; lo que es también mas útil por la ventaja que puede proporcionar el ejemplo de acontecimientos de la misma clase que los que nos ocurren en sociedad; los argumentos románticos deben a preferencia tomarse de la historia moderna, o bien de la edad media. Los argumentos antiguos, y en particular los griegos y los romanos, no tienen para nosotros un interés tan inmediato, como los de las cruzadas, del descubrimiento del nuevo mundo, y de las revoluciones modernas. A mas de que tanto han escrito ya los poetas sobre asuntos griegos y romanos, que el interés que inspiran semejantes obras, es mas de convención que de naturaleza, como es el que escitan (sic) los lances de la verdadera poesía, cuando no es dictada por las solas reglas de imitación, sino por el genio y el sentimiento. La historia de la edad baja y la moderna ofrecen una infinidad de argumentos que todavía no fueron tratados, y que tienen mucha mas relación con las costumbres de la edad presente, y a tales argumentos se acomoda muy bien el estilo de los poetas románticos. Un héroe (dicen ellos) que nada conserva de las pasiones humanas, cuyas ideas, cuyas aventuras no se pueden comparar con las de nuestra vida para conocer si son verosímiles y bien espresadas (sic), es mucho mas fácil de retratar; porque allí todo está al arbitrio del poeta; de lo que lo son las vicisitudes de un hombre, en las que todos podemos ver las propias como en un espejo, y juzgar en consecuencia más exactamente sobre el mérito del poeta. Los clasicistas no conocen de los caracteres griegos y romanos sino lo que trae la historia, muchas veces exagerada y siempre imperfecta, de aquellos tiempos: no pueden por lo tanto pintar a sus protagonistas sino con colores generales, y más como se los figuran ellos que como verdaderamente fueron. Para darles mayor realce los ponen mas allá de los sentimientos modernos, sin contentarse con representar hombres valientes que arrostran cualquiera peligro, y dándolos a conocer como si apetecieran la muerte en lugar de evitarla, como si ninguna desgracia los conmoviese, como si nada fuese imposible para ellos. Los espectadores modernos no toman interés en estas composiciones, porque ven allí personages (sic) de una naturaleza distinta de la nuestra, y como no pueden hacer comparación de aquellas aventuras con las propias, se quedan admiradores de bellezas, que juzgan grandes porque no las conocen, mas que sin embargo no llegan a conmoberlos. Los eruditos entretanto, los que se han acostumbrado desde la infancia a las bellezas de convención aprendidas en las escuelas y en los autores clasicistas, gustan de un placer que es más el resultado de un cálculo que del entusiasmo de las pasiones. Cuando los argumentos románticos al contrario son manejados por un verdadero poeta ¡quien es el hombre que no se halle arrebatado al verlos representar! Las virtudes y los delitos, las dichas y las desgracias, nos recuerdan las circunstancias de nuestra vida, y hasta los clasicistas no pueden contener las lágrimas, entretanto que con las palabras critican el uso de tales argumentos, que forman la delicia de los románticos. También los asuntos antiguos pueden servir a los poetas románticos, con tal que sepan tratarlos románticamente, es decir no con los colores y los resortes de convención que se enseñan en las escuelas; sino con aquellos que dicta a pocos el genio, y que nos dejan conocer también en los héroes de la antigüedad a hombres como nosotros. Modelo de esto sean los mismos poetas antiguos, los clásicos y no los clasicistas. El "Edipo" de Sófocles no se avergüenza de confesar que le duele el abandonar la vida, y nos interesa entonces más que otros, a quienes la muerte no arranca tampoco un solo lamento, como en general los héroes de las tragedias francesas. En cuanto a los modernos pondremos por ejemplo la sola tragedia de Shakespeare titulada: "la muerte de Cesar", que basta para persuadir de la inmensa distancia que media entre los poetas hijos de las escuelas, que todo lo han aprendido por las reglas aristotélicas; a los inmortales hijos del genio, que todo lo sacan de la naturaleza y del corazón.
MARCHA.
Tocante a las poesías líricas la diferencia entre los clasicistas y los románticos solo consiste en que los últimos son mas libres en la colocación de sus pensamientos y en la aplicación de los metros, esmerándose en hacer de modo que la forma de los poemas sea dependiente de los lances de las pasiones, en lugar de sugetarlas (sic) a demasiada regularidad, como tal vez por sobrado escrúpulo lo practican los clasicistas. Hablando empero de la epopeya y de las composiciones dramáticas las opiniones son mucho mas divergentes. Los clasicistas son muy rigurosos observadores de las tres unidades de acción, de lugar y de tiempo: mientras los románticos no reconocen más que una sola unidad que es la de interés, y las razones principales en que apoyan sus opiniones son las siguientes. Como es imposible (dicen ellos) lograr una ilusión perfecta en los poemas y en los dramas, de modo que la acción no necesite mas tiempo para ejecutarse de lo que se consume presenciándola; por eso ya que debemos hacer una abstracción, tanto vale hacerla por un mes o por un año como por veinte y cuatro horas. Del mismo modo con que leemos la historia de varios tiempos y vemos cuadros de acciones de distintas épocas y nos interesan; también han de interesarnos representaciones que no sean comparadas en un término de convención, que tampoco es exacto por dos razones: la una porque la representación de un drama no necesita más que tres ó cuatro horas, por lo que ya es, un esfuerzo de la imaginación el alargarlo hasta veinte y cuatro, y no se debería permitir, queriendo lograr una ilusión perfecta: la otra es que muchas veces una acción dramática representada a lo clasicista es tal, que en la realidad necesitarla por su desenlace mas de una semana, y que sin embargo en el teatro empieza y se concluye en el término prefijado por las reglas de Aristóteles, y tiene cuidado el poeta de indicar a los espectadores las horas que consumen, a fin de que no se equivoquen, juzgando solo por las probabilidades de sociedad. En efecto ¡cuántas veces no ocurre oír un actor que promete empeñarse en un asunto y haberlo concluido antes del día siguiente, asunto que en los cálculos de os verosímiles necesitaría tal vez un mes para llegar a su término! Como por ejemplo un matrimonio, que en el teatro suele efectuarse por la noche entre dos que se vieron por la mañana, tuvieron que superar dificultades inmensas a mediodía, y al cabo de las veinte y cuatro horas fueron felices. Los románticos, como ven que la ilusión perfecta por lo que hace al tiempo es imposible lograrla, tampoco se cuidan de colocarse inútilmente en la cama de Procusto, porque lo hicieron los antiguos. Un argumento preferente para ellos es que cuando un vaso está lleno de agua, ya no coge ni otro vaso, pero ni tampoco una gota. De esto deducen ellos: o la unidad de tiempo ha de limitarse exactamente a la representación de los dramas, o no ha de haber ninguna. Este último partido siguen los románticos, porque más quieren contentar los ánimos de los espectadores que el cálculo de los eruditos. En efecto lo que interesa al publico es el manejo de la acción y no el tiempo; y no sabemos si atribuir al bueno o al corrompido gusto, el que en todos los teatros modernos donde se ejecutan piezas románticas, no dejan de tener una acogida la más lisongera (sic) para sus autores y partidarios.
La unidad de lugar trae su origen de que, como los antiguos eran nuevos en el mecanismo de los teatros, por eso no conocían todavía el artificio de mudar las decoraciones, como lo hacemos nosotros. Los poetas se hallaban pues en la precisión de arreglarlo de modo que todos los incidentes del drama acaeciesen en el mismo lugar. Lo que en los antiguos era un atraso (dicen los románticos) ha servido de regla á los ciegos imitadores de todo lo que proviene de ellos. Consecuencia de este error son las inverosimilitudes con que se ve prepararse una conspiración en el gabinete del mismo monarca que ha de ser la víctima, intrigas de amor en el mismo aposento donde mas fácil es el descubrirlas, y otras incongruencias por ese estilo. Los románticos han examinado que más chocaban al público estas inverosimilitudes, que no el mudar de escenas. También los clasicistas se concedieron en este punto algunas mudanzas, pero limitaron esta libertad al mismo palacio, o a lo más a una sola ciudad; límite que no observan los románticos, juzgándole como la opinión de algunos, y no como una regla necesaria sacada de la naturaleza: y contestan a los clasicistas con las mismas razones que hemos indicado hablando de la unidad de tiempo, es decir: que cuando la ilusión no ha de ser exactamente como si la acción fuese presente, los límites han de quedar a discreción del poeta, que no ha de hallarse estorbado en dar un desahogo a las producciones de su genio por impedimentos hijos de las reglas escolásticas y no de la razón; que los clasicistas tampoco reparan que con la sola división de los actos ya cesan las unidades de lugar y de tiempo, y que las transacciones hechas por ellos mismos sobre estos dos puntos denotan más una obstinación en pretender que de todos modos son necesarias estas dos reglas, que una razón suficiente en apoyo de sus opiniones. El efecto, es que los espectadores ven pasar a Otelo de Venecia a Cipro, y no dejan por eso de interesarse en sus amores y en la muerte de la desdichada Desdémona; y por el mismo principio verían el padre Lascasas (sic) abogar por la causa de la humanidad en Madrid, y después pasar como ángel de consolación a las Américas: y sus ánimos quedarían conmovidos sin reparar el esfuerzo de imaginación que se figuran los clasicistas, ni quedar disgustados de una libertad del poeta que les habría proporcionado sensaciones deliciosas. El hecho es, que los hombres clásicos de todos los tiempos y de todas las naciones escriben lo que les dicta el genio, y después vienen los eruditos y sacan reglas de aquellas obras, pretendiendo que todos deban conformarse a ellas: y de aquí las doctrinas de las escuelas, donde más se esplican (sic) los clásicos por las formas, que por el sabor de sus bellezas filosóficas. Imitar a los clásicos en los lances de las pasiones, en la moral de sus obras, en los rasgos de la imaginación, esto es lo que pretenden proponerse los románticos: imitarlos en cualidades secundarias de que ni siquiera ellos tal vez harían caso, esto es lo que se proponen los clasicistas, según la opinión de sus contrarios.
Nos quedaría que hablar de la unidad de interés, que consiste en hacer que la acción o las acciones que se representan tengan un objeto solo, en el que esté siempre interesado el espectador desde el principio de la representación hasta su desenlace, y del que no le distraigan demasiado los incidentes accesorios: mas como este punto daría margen a una infinidad de observaciones, nos limitaremos a decir, que los románticos siguen religiosamente esta sola unidad, por que la juzgan la mas filosófica: y para los que quieran profundizar más las ideas románticas de lo que hemos podido hacer en este artículo concluiremos con aconsejar la lectura de las obras de Schloegel , Sismondi , Manzoní, y de lo que han dejado escrito sobre este particular los redactores del "Conciliatore" de Milán en Lombardia».
[Monteggia, Luigi.- "Romanticismo", in El Europeo, 1, número 2 (25 de octubre de 1823), pp 48-56.]
3. MANIFIESTO DE ALCALÁ GALIANO.
Un tercer "Manifiesto del Romanticismo", que viene usando la crítica es el "prólogo" que Alcalá Galiano realizó a "El Moro Expósito" del Duque de Rivas, que dice así:
Sabido es que en nuestros días han nacido en el mundo poético y crítico dos bandos opuestos, que, apellidándose el uno el de los clásicos, y el otro el de los románticos, se están disputando el señorío literario y artístico con encarnizamiento y tesón extremados. Las cabezas y dogmatizadores de ambas parcialidades blasonan de origen más antiguo; pero aunque las composiciones de épocas menos recientes puedan ser clasificadas con arreglo a las nuevas doctrinas, todavía es cierto que los autores y críticos de los siglos pasados no conocieron estas divisiones, y que si entre ellos hubo escritores románticos, lo eran al modo del famoso Monsieur Jourdain, de Molière, que estuvo cuarenta años haciendo prosa sin saberlo.
Cuál era el verdadero carácter distintivo de cada una de estas dos rectas, no es cosa fácil de averiguar, pues si bien los románticos y clásicos asientan ciertas bases, en que estriba el edificio de sus respectivas doctrinas, y señalan ciertos lindes entre los cuales deben estar encerradas, no puede dudarse que cada escuela reclama como suyas composiciones, que ni caen bien sobre los fundamentos de su propia teórica, ni caben en los límites a que ella misma se ha circunscrito. Sirva de ejemplo de este aserto la poesía dramática española, mirada en el día generalmente como romántica, tanto por sus admiradores, cuanto por sus adversarios. Por qué no observa las unidades, con poca razón creídas reglas fundamentales de los dramas griegos; por qué no rehúsa mezclar trozos de estilo cómico y festivo con otros en tono trágico o elevado; por qué a veces trata asuntos de las edades medias, y siempre da a los argumentos griegos y romanos, y hasta a los mitológicos, cierto color moderno y caballeresco; bien hay razón para darle el nombre de romántica y para considerarla como sujeta a las condiciones del actual romanticismo. Pero si atendemos a que, lejos de estar escrita en prosa o verso suelto, usa por lo común de una versificación más artificiosa que los pareados franceses; a que, lejos de descartar las alusiones mitológicas, las emplea con notable profusión y disonancia, hasta en argumento de los siglos medios, y aun en boca de personajes moros; y a que el estilo, en vez de llano y familiar, es elevado siempre (menos cuando hablan los graciosos, figuras hasta en sus nombres diferentes de las demás), descubriremos en la poesía dramática española no poca semejanza con la poesía francesa, tenida por el modelo más perfecto de la escuela clásica.
Para buscar el origen de la escuela romántica de nuestros días, fuerza es que vayamos a Alemania. Allí nació, y de allí han sacado su pauta los modernos románticos italianos y franceses. Con harta razón sustentan algunos críticos que las naciones germánicas, cuya civilización y tradiciones tienen origen muy desemejante al de los hábitos, recuerdos e ideas de las naciones un tiempo dominadas por los romanos, son las que descubrieron y las que benefician la mina del romanticismo. Y si la buena y legítima poesía es espejo y lenguaje de la imaginación y afecto de los hombres, claro está que en Alemania y en otras naciones septentrionales es la poesía romántica indígena. La mitología de aquellos pueblos nunca fue la griega y latina: sus hábitos nunca los de las naciones clásicas: el cielo que las cubría, el suelo que pisaban, eran y son diferentes en un todo de los de Grecia y del Lacio: sus sensaciones hubieron de ser por lo mismo diversas, y sus asociaciones de ideas muy distintas de las que hacían impresión en los sentidos, y reinaban en las cabezas de los antiguos griegos y romanos. Hoy es, y todavía los habitantes de los climas septentrionales, fríos y nebulosos, si bien aproximados a los del Mediodía por semejanza o identidad en su religión, leyes y estado social, todavía no pueden vivir, ni expresarse, como viven, sienten y se expresan los moradores de regiones cálidas, donde el sol es ardiente y despejada la atmósfera; porque los productos del suelo, los usos y costumbres, y las sensaciones e ideas, tienen entre sí una correspondencia estrechísima y necesaria.
¿Quién no ve en las tragedias francesas clásicas (y no ya en las de Corneille, sino en las del mismo Racine, tan imitador de Eurípides) señales claras de la sociedad moderna, dentro de la cual y para la cual fueron escritas? La poesía no puede menos de retratar fielmente la época a que corresponde, pues la imaginación del poeta, como su juicio, están formados y modificados por la lectura, por el trato diario y por mil circunstancias, en fin, de cuanto le rodea y hace efecto en sus sentidos.
Aquella poesía será mejor que sea más natural, así como los frutos propios de un clima en mucho aventajan a los que se dan sólo a fuerza de trabajo, o así como las manufacturas, a que convidan la disposición y naturaleza de un país, y los hábitos y costumbres de sus habitantes, rinden productos muy superiores a las de aquellas que prosperan a fuerza de privilegios y monopolios.
Por eso hay naciones, hay tiempos en que debe la poesía acercarse a la de los griegos y romanos, y otras al contrario, en que debe desviarse de los hermosos y acabados modelos de la Antigüedad clásica; pero teniendo presente que tanto en la aproximación cuanto en el desvío, se ha de observar siempre la regla de que sólo es poético y bueno lo que declaran los hechos de la fantasía y las emociones del ánimo. Todo cuanto hay vaga, indefinible, inexplicable en la mente del hombre; todo lo que nos conmueve, ya admirándonos, ya enterneciéndonos; lo que pinta caracteres en que vemos hermanado lo ideal con lo natural, creaciones, en fin, que no son copias, pero cuya identidad con los objetos reales verdaderos sentimos, conocemos y confesamos; en suma, cuanto excita en nosotros recuerdos de emociones fuertes; todo ello, y no otra cosa, es la buena y castiza poesía.
En los siglos medios apareció en Italia un poeta, el mejor acaso en su línea de los modernos, y que hoy día es considerado como fundador, y una de las principales lumbreras de la poesía romántica: ya se deja entender que hablo de Dante. Sin embargo, quien atentamente leyese su poema, y con espíritu crítico examinare sus méritos, convendrá en que no cuadran en un todo el tenor de su composición y formas de su estilo con la definición que del género romántico dan los preceptistas modernos. La tierra clásica en que vivió aquel ingenio portentoso abundaba en recuerdos muy distintos de las que bullen en las cabezas alemanas; la Edad Media de Italia conservaba enlace con las edades clásicas; y de aquí es que Dante, como verdadero y gran poeta, no es lo que ahora llamaríamos romántico; ni tampoco lo que miraríamos como clásico, sino un hombre de su siglo, al cual a un tiempo dominaba y obedecía; un signo, un tipo, un epítome de cuanto sabían y del modo con que pensaban y sentían sus contemporáneos; que esto, en suma, son los talentos de primera marca.
Lo que con cierta apariencia de fundamento se llama la restauración de las letras en el siglo XVI, o a fines del XV en Italia, trajo consigo una revolución literaria, en parte provechosa y en parte funesta. Al paso que ahogó en algunos el ingenio nativo, y en no pocos infundió atrevimientos desproporcionados a sus fuerzas, produciendo por ello una turba de copistas e imitadores, dio en muchos ocasión a ideas nuevas, o despertó las adormecidas, y dilatando los conocimientos humanos removió barreras que estorbaban los progresos del entendimiento, viniendo a ser la noticia y estudio de lo pasado, medio eficacísimo de incitar y guiar a descubrimientos ulteriores.
De aquí nació una poesía, y más tarde una crítica, correcta aquella, y estotra sana; pero tímida la primera, e incompleta la segunda. Tomó España una y otra de Italia; adoptólas Francia en época posterior, y también Inglaterra, bien que circunstancias particulares fueran causa de que entre los ingleses, cuya lengua y costumbres tienen origen más germano que latino, nunca se arraiguen profundamente; apareciendo como planta extraña, en que se notan las señales del terreno adonde se la ha transplantado.
No así en Italia, tierra siempre clásica, donde hasta en los siglos medios pareció la poesía latina fruto natural, cuyo cultivo, desatendido por algún tiempo, se renueva con éxito muy feliz, porque el clima, suelo y costumbres brindan con él, y se da por lo mismo en la sazón más perfecta. En las obras maestras que produjo aquel país, fecundo en ingenios y doctrina, va enlazado y hermanado el gusto clásico más legítimo con ideas y formas a los cuales daríamos hoy día el dictado de románticas. En el poema caballeresco de Ariosto vemos frecuentes imitaciones, y aun casi traducciones de Ovidio y Virgilio, con sumo acierto acomodadas al propósito del cantor de la Caballería; y en el poema clásico de Tasso no son las mejores partes aquellas en que imita a los príncipes de la poesía épica griega y romana, sino por el contrario otras, donde manifiesta el espíritu caballeresco, y en que hallaba su numen el cantor y admirador de las Cruzadas. Trissino no fue más que clásico, y por lo mismo no fue nada; y otro tanto puede afirmarse de los dramáticos italianos de aquella época, meros copiantes de los antiguos.
Hija de la poesía italiana, y por ella oriunda de la latina, fue la castellana en el siglo XVI, y, por tanto, fue clásica rigorosa, o sea imitadora. Pues si bien la ternura de Garcilaso, y la fogosidad de Herrera, y la fantasía, a un tiempo viva y pensadora, de Rioja, y sobre todo, aquellos vehementes afectos de devoción, que dan a Fr. Luis de León un carácter tan original, aun cuando más, de cerca imita, son manantiales de grandes perfecciones y timbres gloriosísimos del Parnaso Español; todavía es forzoso confesar, que, en los poetas castellanos, líricos y bucólicos, vemos sobrada uniformidad; que su caudal de ideas e imágenes es reducido y común a todos ellos, y que, si varios y acertados aun la expresión, son uniformes en sus argumentos y planes, cifrándose su mérito más en la gala y pompa de lenguaje, en lo florido y sonoro del verso y en la destreza ingeniosa de hacer variaciones sobre un tema, que en la valentía y originalidad de los pensamientos, o en lo fuerte y profundo de las emociones que sintieron ellos, o que excitan sus obras en el ánimo de los lectores.
Por fortuna hubo en España una poesía nacional, y natural de consiguiente, pues son inseparables ambas cosas. Aludimos a los romances, con tanto acierto juzgados y clasificados por Quintana en su prólogo al tomo XVI de la colección de don Ramón Fernández, repetido después con ligeras variaciones en la introducción a su Colección de Poesías selectas castellanas. También es nacional y natural, aunque no en tan alto grado, nuestra poesía dramática; y así es, que una y otra andan validas entre los críticas extranjeros, que o no tienen noticia de nuestras poesías clásicas, o no ven en ellas más que imitaciones de modelos, que conocen en su original, y de las cuales tienen asimismo copias en sus respectivas lenguas.
A fines del siglo XVII y principios del XVIII desapareció en España todo rastro de buen gusto en literatura. Explicar cuál fue el origen y cuál la clase de la corrupción que reinó, es empresa nada fácil. Con decir que dimanó el mal gusto, entonces dominante, de haber abandonado el estudio de los buenos modelos, en parte no se dice nada, y en parte se dice algo, que dista mucho de ser cierto. No se dice nada, no dándose razón de por qué hubo semejante abandono y para probar que se dice una cosa inexacta, basta considerar que cuando más se desviaban nuestros ingenios de la sencillez clásica era cuando reconocían por modelos, y citaban con más profusión a los mejores latinos. Y muy bien podían haberse apartado de éstos, y echar por sendas que, si bien no seguidas por otros hasta entonces, era, sin embargo, dable que guiasen al descubrimiento de nuevos primores y riquezas poéticas. La corrupción a que aludimos tuvo su origen en varias causas. No fue enteramente semejante a la que prevaleció en otras naciones, aunque sí algo parecida a la que por la misma época cundió en Italia, porque dimanó en parte de iguales principios; ni tampoco fue tan nueva que no se encuentre de ella rastro, hasta en autores de nuestro llamado Siglo de Oro, no tan exento de faltas, ni de gusto tan acrisolado, como suponen varios modernos, sus admiradores. Es gravísimo error creer que el gusto literario no tiene qué ver con el estado de la sociedad en que reina; y quien leyere con atención crítica y filosófica la historia de España durante el siglo XVII, y viere qué estudios se permitían entre nosotros, qué estímulos excitaban los ingenios y qué ideas andaban dominantes, encontrará allí la explicación de la barbarie en que vino a caer la nación española bajo los príncipes austriacos. Con lo cual, y con estudiar el carácter nacional, habrá entendido la esencia y causa del culteranismo; porque éste consiste en la hinchazón y sutileza de conceptos, y por lo mismo es defecto natural de una gente, de suyo ingeniosa y dotada de viva fantasía, a la que estaba vedado adquirir ideas nuevas, y hasta dedicarse a sólidas meditaciones; a quien el poder crecido de sus reyes daba vanidad, mas no felicidad y verdadera grandeza; y para la cual no eran el gobierno, las leyes y la religión materia de examen libre y de atrevida controversia, sino objetos de resignación violenta, de obediencia precisa y de resignación medrosa. En tal estado, forzoso era que se entretuviese en refinar pensamientos triviales y en abultar ideas comunes, malgastando, (como dijo un crítico de nuestros días, al hablar de uno de nuestros mejores poetas de aquella época) sus grandes fuerzas naturales en juegos y saltos de volantines.
Mientras decaía España en letras y grandeza política, crecía en ambas la vecina Francia, donde, reinando Luis XIV, floreció y dio muy sazonados y regalados frutos la literatura. Mas en Francia, como en todas partes, eran los ingenios intérpretes de los pensamientos y afectos reinantes en la sociedad entre que vivían. Clásica apellidan a la literatura francesa de aquella época, y clásica era en cierto modo; pero no clásica como la griega y romana, ni como lo fueron poco antes la italiana y española; sino clásica al gusto del país y de la época, parecida a la de los antiguos en lo que de ellos remedaba o copiaba; aunque dando al remedo o copia un acento o tinte de la tierra y tiempos en que había renacido. Racine imita, y hasta traduce a Eurípedes, y con todo no son sus tragedias tan griegas como francesas. Cuando este gran poeta trataba argumentos de la historia y fábulas griegas, escribía, parte lo que tomaba de la propia leyenda, parte lo que le inspiraba su ingenio y fantasía, dominados ambos por reglas caprichosas, y parte lo que le dictaba el sistema de sociedad en que se había criado y estaba viviendo; y así hay en sus composiciones retazos de otros autores, atisbos admirables, trozos en que está expresado el lenguaje de las pasiones con naturalidad, ternura y energía; y todo en boca de cortesanos de Versalles, pues no son ostra cosa los personajes de sus tragedias, como que no eran otros los hombres que él conocía y trataba. Cuando escribió la tragedia de Atalía, salió de su tono acostumbrado y, como era devoto, al imitar el lenguaje de la Sagrada Escritura, se expresó con fervor, con facilidad, en fin, como inspirado; de lo cual resultó, si no un excelente drama, una obra poética, correcta y abundante en pasión intensa y legítima.
Lo que decimos de Racine puede aplicarse a otros escritores de su tiempo, así dramáticos como líricos, y así poetas como prosadores. Es harto singular que pretenda Francia arrogarse la palma de la literatura clásica no siendo, por cierto, uno de los países en que más se estudian los modelos de la Antigüedad. En letras latinas la aventaja Italia; en griegas, Alemania e Inglaterra. Lo que tomaron los franceses de los autores clásicos fue la forma exterior de las composiciones, modificada y alterada empero por las circunstancias; mas en cuanto al espíritu interno que las animaba, no se cuidaron de penetrarse de él, ni de imitarlo, ni siquiera de averiguar su origen y naturaleza. Copiaban, más que a los griegos, a los romanos, cuya literatura no fue indígena, aunque abundó en obras de mérito sobresaliente; que tenía más de elegante y correcta que de natural y apasionada; y que adolecía en su línea de los mismos defectos que los críticos menos severos descubren en las composiciones francesas. De aquí cierta frialdad y estiramiento en casi todos los escritores de esta nación, los cuales rara vez se remontan ni se abajan demasiado, sino que siguen un rumbo medio, como tonos los que en sus composiciones obedecen a las reglas dictadas por los preceptistas, más que a los propios ímpetus naturales.
De nuestros vecinos tomamos las mismas faltas los españoles en el siglo próximo pasado. Cuando vino a reinar en España un príncipe de la familia real de Francia, trajo consigo las modas de la corte de Versalles, la más floreciente entonces de Europa. El rayo de claridad que penetró las densísimas tinieblas que cubrían nuestro suelo, y que empezó a desterrarlas y a alumbrarnos, era segunda luz, reflejo de la que brillaba para los franceses. Los llamados restauradores del buen gusto en la literatura castellana a mediados del siglo XVIII son ciertamente merecedores de tan honrosa denominación, si se considera cuál fue el gusto que combatieron y ahuyentaron; pero no lo son tanto si se examina cuál fue el que le sustituyeron. Si los autores franceses adolecían del defecto de ser imitadores en demasía, los españoles cometieron otro más grave, dedicándose a sacar copias de copias. Agregábase a esto, que en los últimos era la imitación al doble violenta, porque en España había un gusto y un estilo nacionales ya formados, defectuoso en parte, pero no enteramente falto de méritos y primores. Así al introducir el clasicismo francés, los preceptistas españoles del siglo XVIII lo forzaron todo: lengua, hábitos, ideas; viniendo a ser sus composiciones sartas de palabras escogidas con esmero, en que nada era inspirado, nada original, nada natural; en que el temor de extraviarse obligaba a marchar a compás; y en que, si bien sobresalía la corrección, reinaba el mayor de todos los vicios, a saber: el empeño de encontrare modelos en parte muy diferentes de aquella en que conviene buscarlos.
Verdad es que a fines del reinado de Carlos III empezaron a mejorar las doctrinas literarias, y más todavía las composiciones en nuestra España. Mucho distan Montiano y Luzán de Meléndez y Jovellanos, señaladamente el último, de quien con razón puede blasonar el país que le produjo como de un escritor de primera clase; pero todavía en ellos, y en los más de nuestros críticos y escritores del día, predomina una teoría radicalmente viciada. Dicen que Meléndez fue el restaurador de nuestra poesía, como mucho antes lo había sido Luzán de nuestra crítica doctrinal; y tienen razón los que lo dicen, porque Meléndez, sin ser ingenio ni poeta de marca mayor, dio un paso más que sus antecesores, y nos puso en una senda mucho más cercana del acierto, aunque todavía no guiare a la perfección verdadera. No le faltaban ni sensibilidad ni buen oído, y vio que la poesía de su patria, sin dejar de aprovechar lo bueno que suministraban la francesa y las de otras naciones, debía sacar sus principales riquezas del tesoro de los antiguos autores castellanos. Por lo mismo hizo versos en vez de prosa rimada, creó un estilo y dicción algo afectados, aunque buenos; remontó de cuando en cuando su vuelo, remedando siempre movimientos de otros, pero remedando a los que se elevaban; y así, fue fundador de una escuela poética, que si todavía es tímida y copista, no es ya puramente francesa, sino al contrario, castellana, de una época nueva, y del tono nacional en sus formas. Que no observó mucho la naturaleza, que no era su ingenio muy fecundo ni su fantasía atrevida, lo conocerá quien quiera que desapasionadamente leyere y juzgare sus obras. Cuando convertía a Jovellanos en el mayoral Jovino, y él se transformaba en Batilo el zagal, ¿cómo podía escribir a impulsos de una inspiración legítima? ¿Cabe cosa más ridícula que su oda A Dalmiro, y aquel furor sagrado que se le entra en el pecho, y causa que su voz no se ajuste al verso, cuando celebra en versos harto compaseados el mérito de un poeta que no rayaba un punto más alto de la medianía? En esto vemos un escritor obediente a doctrinas por él respetadas como infalibles, que con arreglo a ellas se inflama cuando y como y hasta el punto que cree deber inflamarse, revistiendo los objetos de aquellos colores de que le está mandado echar mano exclusivamente.
La escuela de Meléndez, o la de Luzán, más españolizada, es hoy día la dominante en nuestra literatura; sin ser otra que la francesa vestida de la dicción y estilo de los antiguos y buenos escritores castellanos, pues su teórica es la de nuestros vecinos durante los siglos XVII y XVIII. Causa admiración que en los prólogos puestos por Moratín a sus comedias en las últimas ediciones, en las copiosas notas del Arte poética, de Martínez de la Rosa, en los juicios sobre nuestros poetas, escritos por literatos de gran nota, y en todas las demás obras de españoles preceptistas del día presente, no se haya dado cabida a los adelantos que el arte crítico ha tenido y está haciendo en otras naciones. Ya queda apuntado arriba que los alemanes son los padres del romanticismo, el cual es en su tierra tan castizo como lo era, y todavía lo es, el clasicismo en Italia. No es preciso abonar el gusto literario germánico, ni preferirlo al que reina en otros países, para conocer y confesar la grandísima utilidad que las doctrinas en que estriba han acarreado a la sana crítica en las demás naciones. De contado la literatura alemana ha descubierto y puesto en claro una verdad importantísima, a saber que hay más de un manantial, más de un modelo de perfección o, a lo menos, que para caminar hacia la perfección literaria, hay caminos diferentes y cada cual debe seguir el que mejor se adaptare a su situación y circunstancia. No es esto decir que semejante máxima no guíe con frecuencia a desaciertos, porque muchos autores, llevados de nuevo capricho, por huir de la senda en que antes estaban como precisados a caminar, tiran por otras que no debían seguir, pues ni son llanas ni agradables, ni acortan la jornada, sino que desvían el término de ésta, y paran en desaciertos y precipicios.
Desde que aparecieran los alemanes haciendo papel en la literatura europea ha ocurrido una revolución casi general en la teórica del buen gusto y en la práctica de los escritores. Inglaterra, donde había comenzado con Dryden, Addisson, Pope y otros autores de inferior mérito, una escuela poética semiclásica se ha dado con más vehemencia a su antiguo y nunca olvidado culto de Shakespeare y de los poetas sus coetáneos; y en Italia y Francia se han formado escuelas nuevas, apellidadas románticas. Revolución ha sido ésta sumamente provechosa, si bien, como todas las cosas humanas, no sin mezcla de algunos inconvenientes. Examinemos qué efectos ha producido en cada país y cuáles en general en el vasto campo de la literatura.
En Francia no es en donde más lucen sus ventajas; pero quizá no se conocen tanto, porque los maestros y principales artistas de la escuela romántica francesa, y todavía más sus discípulos, no son los solos, ni acaso los verdaderos caudillos de esta revolución. Dicho sea con paz de muchos buenos ingenios, que han abrazado la nueva secta, y en ella se arrogan la primacía; parece que los franceses, románticos por excelencia, más que otra cosa son anticlásicos, y tienen los vicios de su escuela antigua, de la cual sacan su pauta para hacer lo contrario de lo que ella dicta; ni más ni menos como hacían sus antecesores para sujetarse puntualmente a sus reglas más severas. Porque los clásicos franceses hacían buenos versos; suelen los románticos hacerlos adrede malos; porque aquéllos eran puristas nimios, son éstos pródigos de barbarismos y solecismos: porque los primeros eran tímidos en sus invenciones e imágenes, y rara vez salían de un estilo y tono templados, los segundos se remontan sin necesidad, y sin ella asimismo se arrastran y despeñan en simas de insondable bajeza. En una cosa empero se parecen a los clásicos, de ellos tanto aborrecidos, y es cabalmente en lo peor, pues son constantemente afectados. Entre tanto, en Francia misma hay en el día poetas y críticos mirados como clásicos, que con su doctrina y ejemplos manifiestan señales de la mudanza ocurrida en la república literaria. Son éstos, por lo mismo, de una escuela nueva, no poco diferente de la antes universalmente seguida por sus compatriotas.
También Italia cuenta sus poetas románticos, entre los cuales descuella Manzoni, trágico y novelista insigne. Hay allí mejores elementos que en Francia para una poesía romántica de buena ley o, digamos, para una poesía nacional digna de la patria de Virgilio y de Tasso, que es también la del Dante y Ariosto; y de estos buenos elementos han sacado los italianos modernos el mejor partido posible.
De Alemania ya hemos dicho que es la cuna del romanticismo. Lo que a nuestros ojos parecen rarezas de sus escritores, les es natural y está enlazado con sistemas filosóficos, llenos de misterios y oscuridad.
Inglaterra no consiente ni casi conoce la división de los poetas en clásicos y románticos.
En aquel país, segundo sólo a Alemania en el estudio de la literatura griega, jamás se arraigó la escuela clásica francesa del siglo de Luis XIV. Dryden quiso y no supo seguirlo, pues su gusto no era correcto, y su fantasía harto más viva que la de los poetas franceses. Addisson, aunque compuso versos, nada tenía de posta. Pope fue el principal clásico inglés, agudo, ingenioso, correcto y elegante, terso en su versificación, pulido en su estilo, observador y pintor de la sociedad y de las costumbres más que de los afectos fuertes, vivos y profundos; en una palabra, fue clásico francés, mas tan distante del verdadero gusto clásico de la Antigüedad, que cabalmente su traducción de Homero, tan célebre en su tiempo, y aun ahora no poco admirada, es la copia más infiel que darse puede; y sin ser una obra mala, debe reputarse y está tenida por una serie de hermosos versos, que muchas veces no expresan el sentido, y nunca el alma y estilo general del príncipe de la poesía griega. Desde Cowper hasta el día presenta quizá es la poesía británica la más rica entre las modernas, así por la abundancia, cuanto por el valor de sus producciones, precisamente porque abandonando los autores reglas erróneas, y no cuidándose de ser clásicos ni románticos, han venido a ser lo que eran los clásicos antiguos en sus días, y lo que deben ser en todo tiempo los poetas. Caballeroso Scott; metafísico y descriptivo Byron; patético y a la par limado Campbell; tierno y erudito Southey; sencillo y afectuoso Wordsworth, que con un alma sensibilísima hermana un estudio atento y constante de la naturaleza; pintor del hombre social de las clases ínfimas Crabbe, que en su estilo vigoroso y bronco, no menos que vivo y brillante, describe costumbres que retratan las pasiones naturales y enérgicas, y los vicios y delitos, en vez de presentarnos los modelos estudiados, y las flaquezas y arterías de la sociedad; Burns, que la pinta, es, sin embargo, fogoso y fiel intérprete de afectos vehementes; galante, agudo; conceptuoso y vivo de fantasía, aunque amanerado, Mocre, quien al recuerdo de su patria también suele tomar un acento más alto y penetrante, y remedar con inspiración propia el estilo y el tono de Tirteo; sin hablar de otros, casi tan distinguidos, que componen una suma de escritores de primer orden, en cuyas obras hay estro y buen gusto, al mismo tiempo que originalidad y variedad extremadas.
En tanto, los españoles, aherrojados con los grillos del clasicismo francés, son casi los únicos entre los modernos europeos que no osan traspasar los límites señalados por los críticos extranjeros de los siglos XVII y XVIII y por Luzán y sus secuaces. Asombroso es que así Moratín como Martínez de la Rosa, cuando hablan de las unidades de tiempo y lugar, no solamente recomienden su observancia, sino que las supongan indispensables, y ni siquiera anuncien o insinúen que cabe duda, y que de hecho hay pendientes muy acaloradas disputas en todas las demás naciones sobre este y otros puntos doctrinales. Parece imposible semejante omisión en unos escritores a quienes no se oculta que las cosas han llegado a tal extremo, que en muchos teatros de París, y hasta en el llamado por antonomasia francés, largo tiempo santuario del culto clásico, se han representado dramas cuyo argumento ocupa algún tiempo más que un día, y en los cuales varía la escena de Aquisgrán a Zaragoza. Ni se atina por qué en España, donde aún hoy día son justamente venerados Lope, Calderón y Moreto, no haya de examinarse y discutirse si la clase del drama que ellos concibieron es susceptible de cultivo y mejoras para dar de sí una producción nacional, robusta y lozana, en vez de la planta raquítica, que manifiesta a las claras su origen extranjero y aclimatación imperfecta.
Después de esta breve reseña de los efectos causados por una teoría nueva en varias naciones, razón será considerar rápidamente qué consecuencias ha producido la propagación de la recién promulgada doctrina en el gusto general del mundo literario.
Por de contado, ha roto la cadena de tradiciones respetadas y dado un golpe mortal a ciertas autoridades tenidas hasta el presente por infalibles. Lo que antes se creía a ciegas, ahora se examina; ya se admita, ya se deseche, al cabo pasa por el crisol del raciocinio. Dando así suelta al juicio, queda abierto el campo a errores y extravagancias; mas también están removidos los obstáculos que impedían ir a buscar manantiales de ideas e imágenes fuera del camino real y rectilíneo indicado por los preceptistas. Han abandonado los poetas los argumentos de la fábula e historia de las naciones griega y romana, como poco propios para nuestra sociedad y porque de puro manoseados estaban faltos, no menos que de novedad, de sustancia. Han descartado la mitología de la Antigüedad hasta para unos alegóricos. Encuentran asuntos para sus composiciones en las edades medias, tiempos bastante remotos para ser poéticos y, por otra parte, abundantes en motivos de emociones fuertes, que son el minero de la poesía: de aquí la poesía caballeresca. Buscan argumentos en tierras lejanas y no bien conocidas, donde, imperfecta todavía la civilización, no ahoga los efectos de la naturaleza bajo el peso de las reglas sociales. Así el inglés Campbell nos lleva a los retirados establecimientos de la América septentrional; Southey a las Indias o al Paraguay; Moore a Persia, y Byron nos enseña que en la moderna Grecia hay objetos poéticos y que los hechos de sus piratas pueden conmovernos más que los harto sabidos de los héroes de sus repúblicas, o las catástrofes de sus edades fabulosas, obra de un Destino, cuya fuerza no confesamos, ni sentimos ni verdaderamente entendemos. Búscanlo, asimismo, en el examen de nuestras pasiones y conmociones internas; de aquí la poesía metafísica, tan hermosa en el mismo lord Byron, en varios alemanes, en. los ingleses Coleridge y Woodsworth y en los francesas Víctor Hugo y Lamartine. Búscanlos finalmente en los afectos inspirados por las circunstancias de la vida activa; de aquí la poesía patriótica de los franceses Delavigne y Beranger, del italiano Manzoni, del escocés Burns, del irlandés Moore, del inglés Campbell y del alemán Schiller. En una palabra, vuelve por estos medios la poesía a ser lo que fue en Grecia en sus primeros tiempos: una expresión de recuerdos de lo pasado y de emociones presentes, expresión vehemente y sincera, y no remedo de lo encontrado en los autores que han precedido, ni tarea hecha en obediencia a lo dictado por críticos dogmatizadores.
Con decir esto, ha declarado el autor su intento al componer el siguiente poema. No ha pretendido hacerlo clásico ni romántico, divisiones arbitrarias, en cuya existencia no cree, siendo claro por lo mismo que no se ha propuesto obedecer a dos que las pregonan como ciertas y promulgan como obligatorias.
Ha elegido un asunto de la historia de España y de dos siglos medios; campo fertilísimo y hasta el día muy descuidado por nuestros poetas, a excepción de algunos dramáticos, y si alguna vez tratado por nuestros trágicos modernos, tratado con el gusto llamado clásico, es decir, de un modo que no le cuadra.
Ha adoptado una versificación rara o ninguna vez usada en obras largas, pero fácil y juntamente susceptible de elegancia y pompa, parecida a la de los romances cortos y verdadera poesía española, y hasta en el asonante peculiar de nuestro idioma, castiza y exclusivamente castellana.
Ha procurado dar a su composición el colorido que le conviene, consultando para ello las escasísimas memorias aún existentes de los tiempos en que pasaron los hechos que refiere; memorias tradicionales y casi inmediatas, pues no las hay contemporáneas.
De intento se ha desviado del estilo, igual y sostenido, usado por la mayor parte de nuestros escritores, no menos que de toda alusión a la mitología de la clásica Antigüedad. Ha mezclado, si es lícito decirlo así, las burdas con las veras, o sea retazos de apariencia pobre con otros de contextura brillante; páginas en estilo elevado con otras en estilo llano; imágenes triviales con otras nobles y pinturas de la vida real con otras ideales. Tal vez con ello escandalizará a no pocos de sus lectores, pero no es culpa suya que en la naturaleza anden revueltos lo serio y tierno con lo ridículo y extravagante; y él quiere tener a la naturaleza por fría y describir las cosas como pasan, pues así probablemente pasaron las que son materia de su narración.
Por lo mismo, y como consecuencia forzosa de esta mezcla de estilos, es su lenguaje a menudo prosaico y humilde. También hubo un tiempo en que el autor de los siguientes versos copió y admiró a Herrera y a sus secuaces, y aun hoy día aprecia y admira a aquél y a muchos de éstos; mas no por eso cree que su dicción debe ser constantemente imitada. Bien está que sea el poeta atrevido en la elección de voces, que se valga de giros nuevos y hasta de palabras rejuvenecidas, o por él compuestas, o una u otra vez tomadas de otras lenguas, o en alguna rara ocasión, de todo punto inventadas; pero no por eso ha de excusarse de llamar las cosas por su nombre, mermando así su vocabulario por un lado, mientras por otro lo acrecienta, ni tampoco huir de voces y de frases vulgares ha de caer en el gran inconveniente, y común error, de que una palabra escogida y un frasear extraño y retumbante convierten un pensamiento de trivial en poético, cubriendo con lo sonoro e insólito de la expresión la variedad y llaneza del sentido. Por esto, cuando quiere el autor decir que un sujeto va a misa, lo dice claro, porque con expresarlo de otro modo no habría hecho la imagen más ni menos noble.
En suma, la siguiente composición no está sujeta a reglas: hablo de ciertas reglas, por doctos críticos repetidas veces condenadas, y desatendidas por los mejores poetas contemporáneos en toda Europa. Algunas ha seguido, y he aquí cuáles: ha tratado de empeñar los afectos y curiosidad de los lectores en su narración y a favor de sus personajes; de acomodar su estilo a su argumento, en el total y en cada una de las partes; de adaptarlo a las personas por cuya boca habla; de dibujar y colorir sus cuadros como los concibe; de describir objetos, que son, o fueron, o pueden ser reales y verdaderos; de representar costumbres históricas; de conservar, siempre que se arroja a lo ideal, las facciones naturales que dan a las cosas imaginarias apariencia de ciertas por su semejanza con las realidades; de expresarse con claridad y, cuanto le es dado, con pureza, a veces con elegancia y gala y siempre con corrección; de versificare lo mejor que puede; por última, de seguir los impulsos propios, de obedecer a las inspiraciones espontáneas y de hacer no lo que han hecho, sino del modo que lo han hecho los célebres ingenios extranjeros de la edad presente, tan rica en crítica sana y propia de una generación filosófica en sus atrevimientos.
No se le cumple con todo de presuntuoso por lo que acabe de asentar. Una vez y otra repite que está muy distante de mirar su obra como perfecta en su línea: decir a lo que aspiró al componerla no es blasonar de que lo haya, ni aun insinuar que crea haberlo conseguido. Pero lo que sí es lícito afirmar es que ha indicado una senda hasta ahora no hollada por sus compatriotas, y que se ha aventurado a caminar por ella con audacia, ya que no con buena fortuna. Aun dado caso que no sea su ejemplo digno de aplauso e imitación, no debe serlo de vituperio, pues las doctrinas de que él se aparta, si son útiles, aparecerán tales después de bien combatidas y bien examinadas, al paso que ahora son obedecidas por mero espíritu de rutina.
[Alcalá Galiano, Antonio.- "Prólogo", in Saavedra, Ángel de (duque de Rivas).- El moro expósito o Córdoba y Burgos en el siglo XI. Madrid, Aguilar, 1960, pp. 21-51].
BIBLIOGRAFÍA.-■ Alcalá Galiano, Antonio.- "Prólogo", in Saavedra, Ángel de (duque de Rivas).- El moro expósito o Córdoba y Burgos en el siglo XI. Madrid, Aguilar, 1960, pp. 21-51.
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